viernes, 18 de mayo de 2018

Rumbo al Quinto Centenario: algo para reflexionar

Encuentro un texto contundente que nos dice mucho, directo y al grano en pocas palabras, es apenas una cuartilla de las 277 que conforman el libro del maestro Benítez:

  “La Nueva España no era un país próspero y pacífico como afirman los escritores amantes del virreinato. Era una enorme colonia cuya prosperidad monopolizaban el alto clero, los latifundistas, los comerciantes y los mineros y de ningún modo un reino justo, ordenado y tranquilo. Dos motines sangrientos estallaron en la ciudad de México en 1624 y en 1692. Centenares de negros rebeldes fueron degollados. La inquisición organizó sus crueles autos de fe, los indios se rebelaron en el norte, en el istmo de Tehuantepec y en Yucatán, y si hubo largos periodos de paz, esta paz la impusieron la cárcel, el destierro, el garrote, la horca, las hogueras inquisitoriales y la represión interiorizada.

 El tono de la vida no fue cortesana sino esencialmente monacal. El poder y la influencia del virrey se limitaban a la política, a la administración y al ejército; pero la iglesia y, sobre todo, los activos jesuitas ejercían un dominio absoluto sobre las almas, los hogares y el mismo palacio virreinal mediante el manejo de ciertas ideas torales, aceptadas por todos.

  En primer lugar, se creía firmemente en la inmortalidad del alma y esta creencia determinaba que todos se preocuparan de su destino después de la muerte. La idea de un alama, un cielo y un infierno eterno derivaba de la noción de un dios severo y omnipotente y de un demonio muy activo y poderoso, aunque finalmente sujeto a la voluntad divina.

 El modelo existencial de aquella sociedad ya no era el Pantocrator románico sino el Cristo golpeado y humillado, coronado de espinas, clavado en la cruz, el Cristo muerto por salvar a los seres humanos del pecado original.

 La Nueva España era un país semejante a una gigantesca pirámide natural y, como las grandes pirámides, ocultaba otras en su interior. Cuando se rascaba un poco, aquí y allá surgían tumbas y fragmentos de ciudades arrasadas. No es por azar que en los tiempos arcaicos brotaran en arcilla muchachas hermosas y sonrientes, símbolos de una fecundidad dichosa, que fueron desplazadas por dioses enmascarados y temibles.

 Parte de esta riqueza estaba ya sepultada antes de que llegaran los conquistadores. Las nuevas ciudades, levantadas sobre las ruinas de culturas vencidas, quedaron a su vez hechas polvo y con sus piedras se edificaron iglesias, monasterios y palacios.

 En el siglo XVI se pensó en educar a los indios, en llevar la utopía de Tomás Moro al nuevo Mundo y se formaron poblaciones de donde todos fueran iguales ente Cristo. Una elite aprendió latín y español, transcribió poemas, cantos y ritos, ilustró códices y libros, pero la utopía de los humanistas no sobrevivió a la codicia. Sobre sus despojos se erigió una colonia donde ha reinado desde entonces la desigualdad más afrentosa.

 Para los indios, la conquista y sus compañeras: la peste y la esclavitud con sus marcas de fuego en la cara, supusieron una derrota de tal magnitud que nunca se han recobrado de sus efectos. En el valle de México la población, que era de un millón y medio, se redujo a setenta mil. Sus libros sagrados se quemaron, sus dioses fueron despedazados.

 La religión, unida al poder político produjo a Carlos V y a Felipe II, considerados los faraones de su época. España subyugó a Europa, expulsó a los moros y a los judíos, descubrió nuevos mundos. Fue la dueña del mundo; pero la triada religión-política-economía engendró la intolerancia, la burocracia estatal y eclesiástica, y España y Portugal se derrumbaron. Lo que en un momento produjo el estallido del genio hispánico, se convirtió en su ruina. 

 El descubrimiento, la conquista y colonización del Nuevo Mundo supusieron una sangría –la población peninsular que era de diez millones bajó a ocho millones- y la enorme e inesperada riqueza de las minas americanas destruyó la industria, la ganadería y la minería española. El oro y la plata se dilapidaron en guerras religiosas, en importaciones de mercancías que España era incapaz de producir y en especulaciones. La fama y la riqueza ya no la obtenían los guerreros sino los clérigos.

Fuente:

Benítez, Fernando. Los demonios en el convento. Ediciones Era, México, 1989. pp.13-14

2 comentarios:

  1. Leyenda negra y más leyenda negra acompañada con sus respectivos datos dudosos y manipulados a modo para construir toda una historia (o histeria) de victimismo y oscurantismo. Eso de que los indios eran un millón y bajaron a 70,000 es increíblemente ofensivo, porque entonces hoy seríamos una sociedad como la cubana, parte de la colombiana o argentina en las que la gente muestra más rasgos caucásicos, españoles y europeos mezclados que la mexicana. Pero curiosamente a dia de hoy cuando uno sale a las calles de la CDMX, lo primero que ve son indios, cuando uno va al EDOMEX, hay más indios, y los mismos se siguen multiplicando por millones cuando uno va a sur este del país y en buena medida también en el norte. Eso de que los españoles "exterminaron y asesinaron" a los nativos es ofensivo a toda inteligencia y es una verborrea sin sentido cuando no tiene coherencia con lo que se ve en la realidad. Ya que claramente se respetó la vida de la INMENSA mayoría y se les dio idioma, nombres y apellidos españoles.

    ResponderEliminar
  2. Asombrosa capacidad de síntesis del Maestro Benítez.

    ResponderEliminar