Uno de los episodios más dramáticos que hay en la Historia de México es, creo yo, la expulsión de los Jesuitas, cosa que ocurre el 24 de junio de 1767, Jueves de Corpus y es eso de lo que hoy abordamos, apoyándonos en el libro de José Mariano Dávila Arrillaga, del cual hago los siguientes extractos del capítulo correspondiente al mencionado episodio:
En efecto llegado el día 24 de Junio de ese año, se citó al caer la tarde á las autoridades expresadas, al Capitán de la Acordada, al mayor de plaza y sin duda también á los jefes de los regimientos que estaban en México, para que sin demora ni que se divulgase aquel importante secreto estuviese pronto el auxilio de la fuerza armada para aquella ejecución: se llamó además al único dueño de imprenta que entonces había en la Capital, que lo era el Presbítero D. José Hogal, á quien se detuvo como arrestado en una pieza distante, para que sin imponerse del asunto de que iba á tratarse, se tuviese á mano para la impresión del Bando que debía publicarse el día siguiente.
Reunida ya la junta, bien avanzada la noche se abrió el último pliego, y leído delante de los concurrentes se procedió al nombramiento de los individuos que debían de pasar á intimar el decreto á las cinco casas que tenía la Compañía en la Capital.
El marqués de Croix, hombre sumamente ignorante en derecho, tanto cuanto servil y ciego en obsequiar las órdenes de la Corte, le impuso silencio con su acostumbrado: "Así lo manda el Rey mi amo, y así se ha de cumplir". Replicó el Decano con la misma firmeza que antes, negándose resueltamente á ser instrumento de aquella iniquidad; lo que irritando más al Virrey le impuso arresto allí mismo, pena de la vida, frase de ese tiempo, hasta el día siguiente que estuviese ya cumplida la disposición del Soberano. Siguióse el nombramiento interrumpido, señalándose otro individuo para la casa Profesa: se dieron las instrucciones necesarias según lo prevenido de la Corte para aquel acto, se extendió la minuta del Bando, y llamándose al Pbro. Hogal, lo llevó el Virrey delante de un balcón, diciéndole estas palabras: "este Bando se imprime ahora mismo en la casa de V. bajo el concepto de que si se divulga su contenido antes de su publicación el día de mañana, lo mando ahorcar en este mismo salón:" palabras que dichas por aquel terrible Virrey, muy capaz de hacer lo que decía, de tal suerte amedrentaron al dicho Presbítero, que se asegura, que él mismo imprimió, tiró los ejemplares pedidos, deshizo la planta, y llevó al Virrey los impresos antes de la hora asignada, de paso diremos, que el grande concepto que se tenía de la integridad del Sr. Valcárcel y el debido aprecio á sus luces y servicios, le sirvieron de escudo en esta ocasión, en que mucho se temió por su tenaz resistencia en obedecer el decreto de extrañamiento de los Jesuitas, si no por su vida, á lo menos por su desgracia en la Corte y la pérdida de su empleo; pero no fue así, sino que posteriormente recibió nuevos honores y gracias, entre otras, el título de Consejero de Indias, la jubilación con todo el sueldo y retención de sus comisiones, en el caso de que no quisiese admitir, como en efecto no admitió, el empleo de Regente que entonces se creó, sustituyéndose al de Decano de la Audiencia.
Prosigamos la historia. Según parece la tropa estaba sobre las armas durante ese tiempo: así es que al aviso del Mayor de plaza se fueron apostando varios piquetes, algunos hasta de doscientos hombres en las boca calles que conducían inmediatamente á las casas de los Jesuitas, llevando además un dragón montado en cada uno de ellos, para que diesen parte de cualquiera novedad á Palacio, con la prevención de que fuesen al paso sin correr. Entre tanto permanecieron el Virrey, el Arzobispo y los demás vocales que no habían sido nombrados para la ejecución, en espera del resultado.
