La selección de imágenes que incluyo esta vez nos dejan ver las distintas costumbres que hay (o hubo) en México para la celebración de los enlaces matrimoniales y será el historiador jesuita Francisco Xavier Clavijero quien nos deleite en la descripción de lo que eran los rituales del matrimonio en el pueblo mexica, veamos:
“Por lo que mira a los matrimonios de los mexicanos, intervenía mucha superstición en sus ritos pero ninguna acción ofensiva del pudor. Estaba severamente prohibido, como diremos, por las leyes de México y de Acolohuacán todo matrimonio entre personas consanguíneas o afines en primer grado, a excepción de los cuñados. Los padres eran los que concertaban el casamiento y nunca se ejecutaba sin su voluntad.
Cuando el hijo llegaba a edad proporcionada para contraer y sostener las cargas del estado, que en los hombres era de los 20 a los 22 años y en las mujeres a los 17 o 18, le buscaban mujer correspondiente a su calidad, para lo cual consultaban a los agoreros y estos, considerando el día del nacimiento del joven y de la doncella que pensaban darle, resolvían si era conveniente o no el matrimonio. Si por la combinación de los signos declaraban ominosa la alianza, se pensaba desde luego en otra mujer; si pronosticaba felicidad, se pedía la doncella a sus padres por medio de unas mujeres que llaman Cihualtlanaque o solicitadoras, que eran las más ancianas y autorizadas de la parentela del pretendiente. Estas iban por la primera vez a media noche a la casa de la doncella, llevaban un presente a sus padres y la pedían con un humilde y discreto razonamiento.
Esta primera demanda era infaliblemente rechazada por costumbre de la nación, aunque fuese ventajosa la alianza y la deseasen los mismos padres de la doncella, alegando, para no admitirla varias razones aparentes. Pasados algunos días volvían las ancianas a hacer nueva demanda con otro presente, empleando súplicas y razones para obtener su intento, dando razón de las calidades y haciendas del pretendiente y de lo que había de dar como dote la doncella, y juntamente informándose de lo que la doncella podría llevar de su parte. Esta vez respondían los padres que lo consultarían a sus deudos, que inquirirían la voluntad de su hija y avisarían a su tiempo. No volvían más aquellas ancianas a su negociación, porque los mismos padres de la doncella daban la respuesta decisiva por medio de otras mujeres de su parentela.
Obtenida finalmente la respuesta favorable y señalado el día de las bodas, después de haber exhortado a la doncella sus padres a la fidelidad y obediencia a su marido y a una tal conducta debida que mantuviese el buen nombre de su familia, la llevaban con grande acompañamiento y música a la casa del suegro, y si eran nobles la llevaban en andas. Su marido y sus suegros la recibían a la puerta de su casa con cuatro teas encendidas que llevaban cuatro mujeres. Luego que llegaba la incensaba el marido y ella le correspondía con el mismo obsequio y, tomándola de la mano, la introducían a la sala o pieza que tenían dispuesta para las bodas. Sentabanse los novios en una estera bien labrada que había en medio de la sala y junto al fuego que tenían encendido.
Un sacerdote ataba una extremidad del huipil con un apunta del tilma haciendo un nudo, y en esta ceremonia hacían consistir principalmente su contrato matrimonial. Daba luego con la mujer siete vueltas en contorno del fuego y, restituida a su estera, ofrecían ambos copal a sus dioses y se presentaban recíprocamente sus dones. Seguías inmediatamente el banquete; los novios comían en la estera dándose uno a otro los bocados y los convidados en sus respectivos lugares.
Después que los convidados se calentaban con el vino, que en estas ocasiones se bebía en abundancia, salían al patio a bailar. Los novios quedaban en su estera sin moverse de aquella pieza por espacio de cuatro días, sino cuando les precisaban que el faltar a esta ceremonia se tenía por indicio de liviandad. Todos estos cuatro días pasaban en oración y ayuno, vestidos de ropa nueva con sus ciertas insignias de los dioses de su devoción. No podían en ese tiempo lavarse ni avanzarse a alguna acción menos decente; porque tenían por cierto el castigo del cielo. Sus camas en aquellas noches eran dos esteras nuevas de enea cubierta, con unas pequeñas sábanas de plumas en medio de una piedra chalchihuite.
En los cuatro ángulos de la cama ponían unas cañas verdes y unas púas de maguey para que los novios se sacasen sangre de la lengua y de las orejas, en honra de los dioses. Los mismos sacerdotes eran los que aderezaban el lecho para santificar el matrimonio. Todo este tiempo salían los novios al oratorio a media noche a incensar a los ídolos y a ofrecerles comestibles, e incensaban también las cañas verdes. Ignoramos el misterio que tenían las cañas, las plumas y la piedra.
Fuente:
Clavijero, Francisco Xavier. Historia antigua de México. Editorial Porrúa. México, 1972. pp.195-196
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