viernes, 10 de enero de 2020

¿No es verdad, ángel de amor…? Zorrilla en México

    Sin lugar a dudas, uno de los más recurrentes versos que, quienes hablamos español conocemos, es aquel que reza lo del ángel de amor… continuamente lo oímos, sea en películas, que en televisión o en alguna conversación y esto se debe a que se volvió tradición que en el teatro se representara la obra teatral de José Zorrilla asociada a la celebración de Día de Muertos, especialmente con la variante que de unas décadas para acá se impuso en su versión cómica. “Don Juan Tenorio: drama religioso-fantástico en dos partes es un drama romántico publicado en 1844 por José Zorrilla. Constituye, junto con El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1630), atribuida a Tirso de Molina y de la que Don Juan Tenorio es deudora, una de las dos principales materializaciones literarias en lengua española del mito de Don Juan” (Wikipedia).

 Viajó a Londres en 1853, donde le acompañaron sus inseparables apuros económicos, de los que le sacó el famoso relojero Losada; por entonces compuso su famosa Serenata morisca en honor de Eugenia de Montijo, quien en ese mismo año se había casado con el emperador Napoleón III; le iban a dar la legión de honor, pero de nuevo unas cartas de su iracunda esposa dieron al traste con ello. Después marchó a México, donde pasaría once años de su vida. Llegó a Veracruz el 9 de enero de 1855 y fue acogido con entusiasmo (a pesar de que habían divulgado unas falsas quintillas a su nombre contra el país), primero por el gobierno liberal (1854-1866), pasando largas temporada en el Valle de Apan, donde vivió una nueva historia de amor con una mujer llamada Paz, y después bajo la protección y mecenazgo del emperador Maximiliano I, con una interrupción en 1858, año que pasó en Cuba. Allí comenzaron a aquejarle ataques de epilepsia que ya lo acompañarían toda la vida. (Wikipedia)

  En Cuba probó suerte en el tráfico de esclavos. Estableció una sociedad con el librero y periodista español Cipriano de las Cagigas, hijo de un reconocido negrero, para importar indios prisioneros de la guerra contra los mayas de Yucatán (México) y venderlos a las haciendas azucareras cubanas. Zorrilla compró una partida de indios en Campeche, pero la muerte de Cagigas por vómito negro (fiebre amarilla) liquidó el negocio, y Zorrilla volvió a México en marzo de 1859. Llevó en ese país una vida de aislamiento y pobreza, sin mezclarse en la guerra civil entre federalistas y unitarios. Sin embargo, cuando Maximiliano I ocupó el poder como emperador de México (1864), Zorrilla se convirtió en poeta áulico y fue nombrado director del desaparecido Teatro Nacional. (Wikipedia)

 “Ni se sabe por qué vino a México el autor del Tenorio, ni queda claro por qué se fue. Cuando en sus memorias se refiere a los preliminares de este viaje, habla de él como de su “voluntaria, extemporánea, inmotivada e injusta expatriación, porque nadie me había dado en mi patria motivo para semejante fuga”, con lo que nos deja a la luna de Valencia respecto a las verdaderas razones de su viaje ultramarino. Y cuando doce años más tarde decide regresar a España lo hace a causa de un “acontecimiento que solo dependía de Dios, que varió por completo mi posición social”, y como no nos aclara qué acontecimiento fue ese, ignoramos que quiere decir con ello. Más adelante don José Zorrilla se despide nada menos que del emperador Maximiliano, quien, a causa de “el hecho con el cual Dios acababa de hacer en mi posición social un cambio tan radical como inesperado, convino que mi viaje era inexcusable”, con lo que nos deja tan in albis como antes.
   Lo que, a efectos de este libro realmente nos interesa de don José Zorrilla, es que estuvo en México entre 1855 y 1867 y fue, por tanto, testigo excepcional de cómo era la ciudad de México en tiempos de Maximiliano.