Llegados los comisionados á cada una de las casas con su respectivo piquete, llamaron pronta y violentamente á la puerta, diciendo que abriesen de orden del Rey; y abierta que fue, apoderándose del portero, ocupó la tropa el campanario, entradas interiores de la iglesia, puertas regulares ó falsas y otros lugares que creyeron convenientes: en seguida previno el comisionado se llamase por el mismo portero al Superior de la casa, para convocar por su conducto a la comunidad. La ocupación de la Casa Profesa, igual en todo a la de las demás casas, la describe un testigo ocular en estos términos: "El comisionado regio para intimar el decreto en la Casa Profesa, fue el Fiscal de la Audiencia de Manila, D. José Antonio Areche, el mismo que acababa de residenciar con un desusado rigor al marqués de Cruillas, anterior Virrey: luego que se le presentó el P. Prepósito José Utrera, le preguntó por el P. Provincial, é informado de que se hallaba en la Visita, pero que probablemente en ese día estaría en Querétaro, se dio parte inmediatamente al Virrey, y sin esperar su respuesta le intimó que reuniese á la comunidad, no á toque de campana sino ocurriendo á los aposentos, con la prevención de que se reunieran al lugar que acostumbraban para los actos religiosos; prevención que se hizo en todas las demás casas, de que tenemos noticias.
Eran las cuatro de la mañana, hora en que dejaban los Padres el lecho; y así es que muy pronto, por medio de los Despertadores se reunieron todos en la capilla interior, (que era puntualmente la que servía en el que después fue Oratorio de S. Felipe Neri, para la fiesta solemne en la salida de Ejercicios). Reunidos allí se les leyó el decreto del Rey intimándoles el destierro de sus dominios; y aunque todos sin excepción manifestaron sin ninguna réplica su pronta y fiel obediencia, se les ordenó que la suscribiesen de propia mano, todos y cada uno. Estaba muy avanzada esta operación, cuando uno de los presentes hizo notar que en esa Capilla estaba el depósito de la Santísima Eucaristía; á cuya observación atónito el comisionado, lleno de reverencia á lo sagrado del lugar, se excusó con religiosas palabras, de que ignorando lo santo del lugar, hubiera ejercido en él actos judiciales: admitieron todos aquella piadosa excusa, disculpándose igualmente de que sorprendidos de la novedad y como se les previno que acudiesen al sitio donde se reunían á sus actos religiosos, ninguno hasta entonces lo había advertido.
Aumentóse entonces la amargura interior de los Jesuitas, pues al mismo tiempo se les previno que sacando de la capilla los ornamentos y vasos sagrados se destinase aquel lugar para la guardia de la tropa que había acompañado al comisionado: "Dolor profundo, dicen las memorias de donde tomamos esta relación: dolor profundo fue para nosotros que en aquella capilla en que tantos años había sido venerado el Dios escondido en las especies Sacramentales, como en su real gabinete, dando grata audiencia á sus privados y amigos; por la tarde después de haber servido de cárcel á los Jesuitas, ya era cuartel de soldados, para comer, beber y jugar, profanada con toda especie de libertinas chocarrerías."
Hízose en efecto de aquel modo prudente: salieron todos los colegiales con el menor estrépito posible en los tres días asignados: en la noche del 27 pasaron secretamente los Padres al Colegio máximo, y el 28 á la madrugada el P. Parreño al convento del Carmen en calidad de arrestado, para rendir allí sus cuentas, providencia que se hizo extensiva en los demás Colegios y casas dé la Provincia, á todos los que habían tenido a su cargo el manejo de los intereses. Salidos todos los Jesuitas residentes en México el día 28 y los siguientes, se ocupó el Colegio por el Regimiento de Flandes el que desocupando los mayores salones para cuadras, los libros de su rica Biblioteca fueron arrojados unos a la calle y otros encerrados en una bodega baja y húmeda; y como es costumbre en los soldados, de tal suerte maltrataron el edificio, que como dice un escritor contemporáneo, todo S. Ildefonso presentaba el aspecto de un real tomado, y saqueado por el enemigo. A su tiempo se verá lo que se dispuso respecto de este Colegio.
El 25 de Junio en la noche le fue notificada por un Comisionado real la pragmática sanción por la que Carlos III desterraba á los Jesuitas de todos sus dominios, advirtiéndole de paso, que no se le había hecho saber aquel mismo día en la madrugada como se le tenía mandado, en razón de que siendo la octava de Corpus, en que se celebraba una función solemnísima en la Iglesia, se hallaba el pueblo lleno de gente de los lugares inmediatos, lo que podría dar ocasión á algún motín si llegaba á traslucirse la noticia de su expulsión. El P. Arce respondió que él y sus súbditos estaban dispuestos á obedecer rendidamente la orden del soberano, y á salir del Colegio cuando y del modo que se les previniese.
