Entiendo que el lugar en donde menos alegría podemos encontrar es en un panteón, sin embargo, a sabiendas que en algunos de ellos se guardan excepcionales muestras de arte funerario, o una auténtica explosión de color, o magníficas demostraciones de costumbres y tradiciones arraigadas a una zona del país, al visitar Cancún no esperaba encontrar lo que allí encontré: el panteón más triste de México.
Cancún apenas cumplió 45 años de haberse fundado, los primeros que llegaron fueron para desmontar y ayudar a los Ingenieros a formar el trazo original de la ciudad, luego vendrían familias, quizá solo el padre y la madre pues, al principio, ni escuelas había. Digamos que hace 40 años se formaron los núcleos sociales originales de esto que ahora es una ciudad que rebasó en ese lapso de tiempo el millón de habitantes y que, para dentro de 20 años lo duplicará, según las tendencias de crecimiento demográfico de esa región.
Como primera oleada de migrantes a Cancún llegaron los que vivían en las zonas cercanas de Yucatán, luego lo harían los del sur del estado de Quintana Roo y Campeche, más adelante de la ciudad de México y de Acapulco. El panteón se ubicó en la parte más retirada de la incipiente ciudad, por el rumbo poniente de la Avenida López Portillo, para entonces ese era el límite de la zona urbana. En la actualidad casi se considera a esa Supermanzana como parte del Centro.
De todos esos migrantes que llegaron muchos tuvieron suerte y con la constancia del trabajo, y aprovechando la oportunidad de ser parte de la formación de una nueva ciudad lograron prosperar con sus propios negocios, pero otros, quizá la mayoría fueron a probar suerte, suerte que nunca encontraron. Algunos murieron y de ellos, los muertos, nadie se volvió a acordar según lo pudimos comprobar al ver este panteón: el mínimo mantenimiento, maleza muy crecida, tumbas en las que ni siquiera sobrevive el nombre del occiso. Una que otra tiene los vestigios de que ocasionalmente la visitan, quizá solamente el Día de Muertos; como quiera, al menos una vez al año la limpian, la colorean y le ponen flores, quizá una vea. Pero esas son las menos.
La puerta del panteón estaba abierta así que entré, era el mediodía. De inmediato quedé impresionado de dos cosas: una de la saturación, la otra del nulo mantenimiento. En mi sorpresa estaba cuando el vigilante del camposanto se me acercó y con un hostil ¿qué quiere? me di cuenta de que allí las cosas no eran, digamos que, normales. Nada, dije, vengo a ver si encuentro la tumba de una amiga que tuve aquí, murió hace como 25 años en un accidente. Fue eso lo primero que se me ocurrió decir, ya que recordé haber vivido un grave problema cuando, efectivamente una amiga se accidentó en una motocicleta y murió. Nadie sabía su nombre, solo su apodo. Fue un verdadero problema dar aviso a sus familiares.
¿Y es su pariente? me preguntó el hostil -insisto- vigilante. No, le dije, yo le comenté a sus padres que vendría y me pidieron buscara la tumba. ¿Me está diciendo la verdad? me interrogó. Oiga, le dije, ¿pues qué cree usted que yo vengo aquí a hacer algo malo o qué? Mire, aquí viene gente muy rara. A cada rato meten animales muertos en las tumbas y es un problema para mi. O hay otros que vienen a hacer sus cosas... A medida de que me decía lo que allí ocurría entendía mejor su hostilidad. Decidí cambiar el rumbo de la plática o interrogatorio. ¿Tiene mucho tiempo aquí? Huuu, sí, desde que se llenó. ¿Y siempre ha estado así? No, antes venía gente a visitar a sus muertos ahora ya pocos vienen. Bueno, pregunté, ¿puedo pasar? pues pase, me dijo y se metió en su, digamos, oficina. Esto es lo que vi:
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