   Perpetuamente endeudado y corto de dinero, zorrilla no tenía reparo en hacerse invitar a casa y mantel por sus amigos ricos, y se pasaba la vida “de huésped y de gorrón”, en las haciendas y propiedades de sus muchos y generosos protectores, alternando el favor de unos y de otros. No hay forastero que venga a México que no haya visitado alguna vez el restaurante San Ángel Inn, enclavado en la vivienda central de una antigua hacienda española, en lo que hoy es barrio y entonces lejano pueblo de San Ángel. Inicialmente, este lugar fue un viejo monasterio de carmelitas; posteriormente, los virreyes españoles lo convirtieron en sitio de recreo y retiro; después perteneció a los condes de Pinillas y a la marquesa de Selva Nevada. El primer embajador de España después de la independencia, don Ángel Calderón de la Barca, residió allí y en tiempos de Maximiliano pertenecía al riquísimo hacendado señor Adalid, gran protector del bate español. Hoy día, una vez expropiadas por la revolución las 36,000 hectáreas colindantes, el edificio central ha sido declarado en México monumento colonial y está protegido por las leyes para que no sea modificado ni derribado. Este bellísimo lugar es uno de los muchos que fue puesto por sus dueños a disposición del autor del Tenorio, para que vagase, soñase, cazase y escribiese sin costarle un maravedí, otro de los lugares que frecuentaba y cazaba ardillas -lo que sería considerado hoy un grave pecado cinegético- era la hacienda de Los Reyes de la que hablaremos luego.
   “Meses hacía, tal vez cerca de un año –escribe Zorrilla-, que habían hecho su entrada y se titulaban emperadores, y como tales reinaban en la capital de México Maximiliano y Carlota, y aun no me conocían ni sabían que el poeta español, autor de Don Juan Tenorio, vagaba por los floridos dominios de su nuevo imperio.

   “Extranjero en aquel país, no me creí con derecho ni obligación de hacerme reparar por los nuevos soberanos; y vuelta con ellos la paz a las ricas campiñas de la mesa central del valle, volví a mi selvática vida de los llanos de Apam y a cazar ardillas en sus haciendas de Reyes y Ometusco, mientras sus propietarios […] asistían a la mesa y saraos imperiales. Tan poco afán tuve yo de ingerirme en el imperio ni empeño de alcanzar la protección de los emperadores, como esperanza de la duración de aquella monarquía. Asistí a su entrada en la capital, y penosa fue la impresión que en mi imaginación de poeta hizo en aquella ostentosa ceremonia."
   (“No tuve empeño –dice- en alcanzar la protección de los emperadores”… ¡pero la alcanzó y la aceptó… a pesar de la poca esperanza que tenía en aquel estado de cosas ¡)
   Vivía en aquel tiempo Zorrilla en la hacienda “de los Reyes” propiedad del señor Adalid, cuando el ministro de Instrucción Pública, señor Velázquez de León, le suplicó que escribiese un poema para ser leído ante los emperadores en un acto de distribución de premios académicos que debía celebrarse en el esplendoroso marco del Palacio de Minería. “hice lo que supe, y no debí hacerlo mal –escribe modestamente el bate-. El general Wolf, que era amigo mío y se hallaba detrás de los emperadores, les dijo quien yo era; miraronme toda la noche con mucha insistencia y al siguiente día recibimos todos cuantos participamos en la velada literaria una invitación a comer en palacio. Así fue como me conocieron Maximiliano y Carlota.”
   Equivocadamente, José Luis Blasio atribuye a otro episodio, en su Maximiliano íntimo, el primer encuentro del poeta con el emperador. Pero, evidentemente, aunque no era el primero, el que relata Blasio fue el más importante.
   Refiriéndose a una visita que hizo el emperador al rico hacendado, señor Adalid, escribe: “Allí se encontraban muchas personas de México muy adictas al imperio, y allí también le fue presentado a su majestad el poeta don José Zorrilla, popular autor de Don Juan Tenorio y de tantas otras obras. Conociendo como conocía Maximiliano la lengua y la literatura española, tuvo gran placer en platicar largamente con el peta español sobre asuntos literarios.”
   “Zorrilla era de baja estatura –prosigue José Luis Blasio- un poco grueso, de regulares facciones, ojos negros, mirada muy penetrante; bigote negro y espeso, y cabellos del mismo color, un poco largos, a la usanza de los románticos.
   “Después de las comillas se improvisó un salón un concierto y una velada literaria en la que obtuvo grandes ovaciones, muy perecidas por cierto, don José Zorrilla con la recitación clara y armoniosa de algunas de sus composiciones. El emperador, que como es bien sabido era un poeta excelente, felicitó con toda cordialidad al autor de Don Juan Tenorio y le dijo que jamás había oído hablar la lengua española con tanta corrección. La velada se prolongó hasta muy entrada la noche.

