Xihucóatl, la historia olvidada.
Apenas me acuerdo, yo era muy niño, yo ví como ese rayo de en mitad del cielo, de pronto, cuando se ennegreció, apareció en mitad de eso que los Padrecitos llaman firmamento, dicen que allí es donde vive Dios, ese Dios que dicen que es Dios… pues fue ese Dios el que mandó el rayo y a él, a mi tata, lo dejó inmovilizado. Él era un noble, dicen que cuando los españoles llegaron a mi pueblo, su tata, es decir, mi gran señor, era el que dominaba toda la zona, eso me contó alguien, alguien que lo conocía. Ahora que ando en el camino, fue que una persona me contó de él; ahora que ando con tanta hambre, se parte de su historia, ahora tengo hambre, mucha hambre, pero me aguanto, yo sé, que luego todo terminará y estaremos bien contentos, todos. Eso me han dicho, eso me dijo un padrecito que habla bien bonito.
Pues pasó que mi mamá murió y mi tata, que estaba bien malo y que no podía caminar se puso bien muinoso, decía cosas bien feas, eso pasó hace tiempo, yo quería ver otras cosas, yo estaba bien cansado, me acuerdo que cuando mi tata y mi nana vivían, tenían muchas tierras, de allí salían todos los mantenimientos no solo para nosotros, sino también para los que trabajaban allí, que eran muchos, todos respetaban mucho a mi tata, le hacían reverencia, le llevaban regalos y, sobre todo, le pagaban mucho, mucho dinero. Yo no se si él era feliz, pero yo vivía muy contento, mi casa no era un jacal, tampoco era uno de esos palacios que los españoles tienen, de esos bien grandes y de pura piedra, mi casa era más sencilla, pero muy grande, mi tata vivía no como español sino como indio, eso a él le gustaba mucho, sobre todo le gustaba mucho llevarle flores y velas y hacerles ceremoniales a Nuestra Madre Tonantzin, un día, él me llevó a su santuario, yo estaba bien chico, pero me acuerdo como fue que él entró, con mucho ceremonial, y mucha devoción, me acuerdo como le comenzó a decirle cosas bien bonitas, también me acuerdo que le lloró, sí, nunca antes lo había visto llorar, pero ese día, en el día de su fiesta le lloró a Nuestra Santa Madre. Me hizo pensar muchas cosas, me hizo pensar si era realmente bueno o no… eso nunca lo entendí.
Yo estaba bien niño cuando un día llegaron los españoles, esos que huelen bien feo y que tienen pelos por todos lados. Llegaron y golpearon a todos, a mis hermanos, a mis hermanas, a mi padre, yo quería decirles algo pero él, mi tata se enfrentó a ellos entonces uno sacó un gran cuchillo y sin decir nada se lo clavó en el corazón. Yo vi como los ojos de mi tata se salieron de su lugar, como fue que todo se volvió colorado, como fue que todo se impregnó de sangre. Luego nos sacaron a todos de allí y todos no supimos que hacer.
Era el tiempo en que comenzaba a hacer frío, apenas pude sacar esto que traigo puesto de esa casa en donde siempre viví bien contento, en donde comí esas cosas tan buenas que mi nana hacía, en donde siempre había un fuego que nos calentaba y que nos iluminaba. Pero eso era ya tan solo un sueño, yo no supe nada más de mis hermanos pues esa noche que llegaron los españoles corrí, corrí mucho, sabía que nos matarían a todos y fue por eso que llegué aquí a este pueblo que dicen que se llama Zinapécuaro, está bien lejos de donde yo nací, pero me vine caminando por la orilla de un gran río al que nombran Madonté y fue por eso que cuando llegué aquí, alguien que me vio que apenas podía caminar, pues estaba bien flaco, tenía muchos días que no comía, pero yo no sabía que hacer, yo solo caminaba y caminaba, entonces fue que conocí a ese señor bien bueno, no creo que era un español pues no hablaba así como esos que entraron y robaron todo a mi tata.