Después de la intimación del Decreto, los Jesuitas quedaron presos en la Casa Profesa y demás Colegios, sin permitírseles ninguna comunicación exterior, con guardia en cada una de las casas, menos en S. Ildefonso, y repartidos varios vivaques en las calles inmediatas para contener cualquiera manifestación hostil del pueblo que rodeaba las casas de los Jesuitas, dando gritos de dolor por su pérdida, ritos que llegaban á oídos de los arrestados, que oyéndose nombrar muchos de ellos por lo conocidos que eran por sus limosnas á los pobres, hacían un eco dolorosísimo en los corazones de todos, aunque sin hacerles perder aquella virtuosa tranquilidad que habían manifestado cuando se les intimó el decreto. Entre tanto las familias acomodadas, de las que muchas contaban miembros en la Compañía, otras maestros, y todas casi, directores y amigos, trabajaban con el Visitador D. José de Gálvez, que regenteaba con el mayor calor la partida, para que ya que no se les permitía despedirse personalmente de ellos, no se les negase auxiliarlos para su largo viaje, proporcionándoles todos los alivios que en aquellas tristes circunstancias exigían la piedad, la gratitud, el amor y liberalidad, virtudes tan propias en todos tiempos de los mexicanos. Como debía suponerse que el viaje hasta Veracruz se iba á disponer se hiciera caminando todos los Padres en cabalgaduras, sin excepción de edad ni condición, suplicaron al Visitador, que á lo menos hasta adelante de Puebla, donde terminaba en esa época el camino carretero, se les concediese ir en coches, á cuyo efecto todos los particulares ofrecieron los suyos, proposición que fue obsequiada, así como las demás, si no por compasión de parte de los perseguidores, á lo menos por temor de las consecuencias que podían resultar de un semejante desaire.
La salida de los Jesuitas de México ha sido referida en estos términos: "Llega el 28 de Junio, y en coches mandados por particulares montan los Jesuitas y emprenden el camino de Veracruz. Rompen la marcha los de la Casa Profesa, á los que sucesivamente van reuniéndose los de los demás Colegios de la capital: un doloroso clamor se escucha por todos los ángulos del entristecido suelo de México; y sus desconsolados habitantes, ancianos, mujeres y niños, cubierto el corazón de luto, reclaman á grandes gritos y piden no se les arranquen sus amigos, sus consoladores y sus padres. El inmenso gentío rodea los carruajes, que casi lleva en peso; y según las lágrimas que se derraman, parece á los Jesuitas, que han llegado ya al océano que los aguarda. Pero ellos llevan su abnegación hasta el heroísmo. Con el corazón partido de dolor, pero resignados, pero intrépidos, obedecen sin murmurar. Con la frente ceñida de la doble aureola de la ciencia y de la virtud, se ocultan á los testimonios de afecto que se les prodigan, y á las bendiciones que por doquiera les siguen: apartan los ojos para que no se enternezca su valor con el desgarrador espectáculo de los dolores y desesperación del pueblo, para que no se vean las lágrimas que les arrancan, no sus propios infortunios, sino la profunda desolación en que su ausencia va á dejar sumida una tierra regada con sus sudores y fecundizada con sus ingenios y sus inmensos trabajos De esta suerte, casi sofocados por la muchedumbre, que en tristes y repetidas voces nombraba ya á este, ya al otro y ya á muchos de los Padres que allí caminan; ya recordando los particulares ó generales beneficios que de sus manos han recibido; ya lamentando su pérdida; ya testificando, en fin, lo eterno de su gratitud y lo invariable de su memoria, llega el ilustre escuadrón de los proscritos al santuario de Guadalupe, que entonces se hallaba en el antiguo camino de Puebla, y donde se les había permitido entrar por unos breves momentos.—Descienden los Jesuitas de los coches, y se presenta otra nueva escena de llanto á ellos y la multitud que los acompaña. Entran al templo donde se venera la augusta Madre de Dios, que también se ha querido llamar Madre de los mexicanos; y postrados ante la hermosa imagen objeto del más tierno culto de todo corazón americano, imploran su protección, se despiden de ella, y hacen los últimos y más ardientes votos por la felicidad de un pueblo que los idolatra y los llora... Los ojos todos de la multitud se fijan en ellos; pero los suyos no se apartan de la divina pintura á la que habían ya levantado aras en la Europa á la que elevarán nuevas en los lugares donde van á residir, y a la que contemplan como la estrella que les servirá de consuelo y guía en su larga peregrinación por ásperos caminos y procelosos mares. __Salen por fin del santuario, con los rostros humedecidos de lágrimas, aunque llenos los corazones de consuelos, aquellos respetables religiosos, y prosiguen una marcha á cada paso más y más dolorosa pues cuanto les escita el agradecimiento de las finas demostraciones del pesar público, les agrava la pena y el dolor de ir perdiendo de vista á los que los seguían con el corazón y con el alma. Continúan su camino siempre con iguales muestras de sentimiento de parte de los pueblos pues como los Jesuitas misionaban con frecuencia en todos por pequeños que fueran, por doquiera eran conocidos, estimados y objeto de veneración."
