Hace un año abrimos el baúl de los recuerdos, esto debido a que nos imbuimos en la nostalgia propia de la época. Ahora abro otro baúl, el que guarda una serie de cuentos que hace varias décadas escribí, la mayoría de ellos estando en la ciudad de México, sitio que es vasta fuente de inspiración en los más variados temas. Este que hoy decido compartir contigo lo escribí en el verano de 1987 a raíz de una experiencia que viví una tarde en la que fueron apareciendo peculiares personajes y que, transformándolos un poco, los incluí en este cuento que de navideño tienen lo que yo de deportista pero, como dice la tradición que hoy es el momento de compartir, lo hago con esto que te dejará algo, algo seguramente extraño, como extraño fue ese día que andaba por La ciudad sin ojos de los hombres sin vista.
"Tenía ganas de caminar, de salir a pasear por la ciudad. Apreciar el paisaje urbano que es como todo lo que hay en el País: belleza. Llegué a la Alameda y me senté en la banca de frente al parque de la Solidaridad cerca de un árbol grande, muy grande; con sus ramas cubría el sol y se veían como chispazos a lo lejos. En lo que es el equivalente urbano al horizonte se veía al medio una construcción enorme en la que había una estructura, como si fuera una cuadrícula de color obra; es decir, color gris, sin brillo y sin vida. A la derecha el Real Cinema y a la izquierda la esquina de Juárez con Bucareli... por cierto ya sabemos quién es Juárez pero y Bucareli, ¿quién fue, qué hizo? Durante el día hubo viento frío, la noche anterior fue fría también; consecuentemente el cielo estaba despejado y de repente se cubría con nubes gruesas, esponjosas. De pronto se vio azul, azul cielo... casualmente. Había humedad y frescura a la vez, es así cuando la Alameda luce el traje de lujo, incluso mejor que el de Navidad. Me quedé viendo, observando lo que pasaba en rededor y a los que pasaban por enfrente de mi.
Gente, así, genéricamente, gente pasaba y lo siguió haciendo y lo hará de aquí hasta siempre. Gente iba, gente venía, todos perdidos pero sabiendo a donde ir; al fondo autos, muchos autos, todos fríos, unos por un lado, otros por otro... autos, movimiento. Era un día como cualquier otro, nada especial sucedía. Era algo cotidiano.
"De pronto la niña-perro apareció, a solo tres o cuatro metros de mí. Salió ella de no se dónde pero ahí estaba. Ni siquiera me dio tiempo de incorporarme pues pasó rápido y yo estaba más que sentado, tirado en la banca. Me dejó atónito. Nunca imaginé que existiera semejante híbrido: niña-perro. Era como de seis o siete años, iba correteando, dando brincos y voces, no entendía lo que ella estaba diciendo. Era como un nahual, una animal humanizado; una burla de la naturaleza a todos aquellos que han sometido a un animal, específicamente a un perro. Hay que recordar que la gente que vive en los tiraderos de basura y se dedica a la pepena, vive a menos de un veinte por ciento de lo que un perro en Las Lomas lo pueda hacer, gozar y vivir. Era una escena absurda y rápida. La niña llevaba un brazalete atado a una correa con la que su madre la dirigía. Ambas caminaban, se movían sin mayor pretensión, solo siendo ellas mismas; sin embargo el mensaje ya recibido en ese momento fue más que abrumador: como me ves te verás, como me tratas te tratarán y serás tratado.
Desde ese momento el encanto mágico de la ambientación urbana que me había creado desapareció y los colores ya no brillaron. Los adoquines de la Alameda ya no resplandecieron, se sintió frío, el viento sopló, frío también, arrastrando pedazos de papel, hojas secas y algunas envolturas de cigarros. El azul se convirtió en gris, lo demás bajó con tal intensidad que todo lo que se podía ver ahora era en blanco y negro. No más color. De ese modo fue como entré en la ciudad sin ojos, la ciudad sin miradas, sin observadores. La ciudad sin color se presentaba ante mi.