Cuando mi tata y mi nana estaban vivos ellos querían que yo aprendieran muchas cosas, me pusieron en una casa que le decían colegio y allí un padrecito me enseñó a pintar palabras y a leerlas, fue por eso que ahora yo puedo contar lo que a mi me pasó. Pero, cuando entraron esos señores, que eran como perros, yo pude correr, no sé si mis hermanos lo hicieron o no, pero yo corrí, corrí y cuando no pude más me caí y quedé como dormido, cuando desperté estaba ya adentro de la casa de este señor que fue bien bueno conmigo, me dio de comer, cosas bien buenas, me decía cosas bien bonitas, me rezaba y su esposa que tenía un pelo bien bonito y unos ojos también bien bonitos y grandotes, una noche, se acercó a mi y me dio un beso en la frente, yo sentí re bonito y me acordé de mi nana… esa noche me comenzó a salir agua de los ojos… esta señora luego rezó, cosas así como mi nana rezaba.
Yo ya me sentía fuerte, otra vez podía caminar y subirme a los árboles, allí en esa casa me acuerdo que había unas cosas grandotas que salían de entre las hojas y cuando las mordía tronaban, su sabor era bien bueno, nunca había probado algo así, la señora, esa señora que hablaba bien raro, como española, me dijo que se llamaban duraznos. Que buenos que eran. Y sucedió entonces, que yo les ayudaba en su casa, en su huerta, les acomodaba cosas, no como en la casa de mi tata, allí no había ni maíz ni chiles, eran otras cosas. Y sucedió entonces que una noche, llegó un montón de gente, tumbaron la puerta y las ventanas de la casa de esos que ahora eran mis patrones y los mataron, yo vi cuando les encajaron sendos cuchillotes entre la carne, yo vi como los ojos tan bonitos de la señora se fueron apagando y como fue que le arrancaron esas bolitas blancas que llevaba siempre en el cuello. Esta vez corrí, corrí a la plaza, que estaba bien cerca y allí vi a un padrecito, uno de ojos azules y con mechas blancas, iba en uno de esos animalotes que creo les dicen caballos, yo me quedé como sin ganas de moverme, el me miró con sus ojotes y me dijo, que como me llamaba, Cristóbal, Cristóbal me llamo, padrecito, le contesté. Yo sabía que era padrecito pues cuando iba a los oficios con mi nana veía que esos señores se vestían con una cosa en el pescuezo y eso era lo que ese padrecito tenía.
Y me preguntó que de donde era, yo le dije que de un lugar cercano al río que los gachupines le dicen el Grande, en el lugar donde hay gente otomite, tarasca y chichimeca y un Cristo bien bonito que está bien negro. El padrecito me dijo que el conocía el lugar y me dijo su nombre. Yo no le quería decir nada pues estaba bien espantado, de pronto se bajó del animalote, de ese que dicen es un caballo y que era blanco como las garzas y se acerca a mi y me abraza, yo estaba temblando, pensé que me daría un trancazo, pero no, me dio un abrazo y me dijo que él me quería mucho y que quería que lo ayudara para que todos los que vivimos en estos ranchos no nos golpearan más los españoles. Me acordé que mi tata me contaba que a él le pegaban mucho y que a su tata también, pero a mi siempre esos señores pálidos, del color de los santitos de los templos, la verdad nunca me pegaron, pero si vi varias veces que a otros muchachos, a otros indios como yo los golpeaban.
El padrecito fue bien bueno conmigo, me dio de comer, yo tenía retiaharta hambre, pues cuando mataron a la señora y yo corrí habían pasado como tres días y estuve escondido en un hoyo, fue donde me encontró el padrecito en su animalote blanco. Me dijo que se llamaba el padre Miguel, ah, sí, le dije, como el angelito que tiene una espadota y a todos nos cuida del infierno. Sí, me dijo, ese mismo, así me llamo yo. El padre Miguel, cuando acabé de comer esa sopa que estaba bien buena me dijo que yo era dueño de todo eso que veía, que yo debía de luchar por mi libertad. Oiga padrecito, le dije, ¿Qué cosa es la libertad? El con sus ojotes se me quedó viendo y me dijo: mira mi hijo, aquí donde tú caminas es tuyo, lo que comes es tuyo, todo lo que ves es tuyo, entonces si tú eres el dueño de todo esto es porque eres libre. Yo no le entendí nada al padrecito pero me gustaba mucho como me hablaba, me sentía bien a gusto con él, sentía como si un calorcito saliera de su cuerpo, yo que solo me tapaba con mi camisa de manta que estaba ya toda hecha pedazos luego de tanto correr y de tanto esconderme.
