Dentro de la mucha publicidad que se hizo de México en el ámbito turístico internacional previo a los XIX Juegos Olímpicos de 1968 encuentro en una de esas librerías de viejo, en la calle de Donceles en la ciudad de México, una revista publicada en París en junio de ese año llamada La revue des voyages, en su edición español-portugués, un artículo escrito por el maestro Salvador Novo en donde nos da su muy característico punto de vista sobre la personalidad de los mexicanos. Quizá los editores solicitaron estas cuartillas a Novo debido a que el recién inaugurado espectáculo de Luz y Sonido en Teotihuacán era la sensación del momento y el texto que allí se desarrolla fue escrito precisamente por él, y tomando como ejemplo tan solo la primera estrofa que, como introducción, hay al iniciar el espectáculo, vemos la pluma singular de Novo:
"Soy el sol y doy la vida. Lanzo mis fuegos hacia el infinito y hacia las eternas vastedades del universo. Planetas y constelaciones pasan en lenta procesión en torno a mi. Les doy el tiempo, los días, los meses, los años. Y les doy siglos de vida humanada".
"Los turistas descienden del avión desfilan hacia la aduana, exhiben sus pasaportes frente al adusto escrutinio de los oficiales. La de estos oficiales es la primera mirada mexicana con que tropiezan, el primer rostro moreno que miran. Los empleados de aduana son casi iguales en todos los aeropuertos del mundo. Su deber es la seriedad, su misión la desconfianza. Pero estos mexicanos la ejercen con una cortesía reprimida, que pugna por adornarse con una sonrisa. Cuando los turistas recogen sus maletas y un mozo las carga, la sonrisa se acompaña con una mirada que parece desmentirla.
A partir de ese momento, al turista le intrigará percibir en los mexicanos que le sirven -el chofer del taxi, el portero del hotel, los bell boys, los meseros del restaurante, los empleados de las tiendas- o los aseadores de calzado -la misma mirada enigmática-. Ojos rasgados, negros, elusivos, instalados sobre pómulos prominentes. Se fijan un instante en el extranjero, pero enseguida se desvían, como pájaros sorprendidos y ágiles.
Sin embargo, cuando los mexicanos están a solas, cambia el tiempo de sus miradas. podemos sorprenderlos sentados a la puerta de su choza en el campo, y entonces su mirada parece concentrarse en un punto fijo del horizonte, inmóvil y remoto.
México se abrió al turismo desde que en 1519 llegó Cortés a la capital de un imperio vasto -lo conquistó- y fue conquistado por él. Conocida es la historia: el joven aventurero español buscaba oro y una hermosa india llamada Malintzin le sirvió (primera y eficaz guía de turistas) como interprete, aliada y guía, contra su propia raza.
"Como era natural, Cortés y Malintzin se amaron. O cuando menos, ella lo amó lo suficiente como para darle un hijo que vendría a ser el primer mestizo, el primer mexicano. El fenómeno se repitió entre los conquistadores numerosos y las indias bonitas. Y México no tardó en poblarse con seres que obviamente heredaban, fundían y manifestaban en su carácter y en sus rasgos, las dos sangres que integraban su mestizaje.
Los primeros cronistas llegados a la Nueva España consignaron en libros sus observaciones acerca del carácter de los indios. Cortés en sus cartas a Carlos V, el soldado Bernal Díaz en su Historia Verdadera de una conquista en que él tomó muy activa parte dan constancia de la bravura de los indios, pero también de su humildad y su cortesía, de sus modales finos, de su voz suave y dulce.
Otros cronistas -los religiosos franciscanos- observaron más de cerca, y trataron con mayor ternura a los indios. Pudieron así destacar sus virtudes de su misión, obediencia y destreza manual. Y conforme penetraban en el misterio del pasado indígena, comprendían mejor que ese carácter apasible, esa cortesía sincera de los indios, tenía raíces firmes en la educación que por todo el tiempo de su historia anterior a la conquista habían recibido en las escuelas de los nobles -el Calmecac- y de los plebeyos -y el Tepuchcalli-.
