Celébrase en este día una de las mayores fiestas del catolicismo mexicano, la primera seguramente, como dice el Sr. Altamirano (1), por su popularidad, por su universalidad, puesto que en ella toman parte igualmente los indios que la gente de razón; Juán Diego y D. Quijote, Martín Garatuza y Guzmán de Alfarache,
Todos se entusiasman del mismo modo; todos, poseídos de una piedad sin ejemplo, van ese día á la Villa á rezar á la Virgen, á comer chito con salsa borracha en el venturoso cerro del Tepeyac, y á beber el blanco néctar de los Llanos de Apam.
Positivamente, el que quiera ver y estudiar un cuadro auténtico de la vida mexicana: el que quiera conocer una de las tradiciones más constantes de nuestro pueblo, no tiene más que tomar un coche del ferrocarril urbano, que sale de la Plaza de Armas cada diez minutos conduciendo á la Villa una catarata de gente, que se desparrama de los veinte wagones que constituyen cada tren al llegar á la Villa de Guadalupe. Es la Ciudad de México entera que se traslada al pie del Santuario, desde la mañana hasta la tarde, formando una muchedumbre confusa, revuelta, abigarrada, pintoresca, pero difícil de describir.
Allí están todas las razas de la antigua colonia, todas las clases de la nueva República, todas las castas que viven en nuestra democracia, todos los trajes de nuestra civilización, todas las opiniones de nuestra política, todas las variedades del vicio y todas las máscaras de la virtud, en México.
Allí se codea la dama encopetada de mantilla española ó de velo de Chantilly, que estamos acostumbrados a ver balanceándose sobre sus altos tacones en las calles de Plateros, con la india enredada de Cuautitlán o de Azcapotzalco: allí se confunde, cubierto de polvo, el joven elegante de cuello abierto, de pantalón á la patte d'elephant, que luce sus atractivos femeniles en el Zócalo, con el tosco y barbudo arriero de Ixmiquilpan ó con el indio medio desnudo de las comarcas de Texcoco, de Coatepec y de Zumpango, ó con el sucio lépero de la Palma y de Santa Ana. Y no existen allí las consideraciones sociales; los carruajes de los ricos se detienen á orillas del pueblo, lo mismo que los coches simones, lo mismo que los trenes del ferrocarril.
Todo el mundo se apea y se confunde entre la multitud; el millonario va expuesto á ser pisoteado por el pordiosero y despojado de su reloj por el pillo. La señorona estruja sus vestidos de seda con los inmundos arambeles de la mendiga y con los calzones de cuero del peregrino de tierra adentro. No se puede entrar en el Santuario sino á empellones; no se puede circular por la placita, sino dejándose arrastrar por una corriente inevitable. Solo en los cerritos se respira con libertad el aire del Valle, impregnado de las exhalaciones salobres del lago de Texcoco.
Después de la misa de doce, solemnísima, con acompañamiento de orquesta, á veces celebrada de Pontifical y con asistencia, por supuesto, de los canónigos de la Colegiata y del Abad venerado de Guadalupe, durante la cual bailan, en el centro de la Iglesia de Guadalupe, sus danzas, los indígenas, vestidos con los curiosos paramentos de la época antigua, es decir, con penachos de plumas y con trajes fantásticos de colores chillantes; después de la comunión y de otras ceremonias interesantes del culto, la muchedumbre, dejando su lugar á otra y á otra que ocupan todo el día la Iglesia, sale, se dispersa por las callejas del pueblo ó Villa que tradicionalmente se llama Villa de Guadalupe, y que oficialmente ha recibido el nombre de Guadalupe Hidalgo, nombre que, entre paréntesis, no ha pegado, y ó regresa á México, ó trepa en los cerros del Tepeyac con el objeto de almorzar al uso del día, es decir, carne de chivó, chito, como la llama la gente, salsa de chile rojo con pulque, llamada vulgarmente salsa borracha, remojada todavía con abundantes libaciones de pulque.
A las seis de la tarde, todo este mundo de peregrinos se halla en un estado igual al de la salsa, y la Santísima Virgen presencia abominaciones y crímenes que son comunes en las fiestas religiosas de México.
En los días subsiguientes, la ciudad santa de Guadalupe, que, como todas las ciudades santas y focos de devoción, es un lugarejo triste y desolado, no presenta de notable más que el inmenso basurero en que la deja convertida la devoción de los fieles mexicanos.
1.- Este artículo, que constituye un cuadro de costumbres mexicanas trazado con mano maestra, lo tomamos íntegro de la obra Paisajes y Leyendas, escrita por aquel distinguido literato.
De la Torre, Juan. La Villa de Guadalupe. Imprenta de Juan Cumplido. México, 1887. pp. 44-46
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