Otro de los templos que esta vez tuve la suerte de encontrar abiertos, o en todo caso pasar por ahí a la hora adecuada, fue el de San Bernardo, templo que se logró rescatar, apenas en una parte, de la piqueta que abrió en los años veinte del siglo XX, la ahora Avenida 20 de Noviembre, esa que va a desembocar al Zócalo y que tiene como panorámica la Catedral. Pero no fue esa la única vez que el templo pudo evadir la destrucción, según lo veremos en la muy interesante y bien documentada historia que hizo al respecto don José María Marroquín en su Ciudad de México, de 1900, tomo I, pp. 621-625.
Si es cierto que no hay paz para los impíos, por desgracia es igualmente cierto que con frecuencia se altera en las personas piadosas: entre las monjas del convento de Regina Coeli, vírgenes consagradas al Señor, se suscitaron gravísimas diferencias el año 1635 con ocasión de elegir Abadesa. Formáronse dos partidos: en el uno militaban las hijas y nietas del Marqués de Salinas, Virrey que había sido de la Nueva España, y en el otro las parientas del Marqués de Cadereyta, que a la sazón la gobernaba; triunfaron las primeras, por ser su partido el más numeroso, y las segundas, no queriendo sujetarse á su dominación, procuraron huir de ella, y lo consiguieron.
Entre las vencidas se hallaban Sor Bernardina de la Santísima Trinidad, Sor María de Jesús y Sor Juana de la Encarnación, profesas de velo y coro, hermanas las tres de D. Juan Márquez de Orozco, comerciante acaudalado que murió el año 1621, dejando en la calle de la Celada unas casas, de que era dueño, y sesenta mil pesos más, para que se fundara en México un convento de monjas cistercienses. Catorce años habían pasado sin que se hubiera hecho esa fundación y tal vez no aun promovido, cuando acaecieron en el convento de Regina los disgustos que hemos dicho; tan graves fueron y á tanto llegaron, que no podían sufrirse unas á otras las monjas de los opuestos bandos.
Las vencidas ocurrieron así al señor Arzobispo como al Virrey solicitando, para eficaz remedio, que se realizase la fundación mandada por D. Juan Márquez Orozco, si no con la regla del Císter, que se había dificultado, con la de las concepcionistas, que ellas profesaban. No es cosa sencilla alterar la última voluntad de un testador; sin embargo, las solicitantes pidieron, rogaron, instaron con tal eficacia, que al fin alcanzaron del señor Arzobispo, D. Francisco Manso y Zúñiga, que se hiciese la fundación en la misma calle de la Celada y casas del difunto Orozco, sin que las fundadoras alterasen la regla que habían profesado, ni mudasen el hábito que habían vestido, dándose al nuevo convento el título de San Bernardo, á lo cual asintieron el Virrey y la Ciudad; y las tres autoridades trasladaron á las religiosas á su nueva casa el domingo 30 de Marzo de 1636, por la mañana, después de haber recibido la sagrada comunión de mano del señor Arzobispo en el convento que dejaban, llevando el título de Presidenta la M. Sor Bernardina de la Santísima Trinidad.
Con tal precipitación se obró en este asunto, que el convento se fundó "sin iglesia, sin edificio material y sin casa," según expresión del Sr. Palafox y Mendoza, visitador de Tribunales, en carta escrita á D. Felipe I V en 25 de Julio de 1642, informándole de esto y de otras cosas. Alguna hipérbole debemos suponer que hubo en el informe del Visitador, resultando de la comparación del nuevo convento con los que ya existían, pues edificio material y casa siempre tuvieron las monjas, aunque fueran inadecuadas á su nuevo fin, en la casa de Márquez Orozco, y respecto de iglesia, si al principio destinaran para sus distribuciones religiosas algún aposento interior de la casa, de varios documentos consta que más tarde tuvieron una pobre iglesita.
Así por este informe, como por haberse fundado el convento sin previa licencia del Rey, como las leyes lo mandaban, estuvo el convento á punto de cerrarse, porque, á consulta del Consejo Real de las Indias, se despachó cédula firmada en Zaragoza á 20 de Agosto de 1643, dirigida al Conde de Salvatierra, mandándole que si la separación no se había hecho por causa justa y con licencia, se volvieran las monjas al convento primero; y en lo de adelante se guardara puntualmente la prohibición de fundar conventos sin licencia particular del Rey. Las autoridades eclesiástica y civil del virreinato habían estimado por causa legítima la honda división de la comunidad de Regina, con aspecto de irreconciliable, y sobre este fundamento el Real Acuerdo concedió la licencia, que por esto subsistió, dándose el convento por legítimamente fundado. A pesar de la incomodidad de la vivienda y de la falta de iglesia, y de haber dejado templo y claustro mejores, las religiosas disidentes vivían tranquilas y contentas, porque habían recobrado la paz del corazón; á lo que se agregó que pronto comenzó á poblarse el convento nuevo. Del informe del Sr. Palafox consta que en su fecha había ya 10 ó 12 monjas y que no les faltaron protectores.
