No es el primer recuerdo que tengo de la Ciudad de México, ese lo tengo con San Juan de Letrán, pero si uno de los primeros: caminar por cuadras y cuadras y más cuadras del Paseo de la Reforma... ir engolosinándome con sus glorietas, edificios, esculturas. Cuando lo descubrí no me pregunté nada sobre su construcción, sino ¿cuándo termina? era infinito... ahora tengo más repuestas que preguntas al cuándo, como y por qué...
Su majestad el emperador se había levantado, como de costumbre, a las cuatro de la mañana; acordado con su secretario privado a la luz de un candelabro que fue palideciendo conforme entraba en puntillas, la claridad primero rojiza, dorada luego, del día. Un criado moreno, mudo como una sombra, sirvió a su majestad una taza de café cuando en el gran reloj sonaron las siete. Su majestad se incorporó, salió del despacho, llegose hasta la gran terraza donde le aguardaba el caballerango. Montó partió. Como todos los días cabalgaría hasta las nueve –hora del almuerzo con Carlota- ahora paseaba, por la terraza oriental del Castillo.
Carlota había bajado al bosque a recorrer las calzadas, dar órdenes, admirando la corpulencia y la altura de los viejos arboles decorados de heno por él encanecido. Fue ella a quien contó a su augusto esposo que ahí en las peñas, abajo del castillo, había una especie de toscos camafeos con los rostros estilizados de los emperadores aztecas, según explicación que le dieron don José Fernando Ramírez y don Faustino Galicia Chimalpopoca.
Maximiliano vio a lo lejos entre el aire clarísimo, dentro de un noble silencio tendido como un manto sobre la ciudad. En torno del castillo y del bosque, las grandes haciendas de los morales, del cebollón, el rancho de la hormiga. Más allá la teja, y el verdor húmedo, vigoroso, del ejido. Espejos rotos y dispersos encharcaban, entre copudos árboles, otros rumbos de la ciudad. Por ejemplo: hacia el Paseo Nuevo, cuya recta, como una cicatriz, trazaba el camino más corto entre la estatua de ese Borbón ventrudo, Carlos IV, y la garita de Belén.
Para llegar a esta, había que recorrer todo el largo de la calzada del acueducto, con sus anchos 904 arcos: con los pasos que ellos parecían dar mientras –el agua al hombro, manada en la dulzura de la fuente de Netzahualcóyotl-, llegaba a verterla en la fuente del Salto del Agua. (De esos arcos, nos quedan veinte, para muestra). En la garita de Belén se podía doblar a la izquierda para entrar, por el Paseo de Bucareli, hasta la dichosa estatua; y luego, hacia palacio, a la derecha y todo recto por la calzada del Calvario, Corpus Christi, San Francisco y Plateros.
Hubo otra vía, también frecuentada por el emperador siempre a lo largo de un acueducto; pero esta, por la Verónica, del que había empezado a ver derribado sus mil arcos en 1851, y vería caer el último en 1889, en su recorrido: doble portador de agua delgada de Santa Fe y gorda de Chapultepec, este acueducto vertía agua en la hermosa fuente de la Tlaxpana (de que no queda rastro), seguía por San Cosme, Puente de Alvarado, San Hipólito… hasta la fuente o caja repartidora de la Mariscala. Pero por cualquiera de los dos caminos hacia palacio, siempre surgía, como el eje manco de un imaginario compás, la estatua de Carlos IV, puesta ahí desde una docena de años antes, y ahora –en 1864- referida como principio y límite del Paseo de Bucareli.
A Maximiliano se le encendió, de pronto, el foco. Trazó con la azul mirada una línea recta de la terraza a la estatua y visualizó una calzada ancha, arbolada, por la cual cabalgar, o recorrerla a bordo de la imperial carroza; cortando, a cortando el camino para ir directamente de la oficina a casa, de casa a la oficina; sin rodear por las garitas; ni de Belén ni de San Cosme; de Chapultepec al que ya entonces tenía acreditado su nombre de Zócalo.
Pensó en Carla, se llamaría Calzada de la Emperatriz. A ella estaría dedicado este regalo que Maximiliano hacía a la ciudad: a Carla, tan amante del aire libre y saludable de los jardines; que cultivaba el pequeño suyo con plantas raras en palacio; que se ocupaba en hermosear la Alameda y en explorar, desgrosar, conocer, disfrutar el bosque de Chapultepec. Como en Viena, como en París… Maximiliano prefiguró una calzada, un paseo que eventualmente supliera al muy descuidado de Bucareli: con glorietas rítmicamente esparcidas, con fuentes en ellas…
Lo que Maximiliano oteaba desde su terraza eran los “pedazos de tierra” configurados en diversas escrituras desde los tiempos de Cortés con esa vaga denominación: Ejidos en general de la ciudad para que en ellos pastase el ganado, se cultivasen granos, y eventualmente creciera la capital de la Nueva España. Ya en el siglo independiente, el 17 de julio del muy constitucional año de 1824, el H. Ayuntamiento había alquilado “a censo enfitéutico” por cinco años y a razón de 1,555 pesos anuales, los ejidos llamados de la Verónica que comprendían el Potrero de la Orca. Júzguese de la expresión de tal potrero al considerar que tenía por límites: al oriente, el Paseo de Bucareli, al poniente, el rancho de la Casa Blanca y el de los Once Mil Árboles; al norte, la Calzada para el guarda del Calvario y su prolongación al Rancho de San Rafael; y al sur, el Potrero de Atlampa y los cuartos y la Calzada de la Teja.
Al potrero de la Orca iban a hacer ejercicio los soldados; y como ello acarreaba perjuicios al arrendatario don Ignacio Vega, este obtuvo una rebajita de 400 pesos anuales en el alquiler del ejido, de suerte que quedó en pagar y ya no 1,555, sino 1,155.
Como tampoco pagó esta renta, a los tres años de su morosidad: el 27 de octubre de 1827, el Ayuntamiento transfirió el usufructo del ejido a don Manuel Silva ya en 3660 pesos anuales. Tampoco cumplió el hombre; y en el 1852, apareció por ahí don Francisco Abreu, a punto de construir el Teatro Iturbide (sede actual de la H. Cámara de Diputados) con 5850 pesos de rentas atrasadas del potrero, que el gobierno le proporcionó. Para no hacer más largo el cuento (pues aún podría citarse que en tan grande extensión de terreno, en un tris estuvo que se construyera la penitenciaría, ya que quedaban relativamente cerca la Acordada y la Junta de Cárceles), el dueño con quien tuvieron que tratar los funcionarios de Maximiliano para la adquisición de la faja necesaria para el trazo de la Calzada fue don Francisco Somera. (1)
Fuente:
1.- Novo, Salvador. Los paseos de la Ciudad de México. Testimonios del Fondo. FCE. México, 1974. pp. 35-37
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