La consolidación y primer apogeo de las haciendas transcurrió entre mediados del siglo XVII y el final de la etapa colonial. Durante ese tiempo, gran parte de la organización económica y social del país, y no solo la del sector agrario, giró en torno de las haciendas, constituyendo toda una forma de vida que integraba elementos rurales y urbanos, individuales y colectivos, civiles y religiosos, no obstante este lugar hegemónico que alcanzaron y que las llevó a su primera etapa de apogeo, las hacienda nunca nominaron de todo a las comunidades indígenas, ni tampoco dejaron de pasar por momentos críticos, aunque estos jamás pusieron en peligro el sistema como tal.
La falta de capital y de liquides desembocó en constantes hipotecas y la abundancia de estas, aunadas a administraciones deficientes y a los múltiples pagos entregados a la iglesia (diezmos, censos, capellanías, obras pías), provocaron la quiebra de muchas haciendas o un frecuente cambio de propietario. Eventuales crisis agrícolas y de mercado (como el de la minería), orillaron a muchas de ellas a poner sus tierras menos productivas bajo el sistema de arrendamiento y a parecería, o bien a vivir momentos de involución o autarquía, sobre todo en la región del norte. Sus espacios comerciales se ampliaron cada vez más, y fueron especialmente lucrativos de los de aquellas haciendas que abastecían los centros urbanos mineros. Sin embargo, lo precario de los caminos y de los medios de transporte así como las fuertes restricciones a las exportaciones novohispanas impuestas por la Corona, les impidieron llegar más allá de un mercado regional.
No obstante las limitaciones establecidas por el gobierno español respecto de las propiedades agrícolas de la iglesia, la mayoría de las órdenes religiosas y numerosos clérigos llegaron a poseer gran cantidad de haciendas. Estas adquisiciones fueron por medio de la compra, pero más comúnmente por las donaciones testamentarias hechas por devotos feligreses, y a través de embargos por hipotecas vencidas, ya que entonces las instituciones eclesiásticas eran la principal fuente de crédito. Destacaban por su enorme extensión, optima administración y elevada productividad las haciendas de la Compañía de Jesús. Al decretarse en 1767 la expulsión de los jesuitas, sus bienes fueron incautados y puestos a remate, con lo cual sus latifundios quedaron desmembrados y pasaron a manos de ricos hacendados seglares.
En 1804 el gobierno de los borbones asestó otro golpe a los bienes eclesiásticos, solo que esta vez no se redijo a los de una comunidad sino a los de todas, ni tampoco redundó en beneficio de otros hacendados sino más bien en su perjuicio. Una real cédula ordenó entonces entregar a la Real Hacienda el capital que se extrajera de la venta de los bienes raíces de la Iglesia, así como el capital líquido que esta poseía. Como dicho circulante estaba invertido en préstamos hipotecarios a miles de hacendados, además de mineros, obrajeros y comerciantes, estos quedaban obligados a redimirlos en un plazo menor al estipulado originalmente. La aplicación de esta cédula, conocida como “consolidación de vales reales”, no pudo ser radical y se prolongó hasta 1809. Durante todos esos años se desató en contra del gobierno metropolitano una airada protesta y una constante resistencia por parte de los afectados, que no solo era la iglesia sino también los principales grupos económicos del Virreinato, los cuales para entonces ya estaban conformados mayoritariamente por criollos. El sistema crediticio se derrumbó y el sector agrícola entró en una grave crisis, y junto con él, las relaciones entre la Iglesia y el Estado y los de la Colonia con la Metrópoli. La gota derramó el vaso, y al año siguiente la Nueva España se incendiaba con una guerra de independencia.
Fuente:
Rendón Gracini, Ricardo. Haciendas de México. Fomento Cultural Banamex. México, 1997. pp. 35-56
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