El templo de San Bernardo fue cuna de la Venerable Unión, formada de virtuosos sacerdotes, que después se cambió en Oratorio de San Felipe Neri. Era sacristán de ese templo el Pbro. D. Pedro Arias Arévalo, amigo íntimo del P. D. Antonio Calderón Benavides, fundador de la Unión, y por su mediación prestaron las monjas su iglesia para que en ella se hiciese la fundación, y allí se celebraron el año 1658 las primeras conferencias; pero creciendo después el número de sacerdotes unionistas, no disfrutaban comodidad en la pequeña iglesia de San Bernardo, y hubieron de trasladarse á la de Balvanera, dejando á las hospitalarias monjas bernardas dos recuerdos imperecederos: fue el uno la cofradía del Santísimo Rosario de la Virgen María, fundada por el P. D. Antonio Benavides para solas las monjas; y el otro, tres sillas que el P. D. Diego Calderón Guillén de Benavides dejó dotadas.
El tiempo arruinando el convento y un bienhechor ocurriendo á su reparo, mudaron su ser en el que conocimos, y aunque en parte, todavía existe. Fue este bienhechor el Capitán D. José de Retes, noble cántabro, quien por escritura pública destinó el quinto de su caudal á ese piadoso objeto, comenzando la obra por el claustro desde los cimientos; como era pequeña la primera iglesia, para hacer la nueva, que tuvo, cuarenta y ocho varas de largo, fue indispensable comprar una casa contigua y demolerla. En virtud de la influencia que las monjas y su patrono el Capitán Retes tenían en la ciudad, al acto de la demolición de la casa dieron una solemnidad desusada: asistiendo con barretas para comenzar á derribarla el jueves 26 de Abril del año 1685, el Provisor Dr. D. Diego de la Sierra, y el mismo D. José de Retes, acompañados de más de cien clérigos. Cuando el sitio estuvo despejado, el Provisor bendijo, la tarde del 23 de Junio del propio año, en la iglesia vieja, la cruz de madera para la nueva, que los albañiles acostumbran poner en las obras que hacen; y á este acto, igualmente desusado, asistieron veinticinco clérigos con sobrepelliz. Otro día, á pesar de haber estado lloviendo la mayor parte de él, y continuar lloviendo en la tarde, puso la primera piedra el señor Arzobispo Dr. D. Francisco de Aguiar y Seijas ; asistieron los canónigos Dr. D. Diego de la Sierra, Provisor, y Bernabé Díaz, á los lados, y el Dr . D. Pedro Velarde; los racioneros García de León y D. Francisco Jiménez Paniagua, con la capilla de la Catedral, multitud de clérigos y particulares.
No tuvo Retes el placer de ver concluida su obra, porque Dios repentinamente cortó sus días en el vecino pueblo de San Agustín de las Cuevas, el lunes 29 de Octubre del mismo año, sin que por esto se interrumpiera la obra, que continuó hasta que se consumieron los ochenta mil pesos del legado, y ni entonces se paralizó, porque Doña Teresa Retes, hija del finado, y su marido D. Domingo del mismo apellido, no menos piadosos que él, añadieron de su caudal otros sesenta mil pesos, con los que concluyeron el convento con todas sus oficinas y el templo con sus altares, cuya dedicación fue el 24 de Junio del año 1690, seguida de un solemne octavario en que celebraron cada día una comunidad religiosa la misa, y desempeñaron los sermones, que fueron impresos en cuadernos separados y después con ellos se formó un tomo que lleva este título: "Sagrado Padrón" impreso en cuarto por la viuda de Francisco Rodríguez Lupercio, 1691. Contiene la dedicatoria, aprobación, relato de las fiestas, ocho sermones y la oración fúnebre del Sr. Retes Largache Salazar. Total, 172 fojas.
Habíase ya comenzado la reparación del convento sin tocar todavía la de la iglesia, cuando murió el día 3 de Febrero de 1684 Pedro González, conocido por el pescadero, dejando á este convento nueve mil pesos; al siguiente fue sepultado en su iglesia, á las diez de la mañana, con asistencia de sesenta clérigos. Otros protectores de más ó meno s cuantía tuvo este convento, de entre los cuales recordamos á D. Santiago Surricabalday, quien con dos mil pesos dejó dispuesto que se fundara en su iglesia una obra pía de misas para las ánimas, que habían de celebrarse todos los lunes; en 10 de Febrero de 1720 otorgó la escritura correspondiente su albacea D. Juan Antonio Benítez, ante el escribano real Pedro Gil.
