La muerte no fue, no era, no es galana... pero las exequias en tiempos novohispanos sí que lo fueron, en plena ebullición del barroco, las celebraciones en torno a la muerte eran, además de "galanas" que se llegaban a denominar, incluso, como "máquinas de la muerte". Una vez más nos apoyamos en la extraordinaria obra: Historia de la vida cotidiana en México.
GALANO, NA. adj. Lo perteneciente a gala, o que está hecho con ella. Latín. Elegans. Speciosus. RIBAD. Fl. Sanct. Vid. de Santa Pelagia. Las ropas que llevaba encima eran galanas y ricas. ACOST. Hist. Ind. lib. 7. cap. 21. Y les hizo miradores galanos donde viessen las fiestas. [iv.6]. (Diccionario de Autoridades - Tomo IV (1734)
“Gran parte de la población novohispana acostumbraba recibir el duelo en la propia casa del difunto. Un homenaje especial, rodeado de lujo, derroche y ostentación, merecían los leales servidores de la Iglesia y Corona, como también los miembros de las poderosas élites urbanas, cuya capacidad económica les permitía destinar, de ante mano, cuantiosas sumas para cubrir el alto costo del funeral. De tal suerte que los cuerpos de arzobispos, obispos y otros jerarcas de la Iglesia eran velados en el palacio arzobispal, en tanto que en el palacio virreinal se recibían las condolencias por la muerte de virreyes, virreinas y otros distinguidos personajes de la burocracia colonial.
Después el cortejo fúnebre recorrida las calles de poblados o ciudades para trasladar el cuerpo del lugar del deudo a la iglesia donde se celebraría la misa de cuerpo presente. Parientes y amigos del difunto, vestidos de riguroso luto, encabezaban el cortejo portando luminarias, hachas y ceras encendidas como símbolo de la finitud de la vida y para recordar de los fieles que el alma, a semejanza de la luz que irradiaban las velas, viviría para siempre, gracias a la resurrección. Algunos miembros del clero participaban en el cortejo para orar en el trayecto. Entre rezo y rezo se dirigían a los miembros de la comunidad que llevaban en hombros el ataúd y cerraban el cortejo, con la frase que decía a la letra: “Ve en paz que ya te seguiremos”.
Al llegar al templo y durante las ceremonias, el féretro se rodeaba de recipientes con incienso para simbolizar que las oraciones ofrecidas por el descanso del alma del difunto se elevarían al cielo a semejanza del humo. Se rociaba, asimismo, con abundante agua bendita en señal de que así como cayeron los muros de Jericó, gracias a estas ceremonias de cuerpo presente caerían los muros del purgatorio para que el alma pudiera entrar directamente a la gloria.
Cuando terminaban los responsos, el cortejo trasladaba el cadáver al lugar del entierro, que en múltiples ocasiones se realizaba en el atrio o en el interior de los mismos templos, conventos u hospitales donde se había celebrado el sacrificio eucarístico. Como mencionamos, estos lugares de entierro eran una garantía para la salvación del alma por estar cerca de Dios, bajo el amparo de la virgen y la protección de los santos.
Las exequias era la ceremonia que cerraba el ritual de la sepultura eclesiástica y se inspiraba tanto en las tradiciones paganas de griegos y romanos, como en las costumbres judeocristianas, por lo que en su recuerdo se le llamó, indistintamente, ceremonia de obsequias, en remembranza de las ofrendas que unos y otros hacían en honor a sus muertos, o ceremonia de honras fúnebres o exequias, palabra latina que significa seguir hasta el fin, o lo que sigue después de la muerte.
El ceremonial estaba debidamente reglamentado conforme a reales órdenes y otros estatutos eclesiásticos y, en la nueva España, se dedicó sobre todo a conmemorar la muerte de los miembros de los grupos de poder como virreyes, oidores, arzobispos y obispos, y las de las élites urbanas, casi todas benefactoras de la iglesia, en tanto que las exequias populares pasaron sin dejar huella en la historia.
El lujoso homenaje fúnebre que rindieran los vasallos de la Muy Noble y Leal Ciudad de México al poderoso monarca Carlos V, sería solo el inicio de una larga tradición que pronto se extendió en las principales ciudades del virreinato y en especial a aquellas que, por su importancia, habían adquirido el rango de cabecera de arzobispado o de obispado, donde se concentraban las élites españolas y criollas. Con tales exequias, esos grupos manifestaban su lealtad al monarca espiritual y temporal, amén de demostrar su poderío mediante un excesivo derroche de lujo y ostentación.
En esas ceremonias, durante las misas, responsos y sufragios posteriores al entierro, el cuerpo del difunto era suplido por un fastuoso monumento denominado indistintamente catafalco, pira, túmulo o máquina de la muerte que la iglesia de la contrarreforma adoptó de la cultura griega. La forma del monumento, casi siempre piramidal, representaba la inmortalidad y la eternidad, mientras que su decoración, a base de estatuas, emblemas y poemas o motes, exaltaban las virtudes del difunto fueran estas falsas o verdaderas, para de esta forma moralizar a los vivos y rendir un homenaje póstumo a la memoria del difunto.
La máquina de la muerte se colocaba en el crucero del interior del templo, bajo la cúpula. El crucero era la representación misma del cuerpo de Cristo, redentor de los pecados del mundo y la cúpula simbolizaba la inmortalidad, cuando su forma era circular, o la resurrección cuando era octogonal.
El simbolismo de tal ubicación se complementaba con el túmulo mismo, el cual, por su carácter efímero recordaba con insistencia a los insistentes la finitud de la vida y necesidad que tenían de imitar las virtudes del difunto para salir victorioso del combate. En la cúspide del túmulo emergía triunfante el símbolo principal representado por el primer novísimo, es decir, la muerte manipulando un reloj, tema que se explica por el sentido que el tiempo tenía para el hombre barroco. Cuantiosas ceras encendidas iluminaban profusamente le monumento y venían a complementar el sentido simbólico del catafalco. Con las velas los dolientes manifestaban, en nombre del difunto, su fe en Jesucristo como la luz verdadera, su esperanza en la salvación por los méritos de la redención, al tiempo que representaban la finitud de la vida misma.
El homenaje luctuoso rendido al cuerpo ya la muerte individual se cerraba con la lectura de la oración fúnebre, pieza literaria que la Iglesia adoptó también de griegos y romanos y que consistía en una corta biografía ejemplar de carácter militante y combativo que resumía la lucha del soldado de Cristo por la salvación de su alma.
De esta forma, la oración fúnebre venía a cerrar el ritual del cuerpo mediante el cual se moralizaba a los vivos y además convertía al soldado en un verdadero apóstol, en tanto que su biografía era utilizada para difundir y justificar la utilidad de la doctrina, en una época en que la vida cotidiana giraba en torno a la Iglesia, la religión y la muerte.
Lugo Olín, María Concepción. Enfermedad y muerte en la Nueva España. En Historia de la vida cotidiana en México. Tomo III. Conaculta. México, pp. 578-581.
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