lunes, 26 de noviembre de 2018

De bandidos y asaltos en tiempo de Santa Anna... 1840 ca.

  Cuando hice la convocatoria, que nada tiene que ver con estos tiempos que nos tocaron vivir de consultas, fue para darle el lugar que merecen, que les corresponde, a los seguidores de El Bable, especialmente en estas ante vísperas y vísperas del X Aniversario, preguntando qué tema gustaría que tratara. Alguien levantó la mano y propuso sobre los asaltos a las diligencias, así que, hurgando por ahí, encuentro esto que escribió Albert Gilliam al respecto:

   Así avanzamos dos o tres cuadras; de repente doblamos una esquina y en ella vimos a varios hombres embozados que se estacionaban a lo largo de la banqueta; cuando pasó el chocheo, uno de ellos le dio la señal de que se detuviese. Nuestro buen hombre no le hizo caso y siguió su marcha, dando un latigazo a los caballos; uno de los miembros de la banda no pareció dispuesto a dejarnos pasar y sacó una carabina con la que apuntó al cochero. El pobre diablo tuvo que detenerse y seis individuos se nos acercaron llegando a cometer la osadía de encaramarse sobre la diligencia. Al meter su cabeza por la ventana uno de los ladrones se encontró con la boca de mi pistola y, cortesmente, me preguntó si se trata de la diligencia que iba hacia la capital. Se le respondió que la nuestra iba camino de Guadalajara; se nos dejó partir sanos y salvos. Todo el resto de la noche conservé mis manos sobre la pistola, dispuesto a pelear apenas oyese la terrible amenaza: “boca abajo”, que era tan común en México.
  Aproveché la ocasión para bajarme del carro, y lo primero que vi fue al conductor mirando hacia atrás con mucha atención; yo dirigí también mis ojos hacia ese lugar. A poco, advertí que seis hombres bien montados avanzaban a toda velocidad hacia nosotros. Mi amigo movió la cabeza y el cochero continuó reparando lentamente la avería. Tres de los hombres desmontaron cerca, los otros se dirigieron hacia nosotros y se colocaron junto a mí.
   No fue muy difícil descubrir de que se trataba, y yo no estaba desprovisto para enfrentarme a una emergencia de ese género: en cada una de mis bolsas llevaba yo una pistola de doble cañón y un cuchillo. Puse mis manos sobre las pistolas, tomando la determinación de no empezar la ofensiva, sino de vigilar a los atacantes. El jefe de los bandidos –así l imaginé- empezó a hablar con mi amigo, en tanto que los otros cinco me rodeaban. Pude advertir que la conversación giraba en torno mío; me alejé unos pasos de mis guardianes pero me siguieron, en tanto que mi amigo me hacía indicaciones con la cabeza. El cochero había acabado de reparar su coche y esperaba calmadamente el fin de la aventura. Los bandidos se alejaron y nosotros montamos en la diligencia y seguimos hacia Querétaro. En esa ciudad pude saber, gracias a un intérprete que mi amigo evitó que nos robasen asegurando a los bandidos que no teníamos dinero, o por lo menos apenas el suficiente para pagar nuestros gastos hasta Lagos, y que además, siendo yo extranjero, estaba provisto de una buena pistola por lo que tendrían que arriesgarse para asegurar una pobre suma. Mis sirvientes y el intérprete continuaban ejercitando sus ojos dirigiéndolos a la retaguardia y examinando detenidamente la llanura. Marcelino comentó que si bien no tenía bienes que perder, los ladrones nunca desperdiciaban la ocasión de insultar a los pobres criados, llamándoles perros perezosos y azotándoles fuertemente, en tanto que el amo era tratado gentilmente, agradeciéndole que fura tan industrioso y capaz de amasar tan magníficas fortunas.
   Los bandidos nos lanzaron miradas impertinentes, examinando nuestras caras y nuestro equipaje pero sin hacer ningún signo hostil. Si lo hubiesen hecho, tanto mi compañero como yo hubiésemos defendido nuestras vidas y nuestros enseres, pues estábamos bien preparados para encuentros de este tipo. Pensábamos dividirnos el campo de acción controlando con nuestras pistolas al enemigo. Escapamos del peligro quizá porque viajábamos en el coche del sacerdote y también porque éramos extranjeros.
   Este estado de cosa imperante en un país que se dice civilizado y cristiano, y que permite costumbres bárbaras y deshonestas, ha de asombrar a los otros reinos de la Cristiandad; pero multitud de viajeros han confirmado esta verdad, viajeros que han tendido como yo, la osadía de atravesar el territorio de este desdichado país. Es muy peligros exponerse a viajar por aquí si no se toman las precauciones necesarias para defenderse en caso de ataque…
  En cada lugar que parábamos se nos contaban historia de robos y asesinatos. Los ladrones en México son tan abundantes como los mosquitos en el Mississippi… sentí que mi deber era estar preparado para recibirlos como se merecían… habíamos recorrido dos leguas cuando encontramos los cadáveres de dos hombres que habían sido asesinados el día anterior: uno de ellos había recibido un tiro, mientras que el otro mostraba múltiples heridas de sable.

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