Apenas ayer te contaba que en la onda corta de la radio fue que comencé a escuchar música clásica, me gustaba, reconocía ya algunos acordes, los más clásicos dentro de los clásicos, como alguno de Beethoven, o de Vivaldi, la vida, (la mía) seguía pasado en continuos altibajos emocionales. Comenzaba la década de los ochenta y estaba ya en México con el Excelsior (¿o Universal?) en la sección del aviso oportuno buscando trabajo. Me había ya graduado de la Universidad y el título ni quien lo reconociera: Administración de Empresas Turísticas. Encontré, luego de varias entrevistas, la oportunidad de trabajar en un empresa de corte internacional que su giro era el turismo y los cheques de viajero, amén de su tarjeta de crédito, creo ya sabes a cuál me refiero. El sueldo era más bien corto y entre pagar renta y comer una vez al día apenas llegaba a la siguiente quincena. Días intensos de administrar lo muy poco que ingresaba que me llevaban al extremo de, el viernes que salía de trabajar, me compraba en alguna farmacia un jarabe para la tos, me lo tomaba entero y no me enteraba de la vida hasta el domingo, de ese modo evitaba las tentaciones propias del sábado. El jarabe se llamaba Mercodol, desde hace mucho no existe, al menos con la sustancia que producía la somnolencia.
Ocurrió un día que, seguramente no encontré el jarabe y para pasar el fin de semana me dedicaba a caminar desde Chapultepec, rumbo por el que vivía, hasta el Zócalo y de vuelta, fue entonces que dí por mera casualidad en otro mundo, otro mundo que se llama comercio callejero, descubrí que había precios infinitamente más bajos que los del Palacio de Hierro en mercancía que si bien no era de marca lo parecía, era el tianguis que se ponía en la Rivera de San Cosme, y se sigue poniendo según lo vi la última vez que fui a la ciudad de México. Pero el punto no es ese, sino un domingo, no se cuál, no se cuándo, quizá era ya diciembre, era la mañana, casi medio día, que caminaba frente al Palacio de Bellas Artes, miraba la cartelera, mucha gente entraba, y, de pronto dos jóvenes, tan jóvenes como yo lo era, venían corriendo, yo estaba justo a un lado de la puerta principal y un de ellos se detiene apenas dos segundos en su agitada carrera y me dice ¿quieres entrar? no entendí la pregunta pero dije que sí. Me puso un boleto en la mano y desapareció corriendo. Al ver el boleto me di cuenta que era para el concierto que estaba por comenzar así que, no lo pensé, corrí, subí la escalera y entré al teatro, detrás de mi cerraron la puerta y el director de la Orquesta Sinfónica Nacional entró, el teatro entero aplaudió. Me indicaron por ahí cual era el asiento que me correspondía el concierto estaba por comenzar, ubiqué mi silla y me senté, me parecía algo increíble estar dentro, finalmente estar en una sala, con la música sonando, recordé el Zenith, leí el programa supe que tocarían, me comí el teatro, la disposición de los músicos, los movimientos del director. Terminó la primera parte, vino el intermedio.
Y comenzó, claro es, la segunda parte. Impresionante, todo era impresionante, