sábado, 19 de enero de 2019

Alimentación festiva en el México virreinal del siglo XVIII.

   Desde que comenzó el siglo XXI la comida se posicionó al grado de volverse moda tal o cual cosa, al grado de que en los folletos y promociones turísticas la comida es algo de importancia vital para disfrutar en un viaje, más allá de la necesidad de comer, se dice ahora de tener una experiencia gastronómica. Ni que decir de los cada vez más numerosos programas de televisión o canales en redes sociales enfocado al buen comer. Y como todo tiene una historia, aquí una breve y sustanciosa historia que nos refiere al comer en el México del siglo XVIII:

    “El calendario litúrgico de la iglesia católica marcaba el ritmo de la vida cotidiana con numerosas piezas religiosas que la población debía guardar celosamente. En la mayoría de estas festividades, la sociedad capitalina desplegaba toda su creatividad culinaria, convirtiendo la comida casi en una ofrenda religiosa. En sus preparaciones afloraban sabores y colores que en muchos casos eran reflejo de la pervivencia de costumbres prehispánicas y que resurgían en esos especiales momentos de convivencia pública. 
   El día de muertos era, tal vez una de las principales festividades de la época. Se preparaba en los hogares un gran banquete en honor a los difuntos, se cocinaban aves, corderos y masas como el “pan de muerto”, que se hacía especialmente para las ofrendas que se ponían en las iglesias; no se fabricaba en las panaderías sino que era elaborado por indias cuya producción vendían en puestos de la plaza mayor.
   El día de muertos se compraban frutas y flores como ornamentación y las mujeres se esmeraban preparando originales dulces. La familia visitaba los cementerios y por la noche se reunía en el hogar para rezar y hacer vigilia; solo al día siguiente todos disfrutaban de los alimentos ofrendados a los difuntos, cuya visita a las casas se producía, según la creencia, a partir de una invitación implícita al dejarles aquellos platillos que más les habían gustado en vida. La ofrenda tenía, por un lado, la intención de compartir y entrar en comunión con los difuntos, pero a la vez éstos eran acogidos y alimentados para que velaran por la vida de sus familiares; con este fin, en la época se acostumbraba que las señoras se regalaran “unas a otras la ofrenda, con el título de que no se las lleven los muertos”.

   La navidad también era una fiesta para compartir alimentos especiales. Incluso en los hospitales, donde la comida era frugal y sencilla, en esas fechas se cocinaban postres y bizcochos para acompañar el chocolate. En las posadas, luego de rezar algunas oraciones, se iniciaba un festín, al mismo tiempo que los muchachos salían a pedir dinero, dulces y bizcochos en las tiendas y tabernas.
   En todas las fiestas los dulces eran infaltables, ya que eran el medio de propiciar en las personas una energía desbordante para el regocijo y la alegría. En las celebraciones del Carnaval, Semana Santa, Pascua de Resurrección, Corpus Cristi, Purísima, Noche Buena o del santo patrono, se horneaban panes dulces, tortas y marquesote, y se preparaban tablillas de chocolate, piloncillo, marquetas de azúcar, buñuelos, atole de dulce y charape, vino fermentado de frutas y miel.
   En una sociedad marcada por la religiosidad la comida festiva venía a adquirir el carácter de ofrenda: era un medio de dar gracias por lo recibido y retribuir con regocijo. La búsqueda del éxtasis colectivo llevaba a manifestaciones públicas que incluso fueron consideradas en la época como señales de desorden, liviandad y barbarie. Las festividades se manifestaban en las calles y cumplían la función integradora de los individuos, aunque para los más pulcros eran como grandes festines “profanos”.

   En los días antes de cuaresma, cuando se organizaba el llamado Carnaval, la ciudad entraba en un estado de liviandad y excesos, uno de los cuales era la costumbre de arrojarse entre las personas semillas comestibles, almendras, alverjones, cebada, anises, etc. En cuaresma existían los llamados paseos, más aceptados por las autoridades, los que se realizaban en los canales desde el barrio de Jamaica hasta Ixtacalco; numerosos puestos de comida y pulquerías se instalaban en los alrededores y en las trajineras la gente se divertía al son de la música.
   En definitiva, la comida actuó en el siglo XVIII como un elemento que invitaba a la convivencia entre los habitantes de la ciudad. En sus fiestas y diversiones la comida sirvió de expresión de las mismas. En la comida afloraba la identidad de sus habitantes, que eran más bien identidades diversas, ya que la capital era una urbe muy visitada y enormemente poblada para la época. Los indígenas, los españoles y los mestizos probablemente sentían, en un plano inconsciente, que la comida festiva les ayudaba a recordar sus orígenes, sus tierras, sus hogares y sus cocinas.

