Encuentro una tremenda curiosidad que ocurría en Celaya hacia 1838, según lo relata el geógrafo y etnólogo austriaco Isidore Löwenstren en su libro México, memorias de un viajero, (disponible en FCE). Sobre este libro, la maestra Margarita Pierini dice: “El cronista austriaco, como la mayor parte de los viajeros, no fue un escritor profesional, sus narraciones son testimonio de su viaje alrededor del mundo. El volumen dedicado a México es el más extenso de su producción y se caracteriza por su rechazo a la vida y la cultura mexicanas. Lo que hace singular a este cronista es el hecho de ser el representante más extremo (hasta llegar casi a lo risible) de la crítica negativa sobre México entre los viajeros de su época y, en segundo lugar, su condición de vocero de una ideología tendiente a instaurar en México una monarquía europea”. Y la anécdota celayense es:
"Celaya está a 12 leguas de Querétaro. Bajé al mesón situado sobre la plaza pública. Ahí ocupé un cuarto en el primer piso, de donde disfrutaba de una vista extendida sobre las montañas que rodean la ciudad, al mismo tiempo que veía bajo mis ventanas el mercado, donde numerosos frutos europeos, tales como duraznos, uvas, peras, estaban instalados.
Envié a mi mozo a que me comprara algunos, dándole un peso, para que me trajera el cambio. Sabía que los tlacos (baja moneda) del departamento de México no tenían curso en el de Guanajuato, en donde la ciudad de Celaya está situada, como tampoco en el de Querétaro, lo que es todavía uno de los bellos restos del sistema federal. Yo no esperaba entonces, a nada menos que el cambio que me iban a entregar, que consistía en pequeños pedazos de jabón, de los que se sirven en este lugar como único cambio.
Esas piezas de jabón son de 78 milímetros de largo, sobre 13 de alto y 36 de ancho; pesan 50 gramos. De un lado se encuentra el nombre de “Galván”, y del otro la cifra 2, que indica el valor nominal de la pieza, es decir, dos tlacos.
La historia nos enseña que ciudades sitiadas se servían de monedas opcionales de cobre, estaño, cuero, papel; los salvajes hasta hacen uso, en algunos lugares, de cacao, conchas, dientes de peces; pero yo me lisonjeo de haber sido el primero en enriquecer la numismática con la moneda de jabón. Pero, en el fondo, esta moneda, que posee al menos un cierto valor, ¿no es aún preferible, toda molesta y ridícula que sea, a esos billetes de algunos cientos en el papel moneda de los bancos particulares de los angloamericanos, cuya garantía principal no consistía más que en el crédito que los ingleses, deslumbrados por las empresas gigantescas que veían ejecutarse más allá del Atlántico, habían abierto a los americanos, sin pensar que esas maravillas de la industria se ejecutaban a sus expensas?
Y este sistema de moneda de jabón en Celaya no es aún preferible al de los tlacos, de cobre, que el estado de México hizo acuñar hace algunos años, forzando al público a tomarlos por el doble de su valor (una cuartilla), hasta que los angloamericanos y otros especuladores (buenos patriotas mexicanos). Se conoce en México al principal individuo que hizo esta falsificación, y que, lejos de haber sido penado por falsificador, juega en la capital un gran rol por los frutos de su noble industria. Apuntaron a un triste fin a esta operación financiera inundando al país con esos tlacos acuñados en los Estados Unidos.
Recibí en Celaya la más amable acogida del coronel don Pedro Cortazar, hermano del célebre general, cuyo regimiento de dragones es el mejor de la República, y tan bien disciplinado como equipado. Gracias a su complacencia, pude sacar buen provecho de mi corta estadía. Celaya es una hermosa ciudad, agradable y muy poblada. El número de sus habitantes de 10,000.
[…] Dejé Celaya con una impresión de las más favorables que me haya dejado aún ninguna ciudad de México: consecuencias de los progresos que ahí se ven, la actividad, del orden y de la seguridad que ahí reinan.
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