sábado, 26 de septiembre de 2020

El “año del hambre” y la vagancia en el obispado de Michoacán, 1785-86.

   Las tres primeras imágenes corresponden a una catástrofe que hubo en Salamanca en septiembre de 1926, cuando hubo una inundación que arrasó con buena parte de las casas que, construidas con adobe, no resistieron el embate de las aguas del río Lerma, la población quedó incomunicada varios días, finalmente hubo acceso por ferrocarril y llego eso que ahora conocemos como la “ayuda humanitaria”. La catástrofe que se avecina, que ya la tenemos encima, quién sabe hacia donde vaya a dirigirse pero, ese es otro tema.

   Yo recuerdo que, siendo niño, temía ser vacunado en esas campañas que Salubridad (SSA) hacía para erradicar el sarampión, la tuberculosis y en zonas costeras, el paludismo, aún tengo, al igual que todos los de mi generación, la marca que dejaba la vacuna en la parte alta del brazo izquierdo; el temor era debido a que entonces las agujas no eran precisamente delgadas, “finitas”, y sí que dolían. Con esto lo que quiero decir es que nada es nuevo en esta vida y que las enfermedades contagiosas van y vienen.

   Por otro lado tenemos las sequías, no sé si habrás notado que las lluvias este año han sido escasas, al menos acá en el Bajío ja llovido poco, no sé cuál sea el caudal del río pues desde marzo no salgo más allá de la tiendita de la esquina que en nuestros tiempos equivale al Oxxo más próximo (2 cuadras), el punto está en que, una vez más se está juntando sequía con enfermedad virulenta, como ocurrió catastróficamente en la segunda mitad del siglo XVIII que fue tan grave y severa que se conoció como “el año del hambre”, si bien abarca dos años, 1785 y 1786, fue un año pues comenzó en la mitad del primero y terminó luego de la segunda mitad del segundo, sobre el tema ya hemos hablado anteriormente en este Bable, lo que hoy nos ocupa es algo que, cuando lo leas, verás que, efectivamente, nada es nuevo bajo el sol. Veamos:

   “En el obispado de Michoacán aquel cáncer social causaba estragos desde antes de la crisis agrícola de 1785-1786, pero con ésta se agravó escandalosamente. Algunos culparon al deán Pérez Calama de haber promovido la concurrencia de miles de mendigos a Valladolid, puesto que dicho personaje –según sus detractores- habría repartido entre “los hombres vagos y jugadores y más viciosos de la ciudad” las sumas de dinero que el obispo fray Antonio de San Miguel tenía dispuestas para otorgar préstamos sin réditos a los labradores que practicasen las siembras extemporáneas. Esto quedó desmentido por el fiscal de lo civil de la real audiencia de México, don Lorenzo Hernández de Alva, al calificar de “exageración demasiada, abulto y sin conocimiento” aquella acusación y que las más elevadas cantidades de dinero se dirigieron a socorrer al real de minas de Guanajuato, al ayuntamiento de Valladolid y a varios pueblos de la diócesis, “todas (las sumas de dinero) con las seguridades correspondientes”.

   Lo cierto es que los grupos de vagos y los de mendigos eran enormes y desde el siglo XVI azolaban las principales ciudades europeas, y en las novohispanas empezaban a generar problemas. En esa centuria, también, se empezaron a adoptar medidas contra el fenómeno. En Marsella, en 1566 los cónsules y los síndicos acordaron expulsar de su urbe a “toda esa gente ociosa y nociva”. En España estos sujetos “infestan todos los caminos, acampan en todas las ciudades” y a los estudiantes prófugos se les unían los locos, los lisiados reales o fingidos y muchos otros malvivientes. A lo largo de las rutas que confluían a Madrid “los funcionarios sin empleo, capitanes sin soldados, gentes humildes en busca de trabajo” hacían crecer el sector de vagos yo mendigos, y Sevilla se inundaba de “miserables hidalgos, ávidos de sobredorar sus blasones, soldados en busca de aventuras, jóvenes sin fortuna que quieren conseguirla, amén de toda a hez de España. Ladrones marcados con hierro, bandidos […] que quieren pasar a América por ver a esta tierra el refugio y salvoconducto de los homicidas”.

   La principal medida que adoptaron las autoridades españolas contra los vagos, vagabundos y mendigos fue la de expulsarlos de las ciudades, lo cual fue solamente un paliativo al problema en tanto que aquellas gentes cambiaban de población constantemente, más no desaparecían. Los haraganes de una ciudad, habiendo sido expulsados, pronto eran sustituidos por los que habían sufrido la misma suerte en otra.

   En la Recopilación de leyes de Indias se indicaba a los virreyes, presidentes y gobernadores que evitasen el avecinamiento de vagabundos españoles en los pueblos de indios y que los convidaran a tomar asiento, con personas que les enseñasen oficios que les pudieran servir para ganarse la vida; de resistirse a esto serían forzados a abandonar las poblaciones que habitaran. A los indios y castas que llevaran ese tipo de vida también se les manifestaba aquella recomendación y la sentencia en caso de omisión.

   Fue Juan Luis Vives uno de los más grandes humanistas del Renacimiento, quien acertó con su propuesta para poner un remedio al mal. Entre su numerosa producción bibliográfica destaca De suventione paperum (del socorro de los pobres), en la cual expone sus ideas acerca de las necesidades humanas, de la pobreza, de la beneficencia y del modo de distribuir la limosna. Asimismo, presenta las formas de cómo se han de aplicar sus opiniones al remedio contra la mendicidad. Para vives, la limosna consiste no solo en distribuir dinero “como el vulgo piensa”, sino en cualquiera obra por cuyo medio se socorre la miseria humana”. Por lo tanto la principal medida que sugiere es la de utilizar a todos los desocupados en obras de interés público. Así, pensaba, no solamente se erradicaría el problema de la vagancia y la mendicidad sino que se embellecerían las ciudades.

Fuente:

Jaramillo Magaña, Juvenal. Hacia una iglesia beligerante. El Colegio de Michoacán, Zamora, 1996, pp. 59-61


 

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