Fuente:

Quiroz, Enriqueta. Del mercado a la cocina, la alimentación en la Ciudad de México. En Historia de la vida cotidiana en México. Tomo III. FCE. México 2012. pp. 38-39.

jueves, 17 de enero de 2019

Algo sobre el crisol de razas que formaron la sociedad de la Nueva España.

  Agregamos un capítulo más al estudio que, desde hace mucho tiempo vengo haciendo sobre la época virreinal. En este caso es un breve extracto de otro de los grandes clásicos que forman la biblioteca que aborda el tema, escrito (como tantos otros) originalmente en inglés, viene de la pluma y exhaustivo estudio de Irving A. Leonard en su Época barroca en el México colonial. Vemos:

   “Otro sector de esta sociedad neomedieval, predominantemente blanca, aun cuando incluía mestizos e indios, era el clero. Desde la conquista del siglo XVI este elemento eclesiástico había aumentado rápidamente en número e influencia a medida que la iglesia ganaba riquezas y poder. La presencia constante de un gran número de naturales paganos y cristianizados a medias parecía justificar el creciente grupo de clérigos que a mediados del siglo XVII constituían ya una fracción considerable de la población total. Las fuerzas de la iglesia se dividían entre los sacerdotes seculares encargados de administrar los sacramentos y de excitar el retorno de los naturales al paganismo, y las órdenes religiosas, como la de los franciscanos, dominicos, agustino, jesuitas y otros, cuyas tareas eran principalmente las de educar y hacer prosélitos entre los indígenas. Al extinguirse el fervor de la cruzada conquistadora y al establecerse condiciones de vida menos épica, las disputas jurisdiccionales y las diferencias doctrinales tomaron el lugar de su entusiasmo primero entre estos eclesiásticos. La adquisición de tierras y la existencia de tan rica fuente de material humano de trabajo constituido por los dóciles neófitos indígenas aumentó rápidamente las riquezas de la iglesia. Los conventos y monasterios pronto se extendieron por todo el país, en particular en las zonas más populosas. Estas instituciones desviaron a hombres y mujeres jóvenes de ocupaciones más productivas y atrajeron una corriente constante de clérigos de España que solían ocupar los niveles más altos de la jerarquía eclesiástica. El número de sacerdotes, frailes y monjas era desproporcionado para las necesidades de la colectividad del nuevo mundo, y constituyó además una seria carga económica. Inevitablemente, esta carga recayó con mayor fuerza sobre la explotada población indígena.

   Cuando el arzobispo-virrey, fray García Guerra, gobernaba, se decía que los franciscanos sostenían 172 conventos y casas religiosas, los agustino 90 y los dominicos 69, a las cuales habría que añadir las pertenencias a otras órdenes. En 1611 el excesivo número de fundaciones de esta índole movió al papa Paulo Va promulgar una bula suprimiendo todos los conventos no habitados por lo menos por ocho frailes; sin embargo, se hizo poco caso a esta disposición papal. Muchas de estas instituciones acumularon grandes riquezas en tierras y otros bienes que les facilitaron empresas lucrativas con grandes utilidades de carácter capitalista. Que esta riqueza la que hizo posible la magnificencia barroca de tantos edificios eclesiásticos y la vida lujosa de tantos religiosos, cuyo número iba en aumento. Estas circunstancias inevitablemente llevaron consigo el relajamiento de los ideales de las reglas y de la ética religiosa, tan notoria durante la época barroca y aun después.