En Puebla se reunieron á los Padres de los Colegios de esa ciudad á quienes también facilitaron carruajes sus vecinos, y todos juntos sin dárseles mayor descanso salieron para Veracruz, quedando once enteramente inutilizados para caminar, repartidos en varios hospitales con la misma condición que los detenidos en México, entre ellos dos dementes, el estudiante Joaquín Castro, y el Coadjutor Antonio Lozano, que fueron trasladados á San Roque: había igualmente un sacerdote que se hallaba en el mismo caso, el P. Juan Ramírez pero, ó no se creyó su locura, ó gozaba en esos días momentos lúcidos, por lo que marchó con los demás, y según entendemos fue este quien tuvo un trágico y escandaloso fin en la Habana.
La entrada de los Jesuitas en Jalapa pareció como de triunfo, aunque mezclado con amargura: las calles, ventanas, azoteas y balcones estaban llenos de toda clase de gentes, manifestando en sus rostros más tristeza que curiosidad: el gentío en las calles fue tan inmenso, porque sin duda á la noticia de su salida había ocurrido mucha gente de los Pueblos inmediatos, que la tropa que escoltaba á los expatriados tuvo que abrirse paso á culatazos, porque todos querían verlos y despedirse de ellos: de Jalapa pasaron adelante: pero como allí terminaba en ese tiempo el camino carretero, prosiguieron la caminata en cabalgaduras de toda clase, tanto por el gran número de los desterrados, como por la precipitación con que se dispuso su marcha: así es que unas bestias iban en pelo, otras estaban llenas de mañas, las había insoportables por su paso, y las mejores no pasarían en sus arneses de las usuales de los moradores de esos Pueblos, que no son los más aventajados jinetes de nuestro país.
La caminata, en consecuencia, fue molestísima para unos hombres acostumbrados á la vida de los Colegios; ancianos enfermizos, jóvenes delicados, y personas que disfrutaban de las comodidades compatibles con su pobreza religiosa: muchos no tolerando la andadura de las bestias por aquellos sitios ásperos y pedregosos, hicieron la mayor parte del camino á pie; otros caían frecuentemente á tierra, y á más del golpe sufrían graves contusiones: atendiendo, en fin, al pésimo estado que guardaban entonces los caminos nuestros, puede decirse que aquellas veinticinco leguas de uno á otro punto, fueron las más penosas que tuvieron que atravesar los Jesuitas en su largo camino terrestre hasta Italia. Por fin llegaron á Veracruz, y allí se fueron reuniendo los Jesuitas de los demás Colegios de la Provincia; mas no los de las Misiones, que llegaron con mucha posterioridad, como diremos después ascendiendo el número de los detenidos en ese lugar insalubre y en la peor época del año, á más de cuatrocientos: solamente quedaron en Querétaro el P. José Zamora y en Guatemala el H. Martin Barroso, anciano decrépito. De lo ocurrido en ese puerto hasta el embarque, de los en él detenidos, para la Habana y posteriormente para Europa, hablaremos después de referir lo que pasó en las Misiones.
Fuente:
Dávila y Arrillaga, José Mariano. Continuación de la Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España del padre Francisco Javier Alegre. Tomo I. Imprenta del Colegio de Artes y Oficios. Puebla, 1888, pp. 287-306
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