Este marcado de Oaxaca, en sábado, me parece el mercado más igual a los tianguis que describen los conquistadores en sus relaciones. Para enumerar lo que se vende en este mercado sería necesario un libro. Aparte de que es difícil conocer los nombres de tanto artefacto, de tanto bastimento, de tanta baratija.
Son dos cuerpos de edificio. En el primero, más grande, venden propiamente comestibles, alrededor de la pila del centro flores, y en los costados, ropa, zarapes de brillante colorido, barrillería y del otro lado los numerosos artefactos de jarcia: hamacas, morrales, redes, cinchos, anqueras y todo lo necesario para montura. El otro edificio es principalmente para loza: loza prieta, aquí la preferida, loza de color natural, loza vidriada, verde o color vino, o loza policromada como la de talavera. Campanitas negras de sonido metálico, candeleros para altares, braserillos de tres pies para quemar copal, ollas de todas formas y tamaños, redondas, ovoideas, justiformes. Jardineras agujereadas, para colgarlas del techo de los corredores y en las que las plantas penden como ahorcados; coladoras que son iguales pero con agujeros más chicos. Juguetes de formas estrafalarias, elefantes prehistóricos, manatíes y tortugas con el lomo todo áspero para sembrarles chía y que tengan una enmarañada cabellera del Viernes del Dolores en el altar joyoso, entre globos de cristal llenos de agua teñida y naranjas adornadas con oro volador. Monos negros con un gesto perpetuo. Legiones de santos de barro; toda una procesión con sus imágenes, sus portadores y sus penitentes, como los de Sevilla.
En la Soledad, virgen castiza, en mil retratos caricaturescos; el señor de las peñas, imagen muy venerada en el pueblo de Etla; el Señor del Rescate, la Dolorosa, el Señor que ponen en el aposentillo, el Señor atado en la Columna, el Señor en Paciencia. Luego el Calvario: Jesús, los dos ladrones, San Juan y la Magdalena; los judíos de casco alemán y un ángel con el lienzo de la Verónica. La Resurrección: Cristo con su bandera roja y otro ángel que anuncia el milagro. Todo en figuras de dos pulgadas pintadas a lo vivo, con fuertes colores, con intenso sabor popular. ¿no son estos santos iguales a los que adornan la capilla del Rosario, al lado del templo de Santo Domingo?
Junto a los puestos de loza están los de cestos y canastas. Infinita variedad de canastas y de cestos. Las más finas tienen su tapa; están hechas de otate y de carrizo para resistir golpes, para perdurar en el descuidado traer de criadas y cargadores, o en los viajes largos, hasta Puebla o hasta México, llenas de esta misma loza tan frágil. Aquí mismo hay petates, esteras finísimas de palma que dobladas hacen un bulto pequeño y extendidas tienen tres y cuatro metros. Escobas y abanicos de palma, cintas anchas, trenzadas, de palma. Sombreros de palma.
Por otro lado venden los hierros, las coas, instrumento universal de agricultura, las chapas, los cerrojos, las quicialeras, las bisagras, unos a modo de cetros cortos con puño central y dos terminaciones en agudísima punta; sirven para picar la piedra de los metates. Por otro lado venden la leña; por otro el maíz en rubios montones apilados, por otro dan de comer, que las vendedoras de téjate, bebida refrescante y los neveros abundan por todas partes.
El interés mayor del mercado lo presentan las indias vendedoras. Vienen desde pueblos remotos con uno o dos días de anticipación: Oaxaca es su meca y su emporio: venden la mercancía que han traído de sus pueblos y compran lo que les falta. Si les queda dinero, permanecen el domingo en Oaxaca, invaden los bancos del jardín oyendo embelesadas la música, huyen frente a los automóviles, ponen donde sea la simplicidad de sus rostros inocentes. En la tarde del domingo o el lunes, se van, para esperar la lenta fuga de la semana y venir el próximo sábado. No dejan la población sin haber orado ferviente ante su virgen de la Soledad, sin haber frotado sus piernas con el polvillo que suelta la roca incrustada a la derecha de la entrada del templo, par atener fuerza durante la caminata.
Sentadas con las piernas cruzadas, a la manera del Buda, parecen esculturas monolíticas: las de la sierra son negras y sucias como piedra de metate; las de la mixteca claras, de fracciones regulares y agradables; las de Yalala, aristocráticas como ninguna, tienen la fina cabellera trenzada con cordones de algodón negro y encima una especie de tocado blanco que les cae sobre la espalda; sus vestiduras con blanquísimas, su andar lento y majestuoso por ese tocado tan alto. A veces, como ahora que se aproximan las fiestas de Elta, vienen tehuanas de indumentaria característica.
Casi todas las indias oaxaqueñas llevan cubierta la cabeza. Hacen una especie de turbante con el rebozo y hasta las más humildes, las más serranas, astrosas y desgarradas, cubren su cabellera sucia enrollada en cintas negras con la misma jícara en que beben y comen. Muchas amamantan sus críos; se las ve con la criatura pendiente de la gran ubre negra, al aire libre en tanto que la virgen cruza entre la muchedumbre, erecto el orgullo de sus duros senos.
Las viejas arrugadas, de más arrugas en el rostro que en el papel hecho bola, de ojillos invisibles hundidos en dos agujeros, de boca coma caverna y voz atiplada y gangosa, pelambre escaso, prieto y cenizo; las que venden tízar o yerbas –los herbolarios tienen gran predicamento en Oaxaca-, estas viejas, que horrorizarían a Boudelair abundan.
Al mediodía la grita es formidable. Los que han llegado tarde se instlan en las calles adyacentes. El calor se mezcla con vapores fétidos. Un hombre se acerca a una campana que cuelga en el centro del mercado y da tres campanadas. Es para llamar a un policía. Algún ladrón o una pendencia. La vida fermenta entre agria y amarga. Nuestros cerebros desfallecen. ¡aire, aire, aire!
Fuente:
Toussanint, Manuel. Oaxaca y Tasco. Lecturas Mexicanas 80, FCE. México, 1985. pp. 40-47
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