martes, 10 de noviembre de 2020

El culto a la virgen de Juquila en Oaxaca

Por haber comenzado á criarse culto en este tiempo á la Virgen de Juquila, se hace necesario tejer su historia, de bastante interés para el pueblo oaxaqueño. Con el nombre de Juquila se conoce una pequeña imagen de la Madre de Dios, generalmente venerada y visitada desde entonces año por año por miles de devotos. Tiene una tercia de vara y el grueso de dos dedos de alto y viste una túnica sobre la que cae el manto que se desprende de los hombros y se tercia airosamente bajo el brazo izquierdo. El cabello se extiende sobre el ropaje, las manos están unidas ante el pecho y los ojos modestamente inclinados. Perteneció primeramente á Fr. Jordán de Santa Catalina, pasando luego, por donación de este religioso, al poder de un indio natural de Amialtepec, piadoso y gran devoto de María. Los vecinos de Amialtepec, á donde la llevó su nuevo dueño, cobraron á la imagen singular afecto, visitándola con frecuencia é invocándola en sus necesidades. 
Sin duda aquellas preces fueron bien acogidas por la Reina de los cielos, pues se contaban maravillas obradas por su intercesión, y tanto, que pronto la fama voló por los pueblos circunvecinos y aun llegó á lugares distantes, de donde partían devotos peregrinos para visitar el jacal de Amialtepec que guardaba la Santa Imagen. La noticia de tales acontecimientos llegó al cura del lugar, D. Jacinto Escudero, arcediano después de Guadalajara, persona instruida y sensata, quien, para evitar abusos, fáciles de cometer con pretexto de devoción en una casa privada, lejos de la vigilancia de los sacerdotes, venciendo la resistencia del propietario de la sagrada estatua, la trasladó al templo. Allí la devoción creció y los peregrinos aumentaron considerablemente.
Corría el año de 1633. Cuando llegó el invierno, los indios pusieron fuego á la hierba seca del monte, como es costumbre entre ellos, para lograr en la primavera pasto verde para los ganados. Esta vez el fuego cundió rápidamente, y ayudado del viento, muy en breve hizo presa de los jacales de Amialtepec. Los habitantes huyeron, y desde un crestón cercano de su montaña vieron sus casas devoradas por las llamas, y el templo mismo en que estaba la imagen de la Virgen hecho pábulo del voraz incendio: templo y casas desaparecieron. Pasado el peligro, y repuestos los indios del susto, al volver sobre el ennegrecido suelo para recoger lo que de sus casas hubiese perdonado el fuego, vieron con sorpresa que el templo era, en efecto, un montón de cenizas, pero que sobre éstas quedaba entera, con sus vestidos intactos, aunque ligeramente ahumada, la estatua de María.
De este acontecimiento quedó memoria en un cuadro que el Dr. D. Manuel Ruiz y Cervantes asegura haber visto, en que estaba pintado el incendio con esta inscripción: "Milagrosa imagen de Nuestra Señora de Amialtepec, en donde quemándose toda la iglesia y el altar en que estaba colocada, pasado el incendio, se halló sobre las cenizas del templo, sin quemarse ni aun el vestido." El P. maestro Fr. Nicolás Arrazola, persona docta, que escribió sobre el caso, dice que el hecho está autenticado, y en comprobación de él cita á los párrocos de aquel lugar, Escudero, ya mencionado, y Casaus, que fue después penitenciario de Oaxaca; á los Sres. Patricio Carmona, José Santos Ofendí y Antonio Ayuro, recomendable por su buen juicio y acertado criterio, y en fin, el acuerdo y uniformidad de cuantos presenciaron el acontecimiento, que unánimes lo expusieron como se ha referido, bajo la fe del juramento, en el expediente que se instruyó al efecto, como consta en documentos antiguos que el mismo Arrazola leyó y tuvo en su poder.
Se puede dar, en efecto, por inconcuso el hecho de haberse conservado incombusta la estatua de la Santísima Virgen, sin que por eso sea necesario para explicarlo acudir á milagros que no se deben aceptar sino cuando son tan incontrovertibles como los que autoriza la Iglesia con su aprobación. Lo que no es dudoso es que aquel suceso causó viva sensación en Oaxaca, cooperando en buena parte á conmover los ánimos el párroco Escudero con sus consultas dirigidas á las personas más caracterizadas y doctas de la ciudad. Muchos de los vecinos de ésta, de los pueblos inmediatos y aun de las más lejanas montañas de Oaxaca, desde luego se pusieron en marcha hacia el pueblo de Amialtepec, resueltos á ver por sí mismos las señales del prodigio que se contaba. No deben haberse arrepentido de su viaje, pues desde entonces comenzó, para continuar hasta nuestros días, la anual peregrinación de los oaxaqueños, que desde fines de Noviembre salen de todas partes, á millares, dirigiendo sus pasos al pueblo de Juquila, llevando en su corazón la segura confianza de que sus males desaparecerán en la presencia de la Sagrada Imagen.