   La época barroca fue testigo de abundante actividad misionera en las frontera s de la nueva España, del establecimiento de escuelas y también de otras muchas realidades que testifican ahora el celo evangélico del clero. Desgraciadamente estas aportaciones positivas estuvieron más que compensadas por la laxitud moral y el parasitismo que afligían a muchos establecimientos religiosos. En toda la américa española, así como en la misma España, las reglas de muchas órdenes religiosas se relajaron tanto que numerosos miembros del clero vivían extramuros del convento manteniendo familias ilícitas en casas particulares. Los conventos de mujeres ofrecían cómodo refugio a gran número de hijas incasables que podían pasar su vida en hermosos claustros rodeadas de regalo y servidas por criadas propias o esclavas. Esta ociosidad no siempre condujo al decoro apetecido y el encierro permanente hizo a veces que brotaran abiertamente las antipatías. Las fricciones entre los huéspedes oriundos de distintas provincias de España, entre peninsulares y criollos, y entre individuos de diferentes clases sociales a menudo generaron el calor suficiente para causar incidentes indecorosos. Las querellas acerca de la elección de guardianes y superiores solían tomar proporciones tan violentas que las autoridades estatales se vieron en la necesidad de intervenir. Particularmente molestas para los virreyes y sus edecanes fueron las rivalidades de las órdenes religiosas, las cuales con muy poca de la piedad y contemplación de la otra vida que sugieren los votos, se disputaban el poder y la influencia en los asuntos de las universidades y aun en los de instituciones de índole más mundana.

   Otros elementos humanos más entraron en la mixtura blanca, aumentando sus complejidades. Existe la tendencia a suponer que la política restrictiva de la corona española facilitaba la emigración a hacia las colonias a nacionales calificados, excluyendo a los otros europeos. Los registros de las licencias proporcionadas a los pasajeros que embarcaron para las indias revelan claramente la presencia de italianos, flamencos, alemanes, austriacos, griegos, irlandeses y aun holandeses e ingleses en las travesías atlánticas de barcos mercantes y galeones. Al declinar el imperio español, haciendo a sus posesiones de ultramar más vulnerables a los ataques de la piratería, los ministros del rey, para modernizar las fortificaciones y mejorar la minería y otras industrias, autorizaron el envío de artesanos adiestrados, metalúrgicos, ingeniero y otros técnicos, la mayoría de los cuales no eran españoles. Así, italianos, falmencos, franceses y algunos otros, en muchos casos con más celo y vocación para el martirio en las misiones fronterizas que el clero español o criollo, recibieron subvenciones con ese propósito y fueron trasladados a América. La política restrictiva de España respecto a la migración se originó en un prejuicio religioso y no anti extranjero. El requisito básico para el traslado era, para los europeos no españoles, que fueran católicos ortodoxos.

Fuente:

La época barroca en el México colonial. Irving. A. Leonard. FCE, México, 2004. 74-78

lunes, 14 de enero de 2019

Confirmando que Arredondo y Redondo fueron los mismos apellidos en la época virreinal en Salamanca, Gto.

  En Salamanca y Valle de Santiago Arredondo es un apellido común y muy difundido, somo varios cientos, tal vez miles, los que lo llevamos. Sé que por otros rumbos lo hay, como en Culiacán, Sinaloa; seguramente lo habrá por más lugares.

  Siendo ese mi nombre siempre me ha interesado saber de él. Una de las primeras cosas que aprendí al estudiar esta suerte de genealogía o, tan solo, el origen de las palabras y los consecuentes apelativos (a sabiendas que en la Edad Media la gente no llevaba apellido alguno), los apellidos fueron surgiendo como gentilicios, al usar el "de" tal o cual sitio para identificar a una persona, al poco sus características físicas se comenzaron a usar, así su estatura (Chaparro), que su complexión (Gordillo) que su tono de piel o cabello (Moreno) (Rubio), que un animal (Cordero) o ave (Garza), o anatomía (Costilla), u objeto -regularmente arquitectónico- como Torre, Puente, etc., etc., etc.

  En el caso específico de mi apellido, Arredondo, su evidente origen es algo que tiene esa forma, la forma redonda... recuerdo hace muchos años, cuando cursaba la primaria, que solían hacer la típica broma infantil de referirme como Acuadrado... lógica pura.

  El origen del apellido está en la Cantabria, al norte España, allí existe un pueblo llamado justamente Arredondo, allí vivió (asumo que en el siglo XV) un personaje llamado don Mateo de Arredondo pero, para no fantasear, esa es otra historia y no cabe aquí.

  El punto está en los documentos que recientemente encontré en el archivo parroquial, esto, para ponernos en contexto, confirma algo que publiqué en torno al origen del apellido en esta parte del Bajío, pues, de acuerdo a montones de registros que vi, en el siglo XVII aparecen varios Redondo y ningún Arredondo en la zona... el más antiguo sería un Martínez Redondo... creo Martín era el nombre de pila. 

