Como lo he comentado anteriormente, una de las tareas que tengo pendientes es la de beber pulque. A la fecha no lo he hecho aún por varios motivos, uno de ellos es que tengo cierto temor a que me caiga mal y me descomponga el estómago, cosa que me sería sumamente incómodo. La otra es que regularmente ando solo y sentarme a beber en soledad esa bebida "de los dioses" no creo sea adecuada y como los parroquianos que de seguro encontraré deben ser de abundante plática y yo de poca tolerancia, mejor ni para qué meterme a la boca del lobo. Y una razón más es que, las veces que andando por el centro histórico de la Ciudad de México en compañía que no bebe de ningún tipo de elixires, pues, ni para que hacer el intento... ya llegará el momento. Mientras eso ocurre, comparto una serie de imágenes y documentos que nos adentran al mundo del pulque. Nota: los documentos corresponden a la testamentaria del Conde de Santa María de Regla.
"Antes de la conquista había expendios de pulque Ocnamacoyan, del náhuatl octli, pulque; manaco, comerciar; yan, lugar; lugar donde se vende pulque. Desgraciadamente no se conocen descripciones de estos sitios. Durante el virreinato se dictaron numerosas disposiciones relacionadas con tales comercios: algunas prohibiéndoselos; otras, autorizando la venta bajo determinadas condiciones, como vedar que hombres y mujeres tomaran juntos. Los establecimientos deberían cerrar al ponerse el sol; las transacciones se harían en efectivo; no habría comida, música ni bailes; tampoco se podrían instalar en cualquier lugar; y serían en total treinta y seis, no más, de los cuales veinticuatro estaban destinados a hombres y doce a mujeres.
Después de la independencia se permitieron en cualquier calles; pero el primero de abril de 1856 fueron proscritos dentro de cierto cuadro, que era el mismo de la traza marcada por Cortés. El 25 de noviembre de 1871 el mandamás del D.F. expidió un reglamento que hacía caso omiso de aquel límite. el pueblo comentó que se había pagado una fuerte cantidad de dinero por esa concesión. Guillermo Prieto, en Memorias de mis tiempos (1853), y Antonio García Cubas, en El libro de mis recuerdos (1904) explican que las pulquerías eran jacalones ubicados en las plazuelas, con techo de tejamanil apoyado en pilares de madera o piedra; el piso, de tierra apisonado. Hacia 1890 existían 212 de esos expendios.
A principios del siglo XX los negocios se distinguían por sus adornos: suelo de cemento o de mosaico cubierto con serrín de colores; por lo alto atravesaban el local cadenas de papel de china de vivos tonos y trozos del mismo material, recortado y picado artísticamente; en las paredes, cuadros con paisajes y escenas de toreo así como espejos con marcos dorados. En lugar preferente, una imagen religiosa adornada con flores de papel o naturales y su veladora siempre encendida. Del techo pendían bolas de cristal de varios colores y tamaños; sobre el mostrador solía haber un fonógrafo de gran bocina, que se accionaba con una manivela.
Hasta mediados del siglo XX las pulquerías tenían rótulos con nombres traviesos, pintorescos, cascabeleros o descabellados con los cuales los propietarios bautizaban sus establecimientos. A veces incrementaban la gracia de los rótulos el hecho de ser ejecutados por personas poco duchas en pintura y ortografía. A últimas fechas tales comercios han decaído al ser hostilizados por las autoridades y desdeñados por las clases media y alta debido al mayor consumo de cerveza y otros licores, a los cuales apoya costosa publicidad. En la década de los ochenta había registradas en el DF 1,493 pulquerías; ahora quedan la décima parte de éstas. (1)
Jiménez, Armando. Lugares de gozo, retozo, ahogo y desahogo en la Ciudad de México. Editorial Océano. México, 2000. pp. 16-17
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