En México, la hacienda era algo más que un conjunto de construcciones y una gran extensión de tierra: era una forma de vida. No solo organizaba la producción del mercado, sino que también unificaba los diversos elementos del campo. Además de ser un centro de actividades económicas, la hacienda formaba el núcleo de la vida social de todas las clases y sus propietarios y administradores ejercían a menudo un poder político sustancial. En México, existían pocas áreas de la vida que no girasen alrededor del sistema de haciendas.
El establecimiento definitivo de la hacienda como la institución rural más importante fue precedido por ciento cincuenta años de desarrollo, que influyeron en las tradiciones peninsular e indígena, así como en muchos otros aspectos del dominio colonial español.
La ubiquidad de las institución, así como su prolongado desarrollo histórico hacen difícil la definición de la palaba hacienda. Durante el siglo XII la palabra se aplicaba a cualquier tipo de empresa productiva –de las minas y las plantas refinadoras, a los rebaños de animales con sus pastores o a las fábricas de harina y, finalmente, a cualquier forma de explotación agrícola. En el siglo XVIII, el significado del término hacienda se había vuelto más definido, y si era utilizado sin modificación, la mayor parte de las veces era sinónimo de un estado agrícola rural. Con más exactitud la hacienda podía diferenciarse de las explotaciones más pequeñas, tales como ranchos, al definirla como una unidad de cuando menos dos mil quinientos acres de tierra para irrigación y agricultura de temporal, pastizales, lomeríos y bosques, con una fuerza de trabajo residente, ganado y otro tipo de animales, así como edificios y herramientas. Un terrateniente nacional que añadía tierras de bosque y praderas a sus tierras de pastoreo y agrícolas podía sentirse justificado al llamar a su rancho hacienda. A pesar de que tales palabras sean usadas intercambiablemente, un rancho se distingue generalmente de una hacienda por su tamaño más pequeño y por un grado mayor de especialización. Este era explotado principalmente por el propietario o arrendatario, y en ocasiones contaba con una pequeña fuerza de trabajo residente. A menudo los ranchos eran anexos marginales de las grandes haciendas. Del intricado proceso histórico que diera por resultado el establecimiento del sistema de hacienda en México, parecería, como en cualquier otra empresa comercial, que los ingredientes principales eran la tierra, el trabajo y el capital. La tierra sin el capital necesario para hacerla productiva, los rebaños de animales sin la conexión con la tierra y el trabajo sin los vínculos económicos y legales específicos con la tierra, caracterizaron al México pre hacienda. No fue sino hasta el siglo XVII que las partes constitutivas de la hacienda se combinaron en una sola empresa.
Ya para 1550 existían los elementos sociales necesarios para desarrollar la hacienda. Las tendencias hacia la concentración monopolista de la tierra, el trabajo y el capital, raras veces inhibían las fuerzas detractoras del pequeño agricultor, la población criolla o el pueblo indígena. El resultado de la lucha sobre el extenso dominio y sus divididos oponentes fue casi predeterminado. El desarrollo de sistema de haciendas, entonces se podría describir mejor mediante un examen de la tierra, el trabajo y el capital, factores que determinaron el alcance, estilo y organización de la hacienda.
Los viajeros de la nueva España colonial, ocasionalmente registraban sus primeras impresiones comentando sobre la enormidad del campo. Sin que importara con cuanto empeño los oficiales españoles intentaran imponer la uniformidad y el control burocrático, la inmensidad del campo fue el primer factor que los derrotó.
Cualquier caracterización sobre México deberá desarrollar la ubiquidad de sus montañas. Sus contornos anárquicos, retorcidos y abismales condicionaron toda vida y esfuerzo. Ellas proporcionan el trasfondo geográfico en el desarrollo de sistema de haciendas.
Dispersos sobre las cadenas de montaña, las sierras y las herraduras, se encuentran los valles y planicies que son adecuados para el cultivo. Madame Calderón de la Barca refirió el contraste cuando escribió: “el país es plano pero siempre animando por las montañas de los alrededores como una pintura sin interés en un marco de diamantes”.
