La muerte, más allá de estar asociada a la vejez lo está con las enfermedades, los asesinatos y accidentes y sus ligas con hospitales, médicos, justicia, leyes... testamentos y tantas otras cosas más. Es así que, esta vez, encuentro un texto igual de interesante a los que he venido compartiendo, que encuentro en esa magnífica colección de libros que desarrollan en cada tomo uno de los siglos de historia de México enfocado a estudiar la vida cotidiana. Esto que aparece en el siglo XVIII, incluye referencias del primer cuarto del XIX, seguro lo disfrutarás:
“El 19 de julio de 1824 los yucatecos supieron de una extraña disposición al leerse el testamento de don Pedro Pablo de Paz, dueño de casas, solares y quintas en Mérida e Izamal y de al menos tres importantes haciendas en las cercanías de la capital. Había ordenado que “verificado su fallecimiento, se diera su cuerpo a los animales, como indigno pecador que era y había sido, botándosele en el campo. Y distante para que no infestara a su vecindad; sin hábito, con vestido natural, ni aparato alguno”. La última voluntad del rico hacendado debió ser sin duda estremecer a los emeritenses, tanto mayas como mestizos o peninsulares. ¡Jamás se oyó cosa parecida bajo el dominio español en todo el amplio mundo maya, ya fuese en sus porciones orientales de Tabasco y Chiapas, en los extremos occidentales, que tocan los límites de Guatemala con el Salvador y Honduras, o en la península de Yucatán!
Ciertamente se había sabido de entierros precipitados o clandestino, e incluso de cuerpos abandonados en el campo, como ocurría no tan esporádicamente en la alcaldía de Tabasco, donde a principios de ese siglo se había descubierto que más de alguna madre soltera parda o mestiza había arrojado a su recién nacido a una corriente de agua o lo había ultimado cortándole los vasos sanguíneos con una concha de tortuga, lo que les valió ser doblemente condenadas: por filicida y por haber privado al producto de sus amores clandestino “no solo… de la vida temporal sino aún de la eterna” al negarles el agua del bautismo. Y puesto que las ordenes de captura en su contra se turnaron hasta la gobernación de Yucatán, no sería extraño que los emeritenses estuviesen enterados de que a Micaela Somoza, jovencita india del cercano Chiapas acusada de asesinar a su marida desmembrándolo con el machete, se le condenó a muerte no solo por el delito ya en sí execrable de parricidio, sino también por haber atentado contra la religión al pretender enterrarlo en su casa, “negándole cristiana sepultura”.
Nadie ignoraba tampoco que varios pueblos mayas acostumbraban enterrar a sus deudos en los patios o incluso el interior de las casas, y se sabía asimismo que en ciertos poblados guatemaltecos, como Santa Cruz del Chol, era común despachar a los moribundos en una parihuela de caña al pueblo de Salamá, relativamente lejano, donde las tarifas por entierro eran más bajas o, ahorrándose el viaje, una vez muerto, lo enterraban a escondidas, incapaces y hartos de cubrir los cobros excesivos del párroco del lugar. Y que varios otros curas se negaban a acompañar a los cadáveres en su tránsito al cementerio cuando no mediaba pago por ello, pese a que la ley lo prohibía, era igualmente de todos sabido; tan sabido como el que a veces ocurría lo contrario, es decir, que los eclesiásticos se afanasen por solemnizar un entierro pese a haber ordenado algo muy distinto el testador.
Acaso más de un vecino estuviese enterado también del retraso que se registró en el entierro de don Martín González de Vergara, alcalde mayor de Ciudad Real, provincia de Chiapas, cuyo cadáver impedían sepultar los oficiales reales alegando las deudas que mantenía con el fisco. Dispuestos a no desprenderse de su particular reo hasta que los herederos no pagasen el débito, lo declararon “embargado” y lo sujetaron con grilletes, ordenando a la guardia no entregarlo a su viuda. Solo la acción enérgica del obispo –quien invocó “ser obra de misericordia enterrar a los muertos” y el peligro de infección que representaba para “el común de la ciudad”- logró solucionar el entuerto tres días después del fallecimiento.
Cadáveres embargados, hijos o maridos a quienes se pretendió enterrar fuera del lugar sagrado o en sito distante a la propia parroquia, falta de respeto a lo estipulado por un moribundo…, pese a todo lo inusual que fuese, nada era comparable por lo dispuesto por don Pedro Pablo de Paz. Bajo la denominación española tal solicitud hubiese resultado inconcebible; ciertamente podía pedirse en aparente muestra de humildad, que los restos fueran depositados a la entrada de la iglesia o al pie de la concha con agua benditas, a fin de que los fieles –al pisar la lápida- se acordasen de elevar sus preces por el difunto, pero de allí a ordenar ser arrojado en el campo a merced de los animales y sin parafernalia religiosa alguna mediaba un abismo. No consta si se llevó a cabo disposición tan poco ortodoxa, pero no cabe duda de que el mismo hecho de enunciarla era un signo de que los tiempos estaban cambiando.
Ruz, Mario Humberto. Fastos y piedades fúnebres en el ámbito maya. En Historia de la vida cotidiana en México, Tomo III. Conaculta, México, 2010, pp. 247-249
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