La reforma agraria mexicana ha sido un proceso complejo y prolongado. La reforma tuvo su origen en una revolución popular de gran envergadura, y se desarrolló durante una guerra civil. El Plan de Ayala, propuesto por Emiliano Zapata y adoptado en 1911, exigía la devolución a los pueblos de las tierras que habían sido concentradas en las haciendas. En 1912 algunos jefes militares revolucionarios hicieron los primeros repartos de tierras. En 1915 las tres fuerzas revolucionarias más importantes, el constitucionalismo, el villismo y el zapatismo, promulgaron las leyes agrarias. La atención al pedido generalizado de tierras se convirtió en condición de la pacificación y del restablecimiento de un gobierno nacional hegemónico: la constitución de 1917 incluyó el reparto de tierras en su artículo 27. Desde entonces, y con sucesivas adecuaciones hasta 1992, el reparto de tierras fue mandato constitucional y política del Estado mexicano. Dicho reparto sigue siendo prerrogativa del Estado si se concibe la reforma agraria como un concepto más amplio que la mera distribución de la propiedad.
Durante el largo período que se extiende de 1911 a 1992 se entregaron a los campesinos algo más de 100 millones de hectáreas de tierras, equivalentes a la mitad del territorio de México y a cerca de las dos terceras partes de la propiedad rústica total del país. Según las Resoluciones Presidenciales de dotación de tierras, se establecieron unos 30 000 ejidos y comunidades que incluyeron 3,1 millones de jefes de familia, aunque según el último Censo Agropecuario de 1991 se consideraron como ejidatarios y comuneros 3,5 millones de los individuos encuestados. Afines del siglo XX, la propiedad social comprendía el 70 por ciento de los casi 5 millones de propietarios rústicos y la mayoría de los productores agropecuarios de México. (Tomado de La reforma agraria mexicana: una visión de largo plazo - Arturo Warman. Para leer el artículo completo, entra aquí.)
Independientemente de lo que haya sucedido en otra parte de México, en el Bajío no existe evidencia que haga pensar que el periodo conocido como el Porfiriato (1876-1910) haya presenciado alguna concentración de tenencia de la tierra. De hecho, como el censo registró que el número de haciendas y ranchos en el estado de Guanajuato aumentó de 442 y 2716 en 1882 a 534 y 3900 en 1910, respectivamente, resulta obvio que el tamaño promedio de estas unidades disminuyó. En León aun cuando las haciendas más grandes como Otates, Santa Rosa y Sandía no se dividieron hubo otras como Palote, Sauces, Pompa, Loza y Hoya que se fraccionaron y se vendieron en fracciones. El ejemplo más notable de este último grupo lo proporciona, con mucho, la San Nicolás que en 1894 fue dividida en diez ranchos por la viuda y los hijos de Miguel Urteaga Septién. Además, como estas propiedades solo comprendían 1 ¾ caballerías o acres, se sobreentiende que el lejano rancho de Septién llamado noria, ya había sido vendido. De esta manera, la propiedad que tan pacientemente había formado Agustín de Septién y Montero en la década de 1740, después de haber estado en posesión de cuatro generaciones de la misma familia, finalmente desapareció del mapa.
Como comentario sobre el valor de las tierras cercanas a los límites de la ciudad, que constantemente se iban expandiendo, mencionaremos que en 1922 una caballería de la antigua hacienda de San Nicolás se vendió en 19,000 pesos.
Si la desintegración de las haciendas ocurría sin mayores explicaciones en parte se debía a que era frecuente que los propietarios ya hubieran abandonado el cultivo directo de sus haciendas y le hubieran alquilado la tierra a agricultores arrendatarios y a medieros. En efecto, la mayoría de los observadores estaba de acuerdo en que al inicio del siglo xix en casi todas las haciendas del centro de México solo se cultivaban “las tierras irrigadas o humedad” y le dejaban el resto de la propiedad a la empresa campesina. Hasta en el valle de Toluca el gran latifundio de Gavia estaba rentado a más de 2,000 “arrendatarios y aparceros”. Sin embargo los orígenes, desarrollo y extensión total del cultivo a media son temas que aún no han sido desarrollados y que están a la espera de un historiador que lo haga. Basta decir que en 1910 la práctica se había hecho tan frecuente, que un estudioso de agricultura previó una evolución natural en la cual, debido a que el precio del maíz estaba a la baja por las tendencias mundiales, los peones en las haciendas primero se dedicarían a la aparecería y luego se convertirían en labradores en su propio derecho. Muchos terratenientes, según sostenía “han comenzado a subdividir sus tierras y a entregarlas a los medieros y a los arrendatarios”. Además, otras fuentes dan fe de que hasta en provincia en donde este proceso aún estaba por incoarse, los propietarios ya proveían la fragmentación definitiva de sus haciendas. A su manera de ver el principal obstáculo de esa operación era la naturaleza indolente e imprevisora del peón mexicano.
