Descubro un historiador que me parece extraordinario, originario de Sevilla y especializado en la Historia de América: Ramón María Serrera Contreras. Pertenece a la Universidad de Sevilla y lo que pude leer fue parte de su Guadalajara Ganadero, de donde extraigo el texto que a continuación comparto:
La mula es un animal que sería necesario inventar si no existiera, afirmaba Bajaault al referirse a la importante función que desempeñó este animal en la historia, en la economía y en la red de comunicaciones de todos los países de la vieja civilización mediterránea. Efectivamente, según opinión de dos especialistas españoles en esta modalidad de cría, Salvans y Torrent, el ganado mular combina la longevidad, la sagacidad, la paciencia y la temeridad del asno con la mayor alzada y velocidad del caballo. La inteligencia de la mula supera a la del caballo y es casi igual que la del asno; resiste mejor que aquel un trabajo duro y prolongado; precisa menos alimento y exige menos calidad; su etapa vital de utilidad comienza antes y termina después que en la especie equina; por lo general, come únicamente lo necesario; suele tener pocos accidentes; es sobria, soporta el hambre y las sequías y todo tipo de privaciones; resiste los climas cálidos y soporta cambios de temperatura; padece pocas enfermedades; es lenta en el proceso de fatiga; se adapta a los cambios de altitud; sirve como bestia de carga, de tiro y de montura; su historia manifiesta que ha prestado servicios irremplazables en la minería, en el transporte, en los ejércitos, en la paz, en la guerra, en las faenas agrícolas, en las montañas, en las estepas, en los desiertos; su paso es más vivo que el de un buey; no requiere descansos frecuentes como el caballo y no interrumpe su periodo de utilidad por gestación por no tenerla.
Fue precisamente una mujer escocesa, madama Calderón de la Barca, una de las personas que mejor supo formular, allá hacia la primera mitad del siglo XX, la importancia de la mula en la vida mexicana, confirmando con ello las características apuntadas. Con motivo de haber asistido en una hacienda a las faenas del “herradero” de mulas, expresó en una de sus cartas las siguientes observaciones:
“…este animal es quizá el más útil y del cual se saca más provecho de todos los de México. Sirve de bestia de carga y de tiro en toda la república, y no tiene igual para las largas jornadas, pues es capaz de soportar grandes fatigas, particularmente en las partes más áridas y montañosas del país, en las que no hay caminos. Unidas a un tiro pueden arrastrar cerca de quinientas libras de peso, caminando a un promedio de doce o catorce millas en un día, y de esta manera alcanzar a rendir una jornada (sic) de más de mil millas. Para el uso diario son preferibles a los caballos, por ser mucho menos delicados y no necesitar tantos cuidados y resistir mejor a la fatiga. Un buen tiro de mulas puede costar desde quinientos a mil pesos”.
El barón de Humboldt refería que solo aquellos que hubieran estado en países en donde el comercio únicamente era practicable a lomos de mulas o camellos podían comprender la aguada crisis por la que atravesaba el virreinato a principios del siglo XIX. Este autor percataba con toda claridad del progreso que había supuesto el arraigo de la cría mular y la desaparición de miles de indígenas que, ejerciendo el oficio de tlamama suplían la tarea de las acémilas y pasaban su vida atravesando los caminos reales cargados con grandes cajas de cueros “petacas”, con treinta y cuarenta kilogramos sobre sus hombros. Matesans indica que la función del transporte encomendada a estos indios cargadores o tamemes se siguió manteniendo durante un largo periodo de tiempo en el México colonial, y hasta que en 1550 más o menos no hubo cantidad suficiente de mulas como para comenzar a hacer inútil este servicio e ir relegando una costumbre india tan arraigada.
