martes, 9 de octubre de 2018

A propósito de la comida y las cocinas conventuales.

 De un tiempo para acá, digamos que una década, comenzamos a dar mayor importancia a lo que comemos, comenzamos a paladear comidas corridas que, en ocasiones son extraordinarias, iniciamos la educación del paladar y a probar comidas distintas. Recuerdo que, cuando vivía en Cancún, cada vez que iba a la ciudad de México, que eran dos veces al año, tenía un recorrido ya establecido para un día pasar por el rumbo de Correo Mayor y comer en alguno de los buenos restaurantes libaneses que allí hubo, digo que hubo porque ante el éxito que tuvieron, se mudaron a zonas más privilegiadas; otra escala era en la comida japonesa, mucho antes de que el sushi se pusiera de moda, lo hacía en un sitio que actualmente mi presupuesto no me lo permite, Miyako creo se llama, en Reforma y Guadalquivir, o por la zona rosa, sitio en el que, por cierto actualmente sigue siendo japonés en la modalidad de “comida corrida”. Luego descubrí la comida hindú, ni que decir de la española que en abundantísimos menús ofrecen en emblemáticos lugares del centro histórico que también me son prohibitivos en la actualidad.

  Y lo mejor era, siempre lo ha sido, la oferta callejera de tacos, tortas, tamales y ni que decir de los mercados y sus exquisitas comidas y todo aquello que allí se oferta. Vendría luego la declaración de la comida michoacana como Patrimonio de la Humanidad pero, seamos bien claros, se refiere a comidas muy específicas, en base de maíz y no a toda la producción de la culinaria nacional. 

  Así pues, ahora que nuestro gusto y paladar se ha refinado y/o educado, será bueno saber algo del inicio de la larga historia de la culinaria mexicana, para ello me apoyo en lo que considero una de las mejores cosas que nos ha dado (a los mortales) el Colegio de México: La historia de la vida cotidiana:

   “Los conventos femeninos de la ciudad de México dan razón de esa rutina y de acomodos sucesivos y silencioso que anuncian la aparición no solo de una sino de muchas cocinas mexicanas. Se calcula que a mediados del siglo XVII la ciudad tenía quince conventos de monjas en los que vivían alrededor de mil mujeres enclaustradas, casi todas españolas o criollas. Algunos estaban sometidos a una rigurosa observancia, el voto de pobreza se cumplía sin atenuantes y los alimentos salían de una cocina común porque todas las monjas vivían en comunidad. En otros conventos económicamente mejor dotados la observancia llegaba a ser menos rigurosa; existía una cocina común para atender las necesidades generales de aquellas monjas que habitaban celdas comunitarias, pero con frecuencia algunas religiosas disponían de celdas o viviendas privadas que incluían su cocina independiente, eje de un activo intercambio de prácticas culinarias. En cada celda vivía un núcleo femenino compacto y dispar constituido  por mujeres de edad, posición económica y orígenes sociales diversos que comían de la misma cocina. Hacía cabeza la dueña de la celda, una religiosa casi siempre española o criollas con conocimientos más amplios que las mujeres seglares contemporáneas y autorizadas para administrar sus gastos, incluso los de su cocina. Con frecuencia venía de una familia acomodada habituada al vino, el trigo y la carne.

 La religiosa podía tener a su cargo una o varias niñas de concepción similar a la suya, que ingresaban al convento para educarse. Pasaban tiempo en la cocina porque aprender a cocinar era parte de su formación y sin esfuerzo, incluso jugando, asimilaban sus secretos. Las que decidían permanecer con vistas a profesar, podían aportar algunas recetas de familia que aspiraban a sumarse a las “recetas del convento”. Las que salían “al siglo” o al mundo concluida su formación, conservaban en un cuadernillo sus recetas favoritas las que habían seleccionado para disponer la comida en su futuro hogar.

  También podían habitar en la celda una o varias acompañantes en calidad de criadas, sirvientas, esclavas o mozas de sangre india, mestiza o mulata que asistían a las monjas; entre sus obligaciones estaba la preparación cotidiana de los alimentos y de manera informal fungían de maestras de cocina de las niñas. En los conventos más prósperos hubo religiosas que llegaron a mantener cinco o hasta seis acompañantes provenientes de hogares donde el maíz, el chile y el pulque tenían presencia cotidiana.

 […] A finales del siglo xvii las encargadas de la cocina tenían pocas posibilidades de leer y escribir por eso “la manera de hacer las cosas” dependía de su memoria. Unos cuantos garabatos eran suficiente apoyo para una cocinera hábil con las manos aunque de pocas letras o, en su caso, analfabeta. Cabe aclarar que la situación variaba en los conventos porque era común que las responsables de estos quehaceres aprendieran a leer y escribir. La fecha de un viejo recetario manuscrito, cuando se consigna, fija el año de la escritura, no el hipotético año “inicial” de la elaboración del platillo. En efecto, podían pasar años para que los ingredientes y la manera de proceder que definen una receta quedaran escritos en un cuaderno. En ese lapso muchas se perdían porque la cocinera se llevaba el secreto a la tumba o porque los vivos la relegaban al olvido. Otras libres del yugo de la palabra escrita que, por lo menos en teoría, las hubiera sujetado a cantidades y técnicas prefijadas, se actualizaban, se reinventaban o modificaban con absoluta libertad.

  La distinción moderna entre los platillos dulces y salados no era común entonces. En el libro de recetas que se supone fue escrito por Sor Juana, encontramos un “Pudín de espinaca” preparado con dos libras de azúcar, leche y yemas de huevo. Como aventurar si hace las veces de lo que ahora se conoce como “plato de entrada “porque lleva espinaca, (la receta no dice cuántas) o, puesto que se le pone mucha azúcar, rescatarlo como un postre “anticuario” de raíz medieval. Nadie está obligado a emitir juicios sobre el particular; solo quería señalar que ahora las cosas son diferentes y por eso ciertas maneras de hacer la cocina resultan distantes y ajenas. 


Fuente:


Corcuera de Mancera, Sonia. La embriaguez, la cocina y sus códigos morales. En Historia de la vida cotidiana en México. T. 2 pp 541-549

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