El Dr. D. Juan de Aldava, muerto el año 1729, dejó un legado de más de veinticinco mil pesos para la sacristía de esta iglesia, con el que se enriqueció en vasos sagrados y ornamentos. Eran patronos de la ciudad San Isidro Labrador y San Bernardo, á uno y otro se hacía fiesta en la iglesia de este título, con asistencia del Cabildo en forma, teniendo cuidado sus porteros de llevar desde la víspera las bancas y alfombra, y la tesorería de ministrar una cantidad para gastos; cantidad que al reformarse las ordenanzas municipales el año 1728 quedó fijada en veinte pesos para la de San Isidro, y en cincuenta para la de San Bernardo. La de este santo se hacía el segundo día de su octava; es decir, el veintidós de Agosto.
Como eran muchas las fiestas á que el Cabildo asistía en el curso del año, después de nuestra Independencia, se arregló este punto, se suprimió la asistencia á la de los santos patronos, con excepción de las de María Santísima en sus advocaciones de Guadalupe y los Remedios, continuándose las limosnas, hasta el año 1824 que en Cabildo de 12 de Septiembre se acordó suprimirlas. Todavía ese año se dieron las de San Isidro y San Bernardo, cuyas fiestas habían ya pasado, y el siguiente no se acudió al convento con la del primer santo, guardando silencio su prelada; mas al acercarse el día de San Bernardo no hizo lo mismo: con fecha 13 de Agosto pasó al Ayuntamiento atenta comunicación recordándole la asistencia á la fiesta del Santo, y pidiéndole los cincuenta pesos á ella destinados. Se acordó que el Secretario contestara que graves ocupaciones impedían á la Corporación asistir, y que se daban ya las órdenes para que se le ministraran los cincuenta pesos. Diéronse en efecto; pero la Contaduría observó que en virtud del acuerdo de 12 de Septiembre del año anterior, dicha limosna no podía darse; el Presidente del Cabildo entonces reformó el acuerdo del día 14, ordenando que se dijera á la Prelada del convento que deseosa la Ciudad de complacerla, sorprendida con su oficio del día 13, resolvió en el acto el pago; pero que hallándose con el acuerdo anterior, que lo prohibía, y careciendo de arbitrio para revocarle, tenía el sentimiento de avisarle que quedaba sin efecto.
Llegó á este convento su fin como á todos los de la República, el año 1861; á las doce de la noche del día 13 de Febrero fueron trasladadas veintitrés religiosas que en él había, al de San Jerónimo; el convento fue demolido en la parte necesaria para abrir la calle llamada de la Perla, demolición que alcanzó á la parte del templo donde estaba el coro; lo que de él quedó fue vendido á un particular, quien más tarde le vendió al señor Arzobispo Dr. D. Pelagio A. de Labastida, y restaurado se destinó al culto. Lo restante del convento fue vendido en porciones á particulares; y se hallan convertidos en hermosas casas.
Este convento poseía en los tiempos de su extinción 54 fincas en la ciudad, valiosas en 605,750 pesos, y algunos capitales impuestos; sus monjas, que habían sido refundidas en San Jerónimo, fueron exclaustradas, con todas las demás, en 1863, pero habiéndoseles permitido volver al claustro en Junio del mismo año, el día 6 entraron en San Jerónimo, de donde el día 8 pasaron á San José de Gracia, y allí permanecieron hasta su final exclaustración en 1867.
Una vez que el convento quedó establecido, esta porción de la calle de la Celada, tomó el nombre de San Bernardo. Las casas que forman la esquina de esta calle y la de Portacoeli, fueron en la segunda mitad del siglo XVI, de Miguel Dueñas, casado con Isabel Ojeda. Este caritativo matrimonio las cedió á Bernardino Alvarez, para el hospital de convalecientes, que quiso poner; pero encontrando pequeño el sitio para su objeto, las vendió á Dionisio de Citóla, hacendado rico, el cual hizo allí unas buenas casas, que venían desde la de Antonio Alonso, escribano real, en la calle de San Bernardo, hasta la de Doña Ana Suárez de Garnica, viuda de Francisco de Olmos, en la de Portacoeli. Diez y siete puertas grandes y chicas tenían en uno y otro lado las casas construidas por Citóla, y las cedió al convento de Jesús María, para dote de cinco capellanas; sus cuatro hijas y una extraña.
A San Bernardo se le proclamó como Santo Abogado contra el Chahuistle, aquí esa historia.
Sobre la demolición, en parte, y traslado del templo de San Bernardo, próximamente tendré aquí esa historia.
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