sábado, 19 de enero de 2019

Alimentación festiva en el México virreinal del siglo XVIII.

   Desde que comenzó el siglo XXI la comida se posicionó al grado de volverse moda tal o cual cosa, al grado de que en los folletos y promociones turísticas la comida es algo de importancia vital para disfrutar en un viaje, más allá de la necesidad de comer, se dice ahora de tener una experiencia gastronómica. Ni que decir de los cada vez más numerosos programas de televisión o canales en redes sociales enfocado al buen comer. Y como todo tiene una historia, aquí una breve y sustanciosa historia que nos refiere al comer en el México del siglo XVIII:

    “El calendario litúrgico de la iglesia católica marcaba el ritmo de la vida cotidiana con numerosas piezas religiosas que la población debía guardar celosamente. En la mayoría de estas festividades, la sociedad capitalina desplegaba toda su creatividad culinaria, convirtiendo la comida casi en una ofrenda religiosa. En sus preparaciones afloraban sabores y colores que en muchos casos eran reflejo de la pervivencia de costumbres prehispánicas y que resurgían en esos especiales momentos de convivencia pública. 
   El día de muertos era, tal vez una de las principales festividades de la época. Se preparaba en los hogares un gran banquete en honor a los difuntos, se cocinaban aves, corderos y masas como el “pan de muerto”, que se hacía especialmente para las ofrendas que se ponían en las iglesias; no se fabricaba en las panaderías sino que era elaborado por indias cuya producción vendían en puestos de la plaza mayor.
   El día de muertos se compraban frutas y flores como ornamentación y las mujeres se esmeraban preparando originales dulces. La familia visitaba los cementerios y por la noche se reunía en el hogar para rezar y hacer vigilia; solo al día siguiente todos disfrutaban de los alimentos ofrendados a los difuntos, cuya visita a las casas se producía, según la creencia, a partir de una invitación implícita al dejarles aquellos platillos que más les habían gustado en vida. La ofrenda tenía, por un lado, la intención de compartir y entrar en comunión con los difuntos, pero a la vez éstos eran acogidos y alimentados para que velaran por la vida de sus familiares; con este fin, en la época se acostumbraba que las señoras se regalaran “unas a otras la ofrenda, con el título de que no se las lleven los muertos”.

   La navidad también era una fiesta para compartir alimentos especiales. Incluso en los hospitales, donde la comida era frugal y sencilla, en esas fechas se cocinaban postres y bizcochos para acompañar el chocolate. En las posadas, luego de rezar algunas oraciones, se iniciaba un festín, al mismo tiempo que los muchachos salían a pedir dinero, dulces y bizcochos en las tiendas y tabernas.
   En todas las fiestas los dulces eran infaltables, ya que eran el medio de propiciar en las personas una energía desbordante para el regocijo y la alegría. En las celebraciones del Carnaval, Semana Santa, Pascua de Resurrección, Corpus Cristi, Purísima, Noche Buena o del santo patrono, se horneaban panes dulces, tortas y marquesote, y se preparaban tablillas de chocolate, piloncillo, marquetas de azúcar, buñuelos, atole de dulce y charape, vino fermentado de frutas y miel.
   En una sociedad marcada por la religiosidad la comida festiva venía a adquirir el carácter de ofrenda: era un medio de dar gracias por lo recibido y retribuir con regocijo. La búsqueda del éxtasis colectivo llevaba a manifestaciones públicas que incluso fueron consideradas en la época como señales de desorden, liviandad y barbarie. Las festividades se manifestaban en las calles y cumplían la función integradora de los individuos, aunque para los más pulcros eran como grandes festines “profanos”.

   En los días antes de cuaresma, cuando se organizaba el llamado Carnaval, la ciudad entraba en un estado de liviandad y excesos, uno de los cuales era la costumbre de arrojarse entre las personas semillas comestibles, almendras, alverjones, cebada, anises, etc. En cuaresma existían los llamados paseos, más aceptados por las autoridades, los que se realizaban en los canales desde el barrio de Jamaica hasta Ixtacalco; numerosos puestos de comida y pulquerías se instalaban en los alrededores y en las trajineras la gente se divertía al son de la música.
   En definitiva, la comida actuó en el siglo XVIII como un elemento que invitaba a la convivencia entre los habitantes de la ciudad. En sus fiestas y diversiones la comida sirvió de expresión de las mismas. En la comida afloraba la identidad de sus habitantes, que eran más bien identidades diversas, ya que la capital era una urbe muy visitada y enormemente poblada para la época. Los indígenas, los españoles y los mestizos probablemente sentían, en un plano inconsciente, que la comida festiva les ayudaba a recordar sus orígenes, sus tierras, sus hogares y sus cocinas.

Fuente:

Quiroz, Enriqueta. Del mercado a la cocina, la alimentación en la Ciudad de México. En Historia de la vida cotidiana en México. Tomo III. FCE. México 2012. pp. 38-39.

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