  En el artículo de marras, dije que el apellido de mi familia fue, originalmente, Redondo, y que al paso del tiempo, dada la caligrafía y/o (buen o mal) entendimiento del padrecito que hacía las funciones de escribano en la parroquia local, igual escribía (o entendía) el apellido como Redondo o Arredondo... y así pasó y así fue... ahora lo compruebo con estos registros que comparto.

  Vemos el caso de un Andrés Francisco, casado con María Josefa de Tena, apadrinando en diferentes ocasiones, y noto que igual se le refiere como Redondo que como Arredondo, con ello concluyo que la tesis que hice en el artículo que puedes leer aquí, está en lo correcto.

domingo, 13 de enero de 2019

La contaminación del río Sonora, mosaico de colores mortales.

  Ahora que buscaba la ubicación de las haciendas sonorenses, muchas de ellas me referían a los valles que a lo largor del río Sonora va creando en su cauce y, en muchos enlaces, me daba la información de los niveles de contaminación, al ver las imágenes de los lugres afectados se antojaban increíbles por la coloración del agua que va teniendo, en este caso dependiendo de las sustancias allí arrojadas por la industria minera.

   El viernes 8 de agosto [de 2014] se develó una fuga de 40 mil litros de ácido súlfurico al río Sonora, México. Este día, la Unidad Estatal de Protección Civil minimizó los efectos del derrame emanado de la Mina de Cananea.

  Esta mina es manejada por Grupo México, que antes había enfrentado otra lamentable tragedia, por la muerte de mineros en Pasta de Conchos por falta de seguridad.El Delegado Estatal de la Comisión Nacional del Agua (Conagua), César Lagarda Lagarda, dijo que se encontraron arsénico, cadmio, aluminio, hierro, manganeso, níquel y cobre en concentraciones superiores a las permitidas en el agua, metales pesados que son muy dañinos para la salud.

   Quizá lo más irritable del caso es que el desastre fue ocultado por Grupo México el primer y segundo día, según advirtió Lagarda Lagarda. La contaminación fue revelada el viernes, pero fueron habitantes del municipio de Arizpe, a 80 km del accidente, los que avisaron a las autoridades. Grupo México explica que el accidente fue ocasionado por una falla estructural en una represa diseñada para el reúso del sulfato de cobre acidado (ácido sulfúrico).En el pozo de contención instalaron un tubo que se botó y por ahí se fugaron  los 40 millones de litros.

   La empresa deberá pagar al menos 20 mil salarios mínimos como multa, pero quizá podría ser blanco de demandas, sobre todo por haber ocultado el desastre ecológico, que sería evidente en pocos días. Pero que si se hubiese avisado a tiempo, se habrían tomado medidas urgentes para atenuar el daño. (Texto tomado de Ecoesfera.)







jueves, 10 de enero de 2019

Haciendas de Sonora, tercera parte.

  De pronto tenemos la idea de que todo Sonora es desierto, si no conocemos el sitio físicamente o en forma virtual como ahora lo hemos hecho, mantendremos la idea errónea pues el desierto abarca la franja costera con el mar de Cortés y la mitad (quizá más de la mitad) es zona serrana, de ahí que veamos todo tipo de paisajes en la geografía sonorense. Hay dos valles, el del Mayo y el del Yaqui, y está toda la franja que irriga el Río Sonora, sitio en donde localizamos la mayoría de las haciendas.

  El río Sonora es un río de México de la zona oeste, en épocas de mucho caudal desemboca en el océano Pacífico. Posee una longitud de 420 km y la cuenca abarca una superficie de 28 950 km². Su aporte anual promedio es de unos 171 millones de m³. El Sonora nace en Arizpe, producto de la confluencia del río Bacanuchi y el río Bacoachi, en su curso atraviesa las poblaciones de Bacoachi, Aconchi, Huepac, Baviacora, Ures, Banámichi y Hermosillo. En Hermosillo recibe el aporte del río San Miguel, posteriormente sus aguas son utilizadas en el embalse Abelardo L. Rodríguez, que se utiliza para irrigación. A continuación fluye por la llanura en la costa del golfo de California donde debido a que sus aguas se evaporan e infiltran en el suelo, el Sonora no llega al mar, se convierte en un río criptorreico. Solo en épocas de crecidas el Sonora desemboca en el Pacífico en la bahía de Kino. (Wikipedia)

  Con estas ideas, concluye el conteo de Haciendas en el estado de Sonora, llegamos a un total de 117, rebasando por 5 el número de haciendas reportadas en el registro de 1897. 