Desde el punto de vista legal esta práctica estaba prohibida. Las disposiciones al respecto son muy numerosas. El “Cedulario Italiano”, Diego de Encinas, recoge numerosos mandamientos del siglo XVI en los que una y otra vez se recuerda la prohibición de la existencia de los indios cargadores, destacando especialmente las dirigidas a la audiencia de Nueva España. Apenas se inicia el siglo XVII y de nuevo se vuelve a insistir en lo mismo, pues en el artículo IV de la extensa de la Real Cédula de 24 de noviembre de 1601 dirigida al virrey conde de Monterrey, en la que se regulaba el régimen laboral de los indios, se dispuso lo siguiente:
“…de aquí adelante en ninguna de la las provincias ni partes de ese distrito no se puedan cargar ni carguen los indios con ningún género de cargas, ni por persona alguna de ningún estado, calidad ni condición que sea, secular ni eclesiástica, ni en ningún caso, parte ni lugar, con voluntad de los indios ni de sus caciques y superiores sin ella, ni con licencia de mis virreyes, audiencias y gobernadores, a los cuales les prohíbo y mando que no den las dichas licencias ni permitan ni disimulen las dichas cargas de indios”.
Estas normas quedaron recogidas en las Ordenanzas Laborales de Nueva España de 28 de junio de 1603. Y pasaron casi sesenta años cuando otra vez se recuerda la prohibición en la ordenanza de 7 de diciembre de 1662.
Toda esta legislación pasó finalmente a formar parte del articulado de la Recopilación de 1680 en distintos títulos y apartados.
Ni que decir tiene que tanto ésta como otras disposiciones similares no se cumplieron. El hecho de que se insistiera tan periódicamente en la prohibición indica que no debió ser muy tenida en cuenta en Nueva España durante las dos primeras centurias. Los relatores del viaje del fray Alonso Ponce, el visitador Franciscano que recorrió los conventos de su orden en el virreinato referían por la década de los años 80 del siglo XVI que “los animales de carga no los tenían los indios en su antigüedad; ellos mismos se llevaban a cuestas sus cargas, y ahora también lo hacen por la mayor parte; y no solo las suyas, pero también las de otros. Y esto era y es general en la Nueva España”. Baqueuell también consigna la persistencia de esta costumbre en los siglos XVI y XVII a pesar de ir en contra de lo legislado, y de hecho, los tamemes fueron desapareciendo paulatinamente a lo largo de las tres centurias por imperativo de la mayor efectividad y capacidad de carga de las mulas en el cada vez más denso tráfico mercantil novohispano, si bien en lugares muy apartados se mantuvo durante más tiempo o subsiste hasta la actualidad.
En un mundo en el que faltaban los grandes cuadrúpedos de carga y en un medio en el que la orografía hacía las más de las veces los caminos intransitables, el español del periodo de la conquista iba a introducir un elemento nuevo que a partir de entonces marcaría todo el proceso colonizador y el posterior desarrollo de la economía y de la red de comunicaciones del territorio: el caballo y la mula. Ya se vio el papel del primero y la importancia que dejó en las formas de vida de un país que, aun hoy, sigue siendo predominantemente rural y agrario.
Las repercusiones de la introducción de la segunda especie, la mular, no fueron, por su puesto menores. E incluso cabe afirmar que su huella se dejó sentir en unos niveles económicos y sociales aún más vastos. A pesar de las continuas prohibiciones por parte de la Corona encaminadas a evitar la proliferación de su cría y a pesar también que la costumbre hizo relegar su empleo a unos estratos étnicos económicamente más humildes, la mula se fue convirtiendo en uno de los objetos más imprescindibles y caros. El español, el mestizo, el indio, el minero, el agricultor, el traficante, todos los niveles sociales del virreinato necesitaban los servicios de la acémila para sus actividades domésticas o para sus operaciones de intercambio. En vísperas de la independencia la mula ya no es un elemento extraño en el paisaje de la vida novohispana. Los espléndidos cuadros de vida diaria que nos legó el gran artista Carlos Nebel reflejan de forma manifiesta esta realidad.
Fuente:
Serrera Contreras, Ramón María. Guadalajara ganadera, estudio regional novohispano (1760-1805). Universidad Autónoma de Aguascalientes. Aguascalientes, 2015. pp. 281-285
No hay comentarios:
Publicar un comentario