Apenas tres días antes mi amigo maquiavélico me dijo mirándome con fiereza a los ojos:
Desde entonces comencé a darme cuenta de lo triste que es vivir en la ciudad sin ojos, en donde no hay color, donde todo se ve gris y cuando uno es afortunado se puede ver un morado pálido y cuando se es extremadamente afortunado se podrán apreciar destellos dorados.
"Comencé a caminar sin rumbo. La gente pasaba por un lado y por el otro, unos hacia el norte, otros hacia el sur. Algunos iban, otros regresaban. Todos se movían. Ninguno me veía, solo caminaban. Se oyeron unos truenos sin resplandor, la lluvia comenzó a caer con gruesas gotas que atravesaban la carne que para ese momento había adquirido un tono cenizo. Decidí entrar al Metro en cuyos pasillos miles de personas cruzaban los andenes, subían y bajaban escaleras, todos vestidos igual, sin color, solo blanco y negro veía. Como si fuese una fotografía vieja. Nadie miraba a nadie, sus miradas estaban fijas en un punto y no tenían brillo alguno. Muchos hablaban, pocos oían y la mayoría no existía. Nos metimos casi todos en un vagón, adentro no olía a nada y el piso no se podía ver ya que brotaba una gruesa capa de humo. Dentro del vagón una persona me pisó y sin voltear hacia mi, solo dijo: -Perdón. Cerca unas señoras viejas hablaban entre ellas sin mirarse, vociferaban pero una viendo al piso y la otra a la puerta. Parecían maniquís. Sentí un poco de miedo, fue cuando me di cuenta de que todos los pasajeros era maniquís. Unos sentados, otros parados, todos sin color, sin vida y con la mirada fija en un punto hacia arriba o hacia abajo. El recorrido de estación en estación era más largo de como lo recordaba; se oía un zumbido largo y agudo, me taladraba el oído sólo a mi pues los habitantes sin vista no lo perciben. Las puertas se abrieron y de inmediato salí. El frío era mayor en el andén; subí escalones y escalones. Salí de nuevo al mismo lugar en donde había estado pues nunca nos movimos del mismo lugar.
"No muy lejos encontré una parada de camión, abordé uno. El chofer no me vio, sólo dijo: -Pásele. Iba lleno, ningún asiento vacío, por suerte llevaba una chamarra, el frío arreciaba. Tras de mi subió un niño que comenzó a gritar, vendía periódicos. La gente le daba algo que parecían ser monedas, él les entregaba varias hojas de papel en blanco con puntos y rayas. Quienes lo habían comprado lo tomaban con ambas manos y lo ponían frente a sus caras, siguiendo así en todo el trayecto. Varios kilómetros más adelante subió el Señor Dualidad, sí, con una guitarra. De una de sus cabezas salían zumbidos, miraba hacia el oriente; de la otra, eran quejidos y miraba al poniente. A pesar de que jalaba furiosamente las cuerdas ningún sonido producía; después de cinco o seis minutos, dejó de zumbar y caminó por el pasillo, por una boca rezaba una letanía, una oración en latín. Por la otra pedía que le ayudaran pues, dentro de poco, le cortarían una cabeza y no tendía por donde comer hasta no acostumbrarse a una sola cabeza. La gente que nunca lo miró le daba de los papeles blancos, otros de las monedas, pero de las más pequeñas. Se bajó en la siguiente parada.
"Cada que el camión frenaba se oía un rechinido largo y agudo. Cuando abría la puerta de atrás arrojaba mucho humo, me di cuenta que no habíamos llegado a ninguna parte. Al despejarse el humo traté de bajar pero inmediatamente se cerró la puerta, el camión arrancó. Ahora quién recorría el pasillo era la mujer-serpiente; de unos treinta años. Se le veía la piel muy áspera y abultada, lloraba tinta negra que al caer al piso se evaporaba, extendía una mano, con la otra se asía de los tubos de los asientos para impulsarse y seguir arrastrándose, sus movimientos no eran cuerdos, al alargar la mano derecha, su cabeza rapada giraba a la izquierda. Yo estaba más que impresionado, me quedé viéndola, ella se me acercó, extrañamente su cabeza levantó, la pude ver detalladamente, sin cejas y solo tenía las cuencas de los ojos. Era una sola mitad de nariz la que tenía y la boca la llevaba siempre abierta, sobresalían dos dientes. Arrojó más y más tinta por los ojos y una baba espesa le colgaba sin caer de la boca.