El padrecito me dijo que él y todos los que con él habían llegado se irían al día siguiente, me dijo que en busca de la libertad, yo no le entendí nada pero yo me fui con el padrecito y fue entonces que me dijo que cargara piedras, que esas serían como mis flechas. Yo corrí a la plaza pues había visto que había unas piedrotas negras, brillantes, de esas que cortan, pero estaban re pesadas, me agarré solo dos, grandotas, negrotas, brillosotas, las metí en mi morral y seguí al padrecito. Los huaraches ya se me habían perdido pero así, a ráiz me fui, me acordaba cuando estaba niño que me gustaba mucho andar a ráiz corriendo atrás de mi tata cuando se iba a cuidar la milpa, así que esa mañana, bien temprano, me fui siguiendo al padrecito, solo que ya no lo miré más éramos retihartos, un montón que caminábamos y caminábamos atrás de los padrecitos que iban arriba de sus animalotes.
Quien sabe por donde andábamos, la gente hablaba bien raro, no como los padrecitos que hablaban en castellano, sino otras gentes, más prietas que yo, más chaparras que yo. Las patas ya me dolían. Caminábamos mucho y yo llevaba mis piedrotas negras en la bolsa, en el morral, escondidas para que nadie las viera, el padrecito de los ojotes azules, el padrecito Miguel, me dijo que esas serían mis armas, y como el tenía los ojos del color de las virgencitas que yo miraba, me imaginaba que él fuera como su hijo. En la noche hacía un montón de frío. Yo, y otros indios que hablaban bien chistoso, nos acomodábamos entre los árboles, en bola para que no nos diera tanto frío, había mujeres, de esas prietas que saben hacer tortillas y a todos nos daban. Me acuerdo que esa noche, no se como, pero en una bolsita que acarreaba para todos lados, la señora, esa señora buena que me cuidó en Zinapécuaro, antes de que la mataran me mandó al tianguis a que le comprara algo de tequesquite y un poco de ese me lo cargaba en el morral, entonces esa noche que hacía mucho frío y que solo me dieron dos tortillas, me acordé del tequesquite, lo saqué y se lo puse a las tortillas, esa noche me dormí bien tranquilo, aunque hacía mucho frío.
Esas noches cuando andábamos quien sabe en donde, cuando se metía el sol, de pronto comenzaban a aparecer lucecitas, una, otra, un montón, parecía como cuando en el rancho se veían las luciérnagas. Así era como veía como aparecían las lucecitas. De pronto oí que andábamos por un lugar que le decían la Jordana, al otro día, como todos los días nos levantábamos antes de que se pusiera colorado el cielo y seguíamos caminando dizque a un pueblo bien grandote. Yo no se, yo solo me acuerdo que íbamos atrás del padrecito de los ojotes azules, ah, sí, del padrecito Miguel. Éramos un montón, un montonzote de indios, pero unos hablaban una cosa, otros, otra, yo no les entendía a todos, pero a los señores de los ojos azules si les entendía pues, cuando estuve en la escuela, aprendí a hablar como ellos.
Caminamos y caminamos, tenía mucha hambre, pero hambre he tenido desde que mataron a mi tata, desde entonces no como todos los días, aunque hay veces que siento, aquí en la panza como que trajera conejos que me brincan, dicen que estoy flaco, pero, no se, yo siempre he estado así.
La caminata siguió por muchas horas, todo el día hasta cuando estaba bien oscuro. Llegamos a un pueblo en donde la gente trabajaba haciendo telas, de esas bien calientitas, me hubiera gustado una de esas meras, pues en las noches hacía retiharto frío. Por eso me juntaba con otros muchachos, como de mi edad, había un montón de mi edad, no nos conocíamos, pero igual en la noche nos hacíamos bola todos juntos para no sentir tanto el frío pues nos dormíamos viendo las estrellas en el cielo. Ese día no comí nada, las señoras que hacían las tortillas cuando llegaron a donde estabamos nosotros, que era al mero final del montón de gente, ya se les habían acabado, así que esa noche, me brincaron los conejos.
Nos alzamos antes de que saliera el sol, nos fuimos caminando, se oía bien lejos unos pitos y unos tambores, también alcanzaba a oír a otros padrecitos que se ponían a rezar, todo el camino se la pasaban rezando, pero no así como habla el padre Miguel, sino en un modo bien diferente, cuando los oía hasta me daba miedo, luego encendían el copal y salía un montón de humo, y por la humareda nos guiábamos. Fue entonces que llegamos a un pueblo que se llama Ixtlahuaca, desos nombres bien raros, pero no se porque me aprendí como se llama. Entramos hasta la plaza y allí esperamos un poco. No tardó en llegar el padre Miguel, y fue cuando sonaron las campanas como hacía mucho tiempo no las oía, bien fuerte, hasta parecía que nos fueran a reventar la cabeza.
