domingo, 22 de julio de 2018

La reflexión de Octavio Paz sobre las fiestas y los mexicanos

   Fiestas patronales son muchas, a lo largo del año, especialmente en el verano se incrementan... claro es, si en Europa es el mejor tiempo que hay, y a sabiendas de que fue de allá que nos llegó la religión y esta manera peculiar de celebrar las festividades asociadas con santos y advocaciones marianas; las fiestas son cosa común, especialmente cuando vivimos en pueblos y ciudades pequeñas, ni que decir de las fiestas de rancho y sus tradicionales "bajadas de obispo". Con todas esas ideas en la cabeza, dispongámonos a leer con atención un texto ya clásico, apenas una cuartilla, de lo que Octavio Paz define como la fiesta mexicana (filosofía pura):

  El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual. Y esta tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas. El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos, agrios y puros y sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados.

    Nuestro calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del general Zaragoza. Cada año, el 15 de septiembre a las once de la noche, en todas las plazas de México celebramos la fiesta del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año. Durante los días que preceden y suceden al 12 de diciembre, el tiempo suspende su carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana siempre inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto, de danza y juerga, de comunión y comilona con los más antiguo y secreto de México. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se reconcilian.

   Pero no bastan las fiestas que ofrecen a todo el país la Iglesia y la república. La vida de cada ciudad y de cada pueblo está regida por un santo, al que se festeja con devoción y regularidad. Los barrios y los gremios tienen también sus fiestas anuales, sus ceremonias y sus ferias. Y, en fin, cada uno de nosotros —ateos, católicos o indiferentes— poseemos nuestro santo, al que cada año honramos. Son incalculables las fiestas que celebramos y los recursos y tiempo que gastamos en festejar.





 








Fuente:

Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. Ediciones Cuadernos Americanos, México, 1950. Dicha edición se terminó de imprimir el día 15 de febrero de 1950, en los talleres de la Editorial Cultura, en la ciudad de México. Tomada del sitio https://www.ensayistas.org/antologia/XXA/paz/paz2.htm

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