Agregamos un capítulo más al estudio que, desde hace mucho tiempo vengo haciendo sobre la época virreinal. En este caso es un breve extracto de otro de los grandes clásicos que forman la biblioteca que aborda el tema, escrito (como tantos otros) originalmente en inglés, viene de la pluma y exhaustivo estudio de Irving A. Leonard en su Época barroca en el México colonial. Vemos:
“Otro sector de esta sociedad neomedieval, predominantemente blanca, aun cuando incluía mestizos e indios, era el clero. Desde la conquista del siglo XVI este elemento eclesiástico había aumentado rápidamente en número e influencia a medida que la iglesia ganaba riquezas y poder. La presencia constante de un gran número de naturales paganos y cristianizados a medias parecía justificar el creciente grupo de clérigos que a mediados del siglo XVII constituían ya una fracción considerable de la población total. Las fuerzas de la iglesia se dividían entre los sacerdotes seculares encargados de administrar los sacramentos y de excitar el retorno de los naturales al paganismo, y las órdenes religiosas, como la de los franciscanos, dominicos, agustino, jesuitas y otros, cuyas tareas eran principalmente las de educar y hacer prosélitos entre los indígenas. Al extinguirse el fervor de la cruzada conquistadora y al establecerse condiciones de vida menos épica, las disputas jurisdiccionales y las diferencias doctrinales tomaron el lugar de su entusiasmo primero entre estos eclesiásticos. La adquisición de tierras y la existencia de tan rica fuente de material humano de trabajo constituido por los dóciles neófitos indígenas aumentó rápidamente las riquezas de la iglesia. Los conventos y monasterios pronto se extendieron por todo el país, en particular en las zonas más populosas. Estas instituciones desviaron a hombres y mujeres jóvenes de ocupaciones más productivas y atrajeron una corriente constante de clérigos de España que solían ocupar los niveles más altos de la jerarquía eclesiástica. El número de sacerdotes, frailes y monjas era desproporcionado para las necesidades de la colectividad del nuevo mundo, y constituyó además una seria carga económica. Inevitablemente, esta carga recayó con mayor fuerza sobre la explotada población indígena.
Cuando el arzobispo-virrey, fray García Guerra, gobernaba, se decía que los franciscanos sostenían 172 conventos y casas religiosas, los agustino 90 y los dominicos 69, a las cuales habría que añadir las pertenencias a otras órdenes. En 1611 el excesivo número de fundaciones de esta índole movió al papa Paulo Va promulgar una bula suprimiendo todos los conventos no habitados por lo menos por ocho frailes; sin embargo, se hizo poco caso a esta disposición papal. Muchas de estas instituciones acumularon grandes riquezas en tierras y otros bienes que les facilitaron empresas lucrativas con grandes utilidades de carácter capitalista. Que esta riqueza la que hizo posible la magnificencia barroca de tantos edificios eclesiásticos y la vida lujosa de tantos religiosos, cuyo número iba en aumento. Estas circunstancias inevitablemente llevaron consigo el relajamiento de los ideales de las reglas y de la ética religiosa, tan notoria durante la época barroca y aun después.
La época barroca fue testigo de abundante actividad misionera en las frontera s de la nueva España, del establecimiento de escuelas y también de otras muchas realidades que testifican ahora el celo evangélico del clero. Desgraciadamente estas aportaciones positivas estuvieron más que compensadas por la laxitud moral y el parasitismo que afligían a muchos establecimientos religiosos. En toda la américa española, así como en la misma España, las reglas de muchas órdenes religiosas se relajaron tanto que numerosos miembros del clero vivían extramuros del convento manteniendo familias ilícitas en casas particulares. Los conventos de mujeres ofrecían cómodo refugio a gran número de hijas incasables que podían pasar su vida en hermosos claustros rodeadas de regalo y servidas por criadas propias o esclavas. Esta ociosidad no siempre condujo al decoro apetecido y el encierro permanente hizo a veces que brotaran abiertamente las antipatías. Las fricciones entre los huéspedes oriundos de distintas provincias de España, entre peninsulares y criollos, y entre individuos de diferentes clases sociales a menudo generaron el calor suficiente para causar incidentes indecorosos. Las querellas acerca de la elección de guardianes y superiores solían tomar proporciones tan violentas que las autoridades estatales se vieron en la necesidad de intervenir. Particularmente molestas para los virreyes y sus edecanes fueron las rivalidades de las órdenes religiosas, las cuales con muy poca de la piedad y contemplación de la otra vida que sugieren los votos, se disputaban el poder y la influencia en los asuntos de las universidades y aun en los de instituciones de índole más mundana.
Otros elementos humanos más entraron en la mixtura blanca, aumentando sus complejidades. Existe la tendencia a suponer que la política restrictiva de la corona española facilitaba la emigración a hacia las colonias a nacionales calificados, excluyendo a los otros europeos. Los registros de las licencias proporcionadas a los pasajeros que embarcaron para las indias revelan claramente la presencia de italianos, flamencos, alemanes, austriacos, griegos, irlandeses y aun holandeses e ingleses en las travesías atlánticas de barcos mercantes y galeones. Al declinar el imperio español, haciendo a sus posesiones de ultramar más vulnerables a los ataques de la piratería, los ministros del rey, para modernizar las fortificaciones y mejorar la minería y otras industrias, autorizaron el envío de artesanos adiestrados, metalúrgicos, ingeniero y otros técnicos, la mayoría de los cuales no eran españoles. Así, italianos, falmencos, franceses y algunos otros, en muchos casos con más celo y vocación para el martirio en las misiones fronterizas que el clero español o criollo, recibieron subvenciones con ese propósito y fueron trasladados a América. La política restrictiva de España respecto a la migración se originó en un prejuicio religioso y no anti extranjero. El requisito básico para el traslado era, para los europeos no españoles, que fueran católicos ortodoxos.
Fuente:
La época barroca en el México colonial. Irving. A. Leonard. FCE, México, 2004. 74-78
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