67.- Nidopa, municipio de Nácori Grande.
68.- La Chipiona en Matape, Municipio de Villa Pesqueira.
69.- Pacodéhuachi, municipio de San Pedro de la Cueva.

70.- Huépari, San Pedro de la Cueva.
71.- El Cármen, Batuc, San Pedro de la Cueva.
72.- Opochi, San Antonio de la Huerta, municipio de Soyopa.
73.- Bacanuchi, Municipio de Arizpe.
74.- Chiltepiu, Arizpe.
75.- Tetuachi, Sinoquipe, Arizpe.
76.- Santa Elena, municipio de Banámichi.
77.- Bacachi, Banámichi.
78.- La Mora, Banámichi.
79.- El Tren, Banámichi.

80.- San Pablo, municipio de Aconchi.
81.- San Pedro, Aconchi.
82.- Tres Alamos, Acconchi.
83.- Cahuí, municipio de Baviácora.
84.- Labor, Baviácora.
85.- Concepción, Baviácora.
86.- Victoria, Baviácora.
87.- Capilla, Baviácora.
88.- El Realito, Baviácora.
89.- El Rodeo, Baviácora.

90.- Santa Rosa, municipio de Fronteras.
91.- Reforma, Fronteras.
92.- San Antonio, Fronteras.
93.- Los Angeles, Fronteras.
94.- Peñasco, Fronteras
95.- Pivipa, municipio de Moctezuma.
96.- La Galera, Moctezuma.
97.- Tevisco, Moctezuma.
98.- Mortero, municipio de Cumpas.
99.- Jamaica, municipio de Cumpas.

100.- La Luz, municipio de Huásabas.
101.- La Estancia, municipio de Bacerac.
102.- Guacora, municipio de Granados.
103.- Dolores, municipio de Cucurpe.
104.- La Galera, municipio de Santa Cruz.
105.- El Ranchito, Santa Cruz.
106.- San Lázaro, Santa Cruz.
107.- La Rivera, menciona el municipio de San Ignacio, actual municipio de Ímuris.
108.- El Rancho,Ímuris
109.- El Fustero, Ímuris.

110.- La Caleña, Ímuris.
111.- Pierson en Terrenate, Ímuris.
112.- LasViguitas, Ímuris.
113.- Galera de Corellas, Ímuris.
114.- Galera de Gabiloudo, Ímuris.
115.- Cocóspera, Ímuris.
116.- Puerta del Cajón, Ímuris.
117.- Babasác, Ímuris.



Fuente:

Sonora histórico y descriptivo. F.T. Dávila. Tipografía de R. Bernal. Nogales, 1894, pp. 254-306

martes, 8 de enero de 2019

Haciendas de Sonora, segunda parte.

   Sonora es el mayor productor de trigo de la República Mexicana y lo ha sido por varias décadas. Parte de la explicación está en su gran productividad, ya que su rendimiento por hectárea ha sido o está dentro de los más altos. Sólo superado en ocasiones por Baja California y por Guanajuato. Se puede inferir que la conjunción de las condiciones agroclimáticas y tecnológicas prevalecientes en as regiones donde se siembra trigo en Sonora, aunada a las políticas gubernamentales de fomento,son favorables. [...] La gran producción triguera sonorense se debe a una conjunción de factores: condiciones climáticas favorables, una abundancia de tierras de buena calidad, con riego y mecanizables, [...] El cultivo se efectúa en el sur del estado, en especial en el Valle del Yaqui y en menor medida en el Valle del Mayo. (1)

Con estos datos entendemos mejor la ubicación de las haciendas sonorenses y la dedicación que tenían, continuamos con el recorrido virutal:

31.- Topahue, Municipio de Hermosillo.
32.- Alamito, Hermosillo.
33.- Zacatón, Hermosillo.
34.- Chino, Hermosillo.
35.- San Bartolo, Hermosillo.
36.- San Francisco, Hermosillo.
37.- Tanque, Hermosillo.
38.- Santa Margarita, Hermosillo.
39.- San Luis, Hermosillo.
40.- Labor, Hermosillo.