Hacia esta época también se comenzó á edificar el hermoso santuario de Juquila. La Santísima Virgen, que ya se había hecho conocer de un modo admirable en la pequeña estatua del pueblo de Amialtepec, según antes hemos indicado, sin duda alguna no había plegado el magnífico brazo de su liberalidad, puesto que por ella se sentían beneficiados los oaxaqueños que de todas partes la buscaban con devoción creciente. Los curas del lugar, residiendo en Santa Catalina Juquila, no se resolvían sino con disgusto á tener en un pueblo sujeto y distante tan venerado objeto. Trataron, pues, de llevar á la cabecera la santa imagen. Los indios de Amialtepec lo resistieron. Los curas, en uso de su autoridad, llevaron á efecto la traslación; mas á pocos días desapareció la estatua, dejándose ver en Amialtepec el siguiente día. Los curas hicieron valer su autoridad y trasladaron segunda vez la imagen, que como la primera ocasión, desapareció sin saberse el modo. Repitiéronse varias veces estas escenas, sin que las fuertes cerraduras, vigilantes guardianes y otras precauciones de los párrocos fuesen bastantes á impedir la fuga de la santa estatua al pueblo de Amialtepec, atribuyéndose por muchos á milagro lo que según el sentir de otros era un hurto piadoso de los indios. Por fin, en tiempo del Sr. Maldonado y hacia 1719, en virtud de un decreto episcopal, quedó definitivamente colocada la santa Virgen en Santa Catalina Ju quila, siendo el cura que logró el intento el Lic. D. Manuel Cayetano Casaus de Acuña.
Allí se le edificó un templo de paja, al que anualmente acudía y acude gran multitud, sin que en el espacio de tres siglos se haya notado disminución ó resfrío en la devoción de los fieles. El móvil de esta gran muchedumbre no es el comercio, y la prueba es que apenas ha pasado la misa el día de la fiesta cuando el pueblo ha quedado ya casi vacío, tornándose la mayor parte de los concurrentes á sus hogares, sino el amor que profesan á la Madre de Dios. Para estar en su presencia el 8 del mes de Diciembre, salen con anticipación sus devotos de pueblos distantes, formando cordones de peregrinos que se alcanzan unos á otros en los caminos. En el lugar se ven llegar cojos; ciegos, enfermos de todas clases llenos de fe y alentados por la segura confianza con que esperan el remedio de sus males. Durante las vísperas y la mañana del día de la fiesta, no solamente en el templo sino también en la plaza, las calles, las ciento cincuenta casas de los vecinos y en los campos inmediatos al pueblo, se agitan treinta ó cuarenta mil y á veces mayor número de personas, de las cuales á lo sumo dos mil habrán tenido por resorte el deseo del lucro. Los unos lloran, los otros entonan alabanzas piadosas, éstos caminan de rodillas y aquellos se hieren y lastiman, haciendo penitencia de sus pecados.
Los indios hablan á la Madre de Dios llamándola en su idioma, con expresiones tiernísimas, Señorita, Cielo, Hermosa, Nanita, Madre; le cuentan con ingenuidad y á voces sus infortunios y desgracias; y ponen en ejercicio todas sus fuerzas por abrirse paso entre la multitud apretada y alcanzar siquiera una flor del altar, ya que no puedan tocar á la misma imagen sagrada. Cuando ésta es movida para la procesión, la multitud se agita como si el suelo fuese sacudido por un terremoto: algunos se arrastran por el suelo con gran peligro en verdad, para servir siquiera un momento de escabel á las plantas de la Reina del cielo. Este gran concurso, como es de suponer, deja en el santuario cuantiosas limosnas, que al principio no fueron muy discretamente administradas. Se ha dicho, acaso con exageración, que á tener reunidas las cantidades que allí ha depositado la piedad de los fieles, se hubiera podido fabricar un templo de plata. Para evitar la mala versación de estos caudales y fomentar el culto, los obispos crearon una cofradía, enriquecida con gracias de la silla apostólica y de que fueron mayordomos sucesivamente D. Gaspar de Morales y Ríos, caballero de la Orden de Santiago y alcalde mayor de Jicayan, quien hizo un ornamento con costo de 2,362 pesos, dejando en las arcas 3,346; D. Joaquín Santos de la Vega, quien gastó en la urna de plata 5,402 pesos, en material para el templo que ya se pensaba edificar, 1,989, depositando en las arcas 20,500 pesos.
Para no seguir año por año las cuentas de estas limosnas, diremos que desde 1746 hasta 1785 se reunieron 51,104 pesos 2 reales, dedicados al culto únicamente, sin contar con el estipendio de 100,000 misas que se mandaron aplicar, ni con otros donativos, como alhajas, etc. Con estos caudales se pensó comenzar la obra del templo en tiempo del Ilmo. Álvarez de Abreu; mas no pudo llevarse á efecto tal propósito por la contienda que se suscitó entre el Sr. Muñozcano, cura del lugar, que deseaba se edificase en donde se encuentra, D. José Sánchez Pareja, que quería se fabricase en Juchatengo y otros que fomentaban pensamientos diversos. El Sr. Abreu se inclinaba al dictamen del Sr. Sánchez. Ortigosa resolvió la cuestión, inclinándose á la parte del cura. D. Bernardo Novas delineó el suntuoso templo con los tamaños que hoy tiene y cuyo costo pasó de 80,000 pesos. La gloria de haber comenzado esta obra á costa de grandes fatigas, es del Sr. Ortigosa.

Fuente

Gay, José Antonio. Historia de Oaxaca. T-2. Imprenta del Comercio. México, 1881, pp. 160-162 y 337-339

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