Escondidos a la vista del observador casual de los típicos valles entre las montañas, se encuentran los profundos desfiladeros llamados barrancas, los cuales cortan a través de las planicies. Tan dividido por barrancas y montañas se encuentra el valle central de México, que personas que se encuentran a menos de un kilómetro de distancia pueden existir en los dos ambientes climatológicos distintos. Por ejemplo, en una caminata de quince minutos hacia debajo de una de estas abismales barrancas se podrá apreciar el sorprendente cambio en la vegetación. En el valle superior se puede ver robles y siempre vivas, en tanto que en el fondo de la barranca existen naranjos y buganvilias. La discontinuidad en el terreno favoreció el desarrollo de la hacienda. Las montañas servían tanto de divisores como de barreras; detrás de estas barreras y entre las barrancas los valles formaban una unidad agrícola y comercial. Las tierras de los valles, por lo general, caían en manos de hombres y familias poderosas o de grupos bien organizados. Tanto económica como políticamente, este era un desarrollo natural.
Si las condiciones pacíficas dentro de cada área iban a ser posibles, y si la tierra iba a ser rentable, entonces el control centralizado sobre una unidad extensa de tierra resultaba al menos una posibilidad histórica.
Además, la mala tierra y la precipitación irregular favorecieron el desarrollo de la hacienda. Por razón de que combinaba la cría de animales con la agricultura, la hacienda podía volver comercialmente productiva la tierra de baja calidad y la muy erosionada, utilizándola para grandes rebaños de ganado y borregos. La estación de seca que dura más de seis meses en la mayor parte de México (y a menudo por varios años), fue un poderoso elemento disuasivo para las fincas de labranza familiar. Bajo el sistema de hacienda sin embargo, los recursos podían ser movilizados bajo el liderazgo de una persona y podía preverse contra las condiciones climatológicas erráticas.
La ley que regía que la tierra, las decisiones políticas, las exigencias en las finanzas reales, y la realidad social fueron tan importante para el desarrollo del sistema para las grandes propiedades patrimoniales como lo fue el contorno de la tierra. A pesar de las intenciones que tenía la corona “que en la división de las pequeñas parcelas de tierra no debía hacerse ninguna división entre la gente, ya que igual tierra debía otorgarse al agricultor y a la persona común, como la gente más importante”, la aplicación práctica del derecho español sobre la tierra acabó favoreciendo las grandes propiedades. El gobierno español permitió el crecimiento de los latifundios en parte porque este tipo de explotación agrícola dominaba en los campos de Castilla, y en parte porque proporcionaba un fundamento para la formación de una aristocracia. De hecho se otorgaba preferencia en las concesiones mayores de tierra a los “particulares… otorgándose concesiones a gente de prestigio cuyos orígenes eran mejor conocidos, por los recursos económicos con que contaban y por sus importantes actividades personales”.
En la participación inicial en las tierras agrícolas en lotes más pequeños de aproximadamente tres hectáreas, llamadas caballerías, la corona confirió propiedades a casi todas las clases, dictando el propósito para el que ésta debían ser utilizadas y limitando los derechos de enajenación. Al cabo de pocos años de la concesión original el pequeño propietario tendía a enajenar la propiedad. Por ejemplo, los caciques indios que habían recibido dichas concesiones, a menudo vendían sus tierras para pagar el tributo, para obtener artículos de lujo o por las presiones que sobre ellos ejercían los colonizadores blancos, la inestabilidad de gran parte de la población española se reflejaba en las frecuentes transferencias de tierra. Los municipios españoles que habían recibido cantidades de tierra, tendían a ser pobres y subpoblados y, por lo tanto, estas parcelas caían en manos de los grandes propietarios. Quizá como reflejo del hecho que los pequeños propietarios tendían a desaparecer, para finales del siglo XVII la corona había aumentado el número de caballerías de una a dos por cada concesión, hasta seis, ocho o doce y a menudo expedía licencias para vender simultáneamente con la concesión.