En eso, que llega el padre Miguel, le agarró una muina bien fuerte, los ojotes azules se le salían de la cara y comenzó a decir cosas bien feas, arrancó un papel que estaba pegado en la puerta del templo, y la misa comenzó. Yo me quedé afuera con un montón de gente. Allí si alcancé además de varias tortillas, un pedazo de guajolote… me dio mucho gusto, comerme esa piernota de guajolote, hasta me dormí luego luego, abrazando siempre mi bolsa, mi morral donde llevaba mis dos piedrotas, listas para aventárselas al que me dijera el padrecito Miguel. Había noches en que las limpiaba, hasta brillaban cuando había luna, eso fue solo una noche, una noche que se vio la luna, bien bonita, bien grandota redonda, arriba, en el cielo.
P’al otro día igual me alcé temprano, cuando aun estaba oscuro y se veía esa estrellota en el cielo, y una vez más a caminar. Las patas las traía hasta con sangre pues los huaraches no los había conseguido. Pero cada que oía al padrecito Miguel, ni frío, ni hambre, ni el dolor de las patas sentía. Nos decía cosas bien bonitas y nos hablaba de manera en que lo entendíamos muy bien. Ese día que era domingo fuimos a misa, no en el templo, sino en el monte, con el aire bien frío. Esa mañana yo ya ni me quería levantar, estaba re cansado pero ni modo que me regresara, si no tenía ni pa donde. Era el día de uno de los apóstoles, desos que nos hablan tanto en los templos, de uno que le sale como lumbre de la cabeza, ni me acuerdo su nombre. Y ahí seguimos, camine y camine… oyendo los pitos y los tambores. Oyendo a los padrecitos con sus letanías y fue que llegamos a un pueblote, pero pueblote, bien grande. Esa vez me dieron un atole y un tamal, hasta el frío se me quitó. Nos pusieron a rezar mucho, hasta que nos quedamos dormidos.
Y donde que al otro día, llegan otros padrecitos, de los que se visten como mujeres, con esas faldas largas y como del color de la tierra. Nos dijeron que nos fuéramos, pal rumbo de donde sale el sol, y ahí vamos todo ese montón, dentro de poco sería el día de los muertitos, bueno, el día que los padrecitos dicen que es de los muertitos, porque mi tata me decía que era en otro día. Otra vez nos tocó dormir en el monte, solo que esa vez ni pudimos dormir, hacía retiharto frío, pero mucho, de esos que te sale como humo de la boca y que te hace temblar como cuando te enfermas. Lo bueno es que éramos un montón, pero más bastantes que antes, todavía ni salía el sol cuando nos dijeron que nos moviéramos y que comenzáramos a caminar, y que si veíamos algún gachupín, que lo apedreáramos. Yo llevaba mi morral abrazado, con mis piedrotas negras, brillosas, bonitas y listas para aventarlas cuando el padrecito me lo dijera.
Entonces fue que entramos a un lugar lleno de árboles, desos bien grandotes, había como humo que salía de entre los arbolotes, de pronto que se oye un tronido, como si hubiera caído un rayo del cielo, pero no estaba lloviendo y aparecieron un montón de esos animalotes, como ese donde se montaba el padrecito Miguel. Y comenzó a oler bien feo, pal rato que se oyen más truenos y yo sentí una cosa bien fea arriba del ombligo. Me caí, viendo al cielo y pasó brincando uno de esos animalotes como si volara, me dio mucho miedo, pero no me podía mover, saqué mi piedra para aventársela, pero no llegaba el padrecito Miguel y no me podía mover, entonces comencé a ver todo colorado, así como cuando comienza el día, o como cuando se está acabando, el frío se me quitó, yo no podía agarrar la piedra que llevaba en mi morral, la tenía lista, el padrecito me dijo que cuando viera un gachupín se la aventara a la cabeza, pero no me podía mover, veía todo rojo, ya no veía los arbolotes, solo veía todo rojo, y sentía calor, como si el sol lo tuviera encima, y le grité al padrecito, le grité mucho para que viniera por mí, entonces oí otro trueno y ya no me pude mover más, mi morral se quedó allí, tirado junto a mi, con mis dos piedrotas negras, brillosas, limpiecitas. Se me cerraron los ojos y ya no supe nada más.