"Rechinó el camión y se abrió la puerta y bajé de inmediato, era el mismo lugar en donde me había subido. Ahora había más gente caminando por la Alameda y en las bancas estaban muchos maniquís, enfilé como si fuera al Palacio de las Bellas Artes, caminé despacio, la multitud no permitía acelerar. Uno de los hombres que pasó cerca de mi me detuvo por el hombro, sentí su mano pesada. Al voltear, sin verme, me dijo con voz profunda: -¿Qué hora es?, vi mi muñeca y sorpresivamente el reloj no tenía manecillas, solo presentaba un número, el 39. Vi hacia la torre Latinoamericana, sus focos formaban un gran 39, eso le dije y él sin nunca verme o mirarme dijo: - Muy amable. Hasta entonces me soltó.
En Bellas Artes había una larga cola, ordenadamente entraban a lo que yo conocía como teatro, ahora era solo una gigantesca habitación en forma de herradura de color gris, Había una exposición. La alfombra era negra, acolchada; no se oía nada, era un silencio abrumador. Como nadie veía, me adelanté al frente de la hilera, cuando me tocó el turno, traspasé una cortina y allí, al centro había un gran cubo de cristal, en su interior un lienzo blanquísimo con un minúsculo punto morado, alguien se acercó a mi, era una señora, llevaba la cabeza gacha y levantando la mano me indicó la salida.
Ahora me encontraba en la calle de San Juan de Letran, por donde pasaban autos, todos de color blanco, no supe si alguien los iba conduciendo pues, en lugar de vidrios, llevaban espejos; corriendo crucé la calle, mi sorpresa fue grande cuando traté de entrar al edificio de correos, ya que solamente estaba dibujado, no había edificio alguno, era solamente un muro. Caminé tratando de encontrar la salida de ese mundo extraño.... el muro rodeaba la Alameda. Pensé que al subir en un auto podría traspasarlo pero no fue así; cuando los autos llegaban al muro se esfumaban. Fue en ese momento que me di cuenta que en realidad lo que estaba viendo era una película. Sentí temor de estar allí, como prisionero de la ciudad sin ojos.
"Recordé cómo había comenzado a ver esto que me aterrorizaba, a la hora en que había entrado, fue entonces que recordé la imagen de la niña-perro, corrí a la banca en donde me encontraba cuando ella pasó, quité los maniquís que había y me senté. Mucha gente seguía pasando, gris... blanca... negra. Sentí una fuerte bofetada que me hizo cerrar los ojos y cuando los abrí me impactó lo que habitualmente veo con colores, no sentí más frío.
Un señor estaba sentado en la misma banca, me preguntó la hora y sin voltearlo a ver le dije:
Me levanté y entré al Metro. Todo era igual, nada había cambiado. La gente que abordó conmigo nunca abrió la boca y todas las miradas las clavaron hacia cualquier punto. En esos momentos me di cuenta de que todos estaban cansados de vivir en la Ciudad sin Ojos".
Para cerrar mi entrada de hoy, 24 de diciembre de 2012, día del Natalis Solis Invictus te comparto unos números que me llenan de regocijo: este es el artículo número 1450, son ya 401 los seguidores que se han anotado en El Bable y dentro de una semana cumpliremos 4 años del diario ejercicio de publicar lo que me gusta e inquieta de este mundo y de esta vida. Las fotos las tomé en mi última "pasada" por la ciudad de México el 13 de noviembre.
Otro más de tus talentos, no cabe duda. Este es el segundo cuento que te leo y me alegro que lo hayas compartido, porque muestra en la ficción, mucha realidad, personajes grises, sin vida que puede haber en ciudades y lugares cotidianos y cómo sería enfrentarnos al vacío de las miradas y a la sensación fría de la soledad.
ResponderEliminarSi cuando no tienes dirección en la mirada es sinónimo de normalidad, el darte de cuenta de esa condición es reflejo de impunidad?, exceso?, arbitrariedad?, tal vez es solo una condición diferente por que al final todos estamos en el mismo plano..
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