Con frecuencia junto las engrandecidas concesiones para tierras agrícolas se encontraba una concesión para animales llamada diversamente el sitio, asiento o estancia. El tamaño de estas concesiones al principio era vago, pues sitio significaba “desde este sitio hasta donde alcance la vista” y una estancia era “el punto donde el hombre y las manadas nómadas finalmente se detuvieron”. Las concesiones para cría de animales estaban divididas en dos categorías: el sitio de ganado menor para la cría de borregos, el cual consistía en 780 hectáreas (aproximadamente 1,900 acres), un sitio de ganado mayor, para el ganado y los caballos, de 1,750 hectáreas (aproximadamente 4,300). Estas concesiones, que instituían en primer lugar los derechos limitados de pastoreo, formaron la verdadera base de la hacienda en México, una vez fijada su localización y trazadas sus colindancias.
Los que recibían las condiciones de los sitios y de las caballerías que eran mayores, con frecuencia aumentaban el tamaño de sus concesiones oficiales mediante la compra de tierras a los pueblos indios, los caciques y pequeños propietarios. Estas ventas a menudo adolecían de numerosas irregularidades legales. Más aun, para finales del siglo XVI la mayor parte de los terratenientes se habían descuidado en obtener la confirmación legal final de sus propiedades. Hacia finales del siglo XVI, la corona española, alega siempre ante las posibilidades de nuevos ingresos, decidió imponer un impuesto especial para legitimar, o dicho en términos jurídicos, para “arreglar” estos títulos.
Este “impuesto” iba a conducir a una concentración legal de tierras todavía mayor a mediados del siglo XVII.
En 1591, el gobierno comenzó a hacer sugerencias tentativas para que se arreglaran todos los títulos. Estas sugerencias iban emparejadas con amenazas igualmente vagas de rematar la tierra a menos que se hiciera el pago. A cambio del pago la Corona propuso otorgar titularidad perpetua para garantizar al propietario sus títulos contra cualquier demanda, excepto aquellas emprendidas por los pueblos indios, y para barrer con todas las condiciones especiales de servidumbre de la tierra. Los terratenientes, ciegos al valioso presente que la corona les otorgaba creyeron que lo que se les pedía era que compraran sus tierras dos veces y resistieron el pago. Para los terratenientes, que a menudo eran más ricos en tierra que en especie, los arreglos representaban una pesada exacción. En cuestiones pecuniarias, sin embargo, la Corona sabía cómo persistir, y en 1631, cuarenta años antes de que fueran proclamados los arreglos, el rey ordenó que se recogiera el dinero bajo la amenaza de expropiación y venta pública. Se siguieron dos patrones en la compra de estos arreglos. Ya fuera que las comunidades reunieran una suma de dinero de cada uno de los terrateniente y la pagaran colectivamente a la Corona, o que los individuos ricos pagaran sus arreglos directamente. El peso de los arreglos estaba distribuido en forma desigual. Los pequeños propietarios, con un bajo ingreso en especie, a menudo tenían que vender sus tierras: los propietarios mayores tenían menos dificultades para conseguir el dinero, ya que sus tierras podían hipotecarse fácilmente o podían establecer conexiones familiares con los mineros y comerciantes ricos.
Con la venta de esos arreglos la Corona había legalizado la concentración de la tierra en el campo, pero se multiplicaron los obstáculos para el desarrollo de un grupo independiente de pequeños agricultores y se debilitaron seriamente tanto la aldea india como el pueblo criollo. El gobierno había abdicado a la mayor parte del control sobre el campo y se había limitado al papel de mediador entre la hacienda y la aldea.
Los factores geográficos, económicos y políticos en la forma como se aplicaban al reparto de la tierra constituían solo una de las raíces de donde crecieron las haciendas. Quizá un factor más importante fue el carácter de la gente que habitaba en la Nueva España en los siglos XVI y XVII. La naturaleza de la población tendía a impedir el desarrollo de los pequeños propietarios de tierra. Por una parte, la organización de las aldeas no se adaptaba factiblemente al pequeño tenedor independiente por la otra, las aspiraciones del inmigrante español y la de su hijo mestizo, generalmente no incluían el trabajo de la tierra. El sistema de hacienda fue capaz de acomodarse a las necesidades y costumbres tanto de los indios como de los españoles, y al mismo tiempo moldeó la fuerza de trabajo según sus propios requerimientos.
Fuente:
Boortein Couturier, Edith. La hacienda de Hueyapan, 1550-1936. SEP. México, 1976, pp. 13-23
No hay comentarios:
Publicar un comentario