41.- Labor, Hermosillo.
42.- Carmen, Hermosillo.
43.- Molino de Encinas, Hermosillo.
44.- Torreón, Hermosillo.
45.- Llano, Hermosillo.
46.- El Tren de Serrano, Hermosillo.
47.- Zubiate, Hermosillo.
48.- Aguilar, Municipio de Ures.
49.- San Joaquín, Ures.
50.- San Felipe, Ures.

51.- Pueblito, Ures.
52.- San Francisco, Ures.
53.- Santa Rita, Ures.
54.- San Rafael, Ures
55.- Santa Rosa, Ures.
56.- Gavilán, Ures. (La Hacienda de Nápoles no está relacionada porque el listado que comparto está fechado en 1894 y esta hacienda aparece en 1904.)
57.- Terranova, municipio de San Miguel de Horcasitas.
58.- Codórachi, Horcasitas.
59.- Cerro Pelón, Horcasitas.
60.- Islas, Horcsitas.

61.- Los Ángeles, Horcasitas. En la hacienda de Los Angeles está[ba] situada la única fábrica de hilados que hay en el Estado.
62.- El Pópulo, Horcasitas.
63.- San Isidro, municipio de Rayón.
64.- Buenos Aires, municipio de Ododepe.
65.- San José, Ododepe.
66.- Napoleón, Ododepe.

Fuente:

1.- Trigo en Sonora y su contexto nacional e internacional Sergio R. Márquez Berber, Gustavo lmaguer Vargas, Rita Schwentesius Rindermann y Alma Velia Ayala Garay. Cámara de Diputado, México, 2014.

2.- Sonora histórico y descriptivo. F.T. Dávila. Tipografía de R. Bernal. Nogales, 1894, pp. 254-306

lunes, 7 de enero de 2019

Haciendas de Sonora, primera parte.

  Dos veces he tenido la oportunidad de visitar Sonora, la primera llegué por mar, crucé el mar de Cortés en el ferry que hace el servicio de Santa Rosalía, BCS y Guaymas, Son., visité el puerto, luego llegué a Hermosillo. En una segunda ocasión estuve en San Luis Río Colorado, Puerto Peñasco y Caborca. Fue en esos viajes que supe de la Alta Pimería, el padre Kino, fray Marcos de Niza y de aquél francés que quiso fundar su reino justo allí, en Sonora. 

  Ahora no hago el recorrido virtual usando Google Maps por el problema que comenté en el artículo de aniversario (31/12/18) y no quiero forzarme la vista, así que uso imágenes que encontré en distintos portales. Anoto que en Sonora, para cuando comenzó el porfiriato, 1877, había 112 haciendas. En 1900 eran 237 y, para 1910, el número había crecido a 314. El libro del que obtuve los datos que comparto, fue publicado en 1894, por lo que contaremos al rededor de 112 haciendas:

1.- Oeuca. Corresponde a lo que actualmente es el municipio de Trincheras.
2.- Arituba, también en Trincheras.
3.- Hornos, municipio de Álamos.
4.- Batulibampo. Álamos.
5.- Predones, municipio de El Rosario.
6.- Estrella, El Rosario.
7.- Santa Bárbara, se anota municipio de Camoa, es en el actual Navojoa.
8.- El Taste, municipio de Navojoa.
9.- Bacusa, municipio de Quiriego
10.- Tesia, Quiriego.

11.- La Aurora, municipo de Trubutama.
12.- La Galerita, Trubutama.
13.- Galerón, se anota como municipio de Batacosa, actual Quiriego.
14.- Caboa, Quiriego.
15.- Santa Isabel, municipio de Sahuaripa.
16.- Santa Ana, se anota como municipio de Guadalupe.
17.- Concordia, también en Guadalupe.
18.- La Piedra de Cal, municipio de Arivechi.
19.- La Iglesia, Arivechi
20.- La Yerba Buena, Arivechi.

21.- Mesa Quemada, se anota como municipio de San Marcial, actual Guaymas.
22.- Tuquisón, Guaymas.
23.- Batamote, Guaymas.
24.- Pocitos. Guaymas.
25.- San Antonio, Guaymas.
26.- La Mesa, Guaymas.
27.- Aranjuez, Guaymas.
28.- Laurita, Guaymas.
29.- San Isidro se marca como municipio de Tecoripa, actual La Colorada.
30.- Bárraco, La Colorada.


Fuente:

Sonora histórico y descriptivo. F.T. Dávila. Tipografía de R. Bernal. Nogales, 1894, pp. 254-306