El testimonio oral en León afirma que para 1910 prácticamente todo el maíz que se cultivaba en las haciendas era producido por los medieros. Las rentas variaban entre un tercio y la mitad de la cosecha, despendiendo de que los arrendatarios poseyeran sus propias yuntas de arar o de que se las alquilaran al patrón. Además muchas propiedades aun poseían grandes extensiones de tierra de riego administradas directamente por el dueño, que estaban dedicadas al cultivo de trigo. Los medieros del maíz trabajaban como alquilados durante la cosecha de trigo. El archivo municipal conserva un documento que consigna este dato; es una lista mecanografiada, fechada en 1925, que registra la presencia de solo 135 peones acasillados en más de 40 haciendas. Para tomar solo las propiedades más grandes, mencionaremos que Santa Rosa empleaba únicamente a 49 peones en contraste con 460 aparceros y que en Sandía las cifras eran 15 contra 150, respectivamente. Es cierto que estas cantidades tal vez reflejen la desorganización causada por la Revolución. En una solicitud posterior de una donación de tierra ejidal, los trabajadores que residían en Duarte argumentaban que el casco estaba en ruinas y que ellos eran medieros que poseían suficientes yuntas para arar e implementos para mantener la producción, este indicio de una cierta propagación de prosperidad se confirma con una petición similar de Losa en donde sus residentes aseguraban que regularmente obtenían la mitad de la cosecha anual de trigo, maíz y chile. Desde luego que ninguna discusión sobre los cambios en los ingresos reales de los trabajadores agrícolas pueden dejar de lado la magnitud del área que se alquilaba a los medieros.
Con el estallido de la Revolución desapareció para siempre la remota esperanza de una evolución natural en la cual el papel de las fuerzas del mercado indujeran a la desintegración de la gran propiedad. Tanto los campesinos del centro de México como los caudillos ambiciosos del norte buscaban la fragmentación de la hacienda tradicional. Estas aspiraciones duales –a restitución o extensión de las tierras comunales y la promoción de la agricultura capitalista- encontraron su expresión en la constitución promulgada en 1917. El famoso artículo agrario, el número 27, primero definía a la nación misma como la dueña principal de todo el territorio dentro de la república y, por tanto, con poder para autorizar o abrogar todos los derechos individuales relacionados con propiedad de tierra. De manera explícita exigía la disolución de los latifundios a fin de: a) fomentar el desarrollo de la pequeña propiedad que después se definió como un rancho de no más de doscientos 40 acres de tierra de riego y 480 acres de tierra de temporal y, b) proporcionar a todos los “núcleos de población” tierras suficientes para cubrir sus necesidades, donación que cuando se consideraba aconsejable podía manejarse como tenencia comunal. Desde el principio, por tanto, la reforma agraria en México contemplaba el doble propósito de fomentar la agricultura comercial y satisfacer los reclamos del campesinado tradicional.
La aplicación de la Constitución sin embargo, se aplazó por el temor de que una expropiación inmediata o drástica pusiera en peligro la producción de alimentos y el flujo de las exportaciones. Por otra parte, una vez que los pueblos por lo general de ascendencia indígena, habían recibido sus tierras, de inmediato surgió el debate sobre la naturaleza legal precisa del ejido, como se le llamaba ahora a las donaciones comunales. Después de todo, el México mestizo tenía poca experiencia con este tipo de propiedad. No fue sino hasta 1925-27 cuando se expidieron las leyes reglamentarias que definían las tierras ejidales como inalienables, con título de propiedad conferidos a la comunidad, pero con el usufructo ejercido por medio de parcelas individuales o familiares que tenían una extensión de 7 a 18 acres. Según el código agrario de marzo de 1934 cualquier asentamiento rural de 25 casas, sin importar su estatus u ocupación anterior, podía solicitar la concesión de un ejido.
Aun cuando en años posteriores el ejido llegó a considerarse como una institución colectivista, por no decir socialista, durante la década de 1920 el presidente Calles defendió simplemente la tenencia comunal como un medio legal introducido para salvaguardar las parcelas de los pequeños campesinos y evitar que fueran absorbidas por las propiedades vecinas. Además distinguió claramente el nivel de campesinos pobres que requerían protección, de los que llamó hombres de “mayor energía e iniciativa”, que por lo general eran antiguos arrendatarios o medieros que debían convertirse en pequeños propietarios. Todavía en 1929 una declaración del partido oficial concebía tres clases en el campo mexicano que comprendían al campesinado pobre de los ejidos, los campesinos medios con sus propia casa y los “empresarios agrícolas” de medios e iniciativa más considerable”. No obstante, aun cuando el presidente Lázaro Cárdenas 81935-40) ser sin duda partidario del ejido como el principal instrumento de la reforma agraria, su gobierno también inició la práctica de expedirle a los pequeños propietarios títulos de inafecabilidad, títulos de propiedad que certificaba que la tierra en cuestión era una pequeña propiedad genuina y por tanto no se podía expropiar para donaciones de ejido. En la década de 1930 el área bajo tenencia comunal se expandió para abarcar casi la mitad de la tierra de labranza en México; acción igualada con un aumento también significativo, del número de pequeñas propiedades. Después de todo mucho de los líderes de la revolución eran rancheros que, en la misma forma que muchos de los campesinos de Morelos, deseaban aumentar los intereses de su clase y de su familia.
Fuente:
Brading, David A. Haciendas y ranchos del Bajío. León 1700-1860. Grijalbo. México, 1988. pp. 345-350
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