   “Al día siguiente, 26 de agosto, salimos de la hacienda de Los Reyes a las seis de la mañana. En el patio ya nos esperaban todas las señoras para despedirse del emperador, y los señores Adalid, Garcés, Carrasco y Zorrilla, listos para acompañarnos
   “Al pasar un arroyo que las recientes lluvias había convertido en torrente, fue precios echar pie a tierra, pues el puente para carruajes estaba en tan mal estado que uno de ellos al pasar, había caído a las aguas y costó gran trabajo a los mozos sacarlo de aquel atolladero. Zorrilla que iba en el carruaje volcado, recibió un susto fenomenal; y, cuando ya habíamos pasado el arroyo y nos encontrábamos todos sanos y salvos, decía riendo y con mucha gracia al emperador, que no porque sabía hacer versos estaba exento de tener miedo.” Aquel mismo día, el señor Adalid, dueño de la hacienda de “Los Reyes”, quedó designado caballerizo de su majestad… y don José Zorrilla, lector de la corte imperial.
   “Me nombró su lector –confiesa Zorrilla- no para que le leyera nada, sino para hablar con un hombre ajeno a la política y saber por él lo que del país no quería ni debía preguntar a los en aquel país nacidos.”
   En definitiva, Zorrilla entró de manos de las musas por la puerta grande a la corte de Maximiliano, fue amigo y confidente el Emperador y éste le encomendó convertir en Teatro u salón de Palacio para solas de las la Emperatriz y la Corte, donde se representó en sesión memorable Don Juan Tenorio un  de noviembre de 1866, obra que doña Carlota se aprendió de memoria satisfaciendo con ello en alto grado la lícita vanidad de su autor.

 Un escritor de la época, Antonio García Cubas, recuerda este episodio y lo reseña. “las decoraciones fueron ejecutadas por el hábil escenógrafo mexicanos Ignacio Serrano quien muchas veces se hizo aplaudir en el Teatro nacional por sus artísticos telones, particularmente en los que en la época fastuosa del teatro en México, representaban los molinos y catedral de Munster de la célebre ópera El Profeta del maestro Meyebeer. Al presentarse en el salón Maximiliano y su esposa fueron saludados por la orquesta con la ejecución de la Fnfarr que en su honor compuso el gran Rossini.
   Más tarde, Zorrilla fue nombrado director del Teatro Imperial con un sueldo nada desdeñable con lo que pasó a formar parte de la corte y sentarse con asiduidad a la maesa Imperial. Pero ¡qué corte era aquella? Hablar de ello nos parece esencial, porque lo que caracteriza a la ciudad de México en ese tiempo, lo que la distingue de cualquier otro momento de su historia, es, precisamente, esta Corte singular que flotaba sobre la realidad política, social y racial de México como una obra de arte a la deriva en un mar enfurecido."

Fuente:

Luca de Tena, Torcuato. Ciudad de México en tiempos de Maximiliano. Editorial Planeta. México, 1990. pp. 115-119

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