Algunos autores dicen que hay que tener cuidado al leer a Tomas Gage, el fraile dominico inglés que llegó a Nueva España en un largo viaje, de 1625 a 1637, en el que visitó algunas de las principales ciudades como Veracruz, Puebla, México, Oaxaca, San Cristóbal, para luego adentrarse en Guatemala. De lo mucho que escribió hay pasajes que son en verdad entretenidos pero es justo allí en donde debemos tener alguna precaución pues, se dice, que Gage solía exagerar las cosas. Y ocurre que estando en lo que hoy conocemos como San Cristóbal de las Casas, hubo in incidente por demás curioso que, para que cada quién saque sus conclusiones, transcribo:
El obispado de Chiapa vale ocho mil ducados anuales lo menos, y bien los merece el buen prelado que va desde tan lejos como España a vivir en un país, cuyos habitantes son tan instruidos como don Melchor de Velasco, y donde los asnos se crían y mantienen a tan poca costa. La mayor parte de las rentas del Obispo consiste en ofrendas que todos los años recibe en las poblaciones mayores de los indios que visita una vez al año para celebrar las confirmaciones, no habiendo niño confirmado que no le dé una vela de cera blanca con una cinta, y a lo menos cuatro reales de plata. Yo he visto a algunos de los más ricos darle velas hasta de seis libras con dos varas de cinta y media peseta la vara, cubiertas de arriba de reales de ancho porque los indios ponen su vanidad en esas ofrendas.
En el tiempo que yo estaba en aquella ciudad, era obispo don Bernardo de Salazar, el cual me rogó que lo acompañara en su visita, que duró un mes, por las villas y lugares de las inmediaciones de Chiapa, y me dio el encargo de tenerle la bandeja, donde españoles y naturales echaban sus ofrendas mientras él confirmaba, y como yo tenía gran cuidado con el otro capellán de contar escrupulosamente el producto, antes de llevar el dinero al aposento del obispo hallé que al cabo del mes había recibido mil seiscientos ducados solamente de ofrendas, sin contar sus derechos de visita de las cofradías, que en aquellas tierras son muy ricas, y producen sendos pesos a los obispos en sus respectivas diócesis.
Ese obispo, como todos los demás de las Indias era sobradamente apegado al interés, pero varón de buenas costumbres, y cuyo celo en reprimir los abusos que se cometían en la iglesia le costó la vida, aun antes de que yo saliese de Chiapa.
"Las mujeres de esa ciudad se quejan constantemente de una flaqueza de estómago tan grande que no podría acabar de oír una misa rezada y mucho menos la misa mayor y el sermón, sin tomar una jícara de chocolate bien caliente y algunas tacillas de conserva o almíbar, para fortalecerse.
Con ese fin acostumbraban sus criadas a llevarle el chocolate a la iglesia en mitad de la misa o del sermón, lo que nunca se verificaba sin causar confusión y sin interrumpir los sacerdotes o predicadores. El obispo pues, queriendo corregir tal abuso por los medios de la dulzura, las exhortó varias veces, y aun las rogó que se abstuvieran de semejante escándalo; pero como vio que de nada servían sus reconvenciones amistosa, y que al contrario seguían con el mismo desorden, menospreciando sus consejos y exhortaciones, mandó fijar una excomunión a la puerta de la iglesia contra todas las personas que osaran comer o beber en el templo de dios durante los divinos oficios.
La ex comunión desagradó sobremanera a todas las mujeres con especialidad a las señoritas que dijeron a voz en cuello que si no las dejaban comer y beber en la iglesia, no podrían tampoco ellas seguir yendo. Las principales damas del pueblo que sabían la amistad que el obispo tenía con el prior y conmigo, nos suplicaron con las instancias más eficaces que hiciéramos cuanto estuviese en nuestra mano a fin de que su ilustrísima levantase la excomunión. En efecto tanto el prior como yo probamos de cuantos modos pudimos a vencer la severidad del prelado y a reducirlo a la indulgencia, alegando en favor de la costumbre del país la debilidad de las mujeres y de sus estómagos y manifestándole la aversión que le tendrían y el peligro que había de que tanto rigor causara sediciones y tumultos en la iglesia y en la ciudad, temores que se enfundaran en lo que habíamos oír decir a muchas personas.
Pero el buen pastor nos respondió que su vida no era de valor alguno para él, si había de conservarla a costa de la gloria de Dios y del lustre de su casa, y que cuando le habíamos dicho cuanto le habíamos dicho no le movería a desviarlo de la senda de sus obligaciones. Entonces las mujeres, que vieron que no mudaría de resolución, empezaron no solamente a meditarlo con tedio sino a burlarse de él a cara descubierta, haciendo mofa de su excomunión y tomando más chocolate de agua beben las peces en la mar.
Ese exceso fue un día causa de que hubiese un terrible alboroto en la iglesia catedral, alboroto en que salieron a relucir muchas espadas a los canónigos y capellanes quienes quisieron llevar a completa ejecución el mandamiento del obispo quitándole a las criadas las jícaras en que servían el chocolate a las damas. Por último viendo que no podían ganar a su ilustrísima ni con empeño ni con el escándalo, determinaron abandonar la catedra, de modo que desde entonces no se veía un alma en ella, y todo el mundo iba a oír misa a las iglesias de los conventos, donde los frailes dejaban que cada cual hiciera lo que se antojase, y siguiera sus costumbres antiguas sin más que exhortar a sus files con la mayor dulzura lo que les valió muy sendos pesos y cumplidos regalos en detrimento de la catedral a donde nadie ponía los pies.
"No duró sin embargo mucho tiempo la ventaja pacífica de esa preferencia porque el obispo se incomodó con los religiosos y mandó publicar otra excomunión contra los que no asistieran al oficio divino que se celebraba en la catedral, y las mujeres cesaron de concurrir a los conventos; mas para no ir a la catedral se quedaban en sus casas.
En medio de esas disputas y el obispo y los frailes, los canónigos y el chocolate, las criadas y los acólitos, cayó el obispo enfermo de mucha gravedad y se retiró al convento de los religiosos de Santo Domingo, persuadido de que nadie lo cuidaría mejor que el prior, en quien tenía puesta toda su confianza. Enviaron a buscar médicos a varios puntos, y todos los que acudieron afirmaron que el obispo había sido envenenado y el pobre señor lo reconoció al morir, y rogó a dios que perdonara a los autores de su muerte, y que aceptara el sacrifico de su vida que voluntariamente ofrecía por su gloria y por el honor de su casa. Su enfermedad no duró más de ocho días, y en cuanto expiró todo el cuerpo, la cabeza y la cara se hincharon, y al tocar el cadáver por cualquier parte saltaba materia, señal de la putrefacción general de todo muerto. (3)
Fuente:
1.- Gage, Tomas. Nueva relación que contiene los viajes de Tomas Gage en la Nueva España. Biblioteca Goathemala. Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala. Volumen XVIII. Capitulo XVI. Lo que aconteció a un Obispo que quiso prohibir en la iglesia el uso que hacían del Chocolate. Guatemala. 1946, pp.145-148