Se ha dicho ya, que en aquel palacio subterráneo había cuatro departamentos, de los cuales el primero era el templo de la divinidad zapoteca: ahora debernos agregar, que el segundo estaba destinado para sepulcro del sumo pontífice y sus ministros, y que el tercero era cementerio de los reyes de Teozapotlán. Cuando alguno de éstos fallecía, su cadáver era vestido con sus mejores ropas, y adornado con ricas joyas que colgaban del cuello en forma de collares, ó rodeaban los brazos como pulseras: esbelto penacho de vistosas plumas coronaba sus sienes: en el brazo izquierdo le ponían el escudo y en la mano derecha el venablo de que había usado en la guerra.
Así engalanado, era sentado en un rico asiento y llevado en hombros con gran acompañamiento de lo más noble de la tierra, desde la capital de su reino hasta el lugar de su eterno descanso. En el camino sonaban con lúgubre tono desacordes instrumentos, á cuyo eco se mezclaban los sollozos y tristes lamentos de la muchedumbre. Cuando la música cesaba, los cantores entonaban poéticas lamentaciones, publicando las hazañas y refiriendo la vida toda del monarca. Por intervalos se detenía la procesión bajo enramadas fúnebres, y en Mitla se preparaba una suntuosa pira en que se ponía y era quemado el cadáver. El último departamento tenía una puerta cerrada con una pesada losa que se levantaba en determinadas ocasiones.
Los cuerpos de las víctimas, después del sacrificio, eran arrojados allí. Los capitanes que habían perecido en la guerra, aunque el combate se hubiese librado en lejanas tierras, eran también conducidos y sepultados allí. Muchos otros, cuando estaban perseguidos por la pobreza ó la enfermedad, solicitaban del sumo sacerdote poner fin á su infortunio, penetrando en la profunda cueva que se extendía al otro lado de la puerta: la losa entonces se levantaba, y dando paso al desgraciado que buscaba allí el descanso en sus penas y las grandes ferias de sus antepasados, caía de nuevo cerrando la puerta por mucho tiempo.
El infeliz indio que había entrado en tan lóbrega gruta buscando el bienestar y la dicha, quedaba en ella sepultado vivo; vagaba por algunos días en las tinieblas tropezando con huesos descarnados y cadáveres en putrefacción, aislado de todo el género humano, destituido de todo socorro, sin esperanza aún de que pudieran ser oídos sus lamentos, y en fin, desfallecido por el hambre ó devorado por venenosos insectos, él mismo perecía.
Se dice que esa cueva corre debajo de tierra no menos de cien leguas. Burgoa entiende que no exceden á treinta y cuenta que después de la conquista, sabida su extremada profundidad por algunas personas curiosas, se propusieron reconocerla en toda su extensión. Llegado el día que señalaron, encendidas las teas, tendidos los cordeles para evitar un fatal extravío y seguidos de muchedumbre de indios, varios religiosos de Santo Domingo y personas principales de la ciudad, descendieron al palacio subterráneo é hicieron levantar la losa que cerraba la puerta de la gruta. Adelantaron algunos pasos en aquella sombría mansión de los muertos, y á la luz de las antorchas distinguieron prolongadas filas de gruesas columnas que sustentaban la techumbre.
Hubieran continuado adelante en aquellas lóbregas galerías, si el miedo importuno no les da un poderoso asalto. Pero observaron que el suelo era húmedo en extremo, que se arrastraban cerca peligrosas sabandijas y que el aire que se respiraba distaba mucho de ser puro; á esto se agregó que un golpe de viento súbitamente apagó las teas: se apresuraron, pues, todos á salir, tapiando en seguida la entrada con cal y cantos, como permanece hasta el día.
Algunos pueblos tenían su panteón particular: en medio de un valle ó en la cumbre de una colina se aplanaba un pedazo de terreno dispuesto en cuadro perfectamente orientado, á cuyos lados se levantaban pequeñas eminencias, cerritos artificiales, cada uno de los cuales contenía en el corazón el sepulcro de un cacique.
Practicando excavaciones y removiendo la tierra superficial de tales eminencias, se descubre la última morada de aquellos poderosos señores, por lo regular en forma de sala cuadrilonga con su puerta de entrada, y en medio de uno de los muros abierto un pequeño nicho de que se extraen lebrillos, marmitas y otros objetos de barro, y además, un busto de metal ó de barro representando la figura humana. Se ha creído que fuesen tales esculturas idolillos; pero es más probable que solo hayan sido retratos del finado depositado allí.
Así lo persuade por una parte la exactitud y perfección con que sin parecerse unas á otras imitan los contornos y expresión del rostro de los indios, y por otra, las noticias en este sentido que no faltan y que consignan los historiadores. "Otra manera de sacrificio fingido tenían, dice Torquemada, y era este: Cuando alguno moría ahogado ó de muerte, que no lo quemaban como acostumbraban comúnmente, sino que lo enterraban, hacían unas imágenes que los representaban, y poníanlas en los altares de los ídolos, y mucha ofrenda de pan y vino juntamente, el cual sacrificio era muy acepto al demonio y de los indios muy usado."
Es verdad que en los sepulcros se encuentran juntamente con estas efigies, restos de maíz y otros granos; pero no entiendo que hayan sido puestos allí en clase de ofrenda á la divinidad, sino como provisiones para el viaje al otro mundo: me fundo, primero, en que también se encuentran armas, instrumentos de labranza, calzados y otros objetos que no se ofrecían en los altares; y segundo, en la persuasión que tenían de la resurrección de los cuerpos, no el último día de los tiempos, como lo creemos los católicos, sino inmediatamente después de la muerte, debiendo, antes de llegar á su destino final, atravesar ríos caudalosos y solitarias comarcas, en las que se dejarían sentir con todo su rigor el cansancio, el hambre y el frío, si no se llevaba suficiente provisión de abrigos y víveres.
Perseverando aún muchos en esta creencia, acostumbran todavía enterrar á sus muertos con un surtido de pimiento y tortillas, algunos vestidos nuevos y el instrumento músico que tocaron durante su vida presente, juzgando que más allá de la tumba tendrán ocasión de modular gratas armonías.
Fuente:
Gay, José Antonio. Historia de Oaxaca. T-1. Imprenta del Comercio. México, 1881, pp. 135-139
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