Una educación respetuosa de los viejos, moldeada por los largos discursos (huehuetlatolli), que pronunciaban en toda ocasión, llenos de amonestaciones y consejos prudentes para los niños, los jóvenes los guerreros, los novios al casarse o los deudos al morir un familiar.
Descubrieron también los Cronistas -Sahagún- que en la lengua de los indios, la terminación tzin es al mismo tiempo diminutivo y reverencial. De ahí nos viene a los mexicanos esta peculiaridad de decirlo todo en pequeño: "¿quieres tantito dulcecito?", "ahorita vengo", "voy a comprar mi panecito", "quédate a platicar un ratito" -que les suena tan extraño a los españoles recién llegados al oír hablar aquí una lengua que ellos nos enseñaron- pero que hemos modificado al hacerla nuestra, y subordinado a volverla instrumento de expresión de nuestro propio y diferente modo de ser.
Este rasgo sobresaliente de la Cortesía Mexicana contagió aun a los españoles y a los criollos (hijos de españoles, pero nacidos ya en México) de la Nueva España. Uno de ellos -Juan Ruiz de Alarcón - nació en Tasco, pero escribió comedias en Madrid al mismo tiempo que Lope de Vega. Y los críticos han señalado en su obra y en sus personajes características que lo distinguen de sus contemporáneos españoles y que se reconocen como peculiarmente mexicanas: un medio tono crepuscular, un triunfo de la virtud y la inteligencia sobre la prestancia física o la riqueza -y un afán de moralizar, de amonestar, que parece provenir de las raíces prehispánicas señaladas arriba.
En el siglo XVII otros viajeros europeos visitaron a México -Thomas Gage, Gemelli Carrieri- y recibieron igual impresión al ponerse en contacto con los mexicanos. Admiraron su cortesía no exenta de desconfianza. En nuestro siglo, otro ilustre viajero inglés, Aldoux Huxley ("Beyond the Mexique Bay") dio en el clavo al definir la mirada de los indios mexicanos como la de una tortuga: impenetrable.
Subyacen pues en el carácter del mexicano los rasgos indígenas, que suavizan la fanfarrona herencia española. Contrastan aveces con la imagen del mexicano bravucón, pendenciero, amigo del tequila y entonador de serenatas con guitarra y mariachi, que ha popularizado cierta propaganda grata al turista curioso de encontrar "latin lovers" en "dear old Mexico".
Pero esa imagen es tan falsa y superficial como la de España de pandereta y castañuelas que en un tiempo se acreditó gracias a la literatura de Próspero Merimée, y a la ópera Carmen.
La realidad es que el mexicano auténtico conserva su herencia indígena en mayor proporción que la española. Y que por virtud de esta prevalencia, y escarmentados como quedaron los indígenas del siglo XVI con el trato que recibieron de los turistas españoles que llegaron a conquistarlo, solemos desconfiar, al principio de las personas extranjeras que recibimos.
Pero una vez roto el hielo del primer contacto, a la sonrisa de nuestros labios corresponde la cordialidad de una mirada que tiende hacia el huésped el puente dulce de la amistad. Somos entonces los sinceros, obsequiosos anfitriones de los extranjeros que nos visitan. Y nos da gusto mostrarles nuestra casa y ofrecerles-como lo hacían los aztecas con sus huéspedes- una flor y un canto como collar de la amistad". (1)
Es evidente que el maestro Novo se estaba dirigiendo específicamente al mercado ibérico en este breve y enjundioso texto. Me parece por demás curioso que una de las fotografías que aparece en gran formato, a página y media, sea precisamente la de la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, toma hecha justo cuatro meses antes de los acontecimientos que opacaron al año de 1968.
Fuente:
Hay tanta tela de dónde cortar al respecto de este tema! Es fascinante. Felicidades por cada texto, investigación y foto que compartes. Es un placer leerte cada día. Saludos!!
ResponderEliminarDisculpa, una duda: ¿de dónde sacaste la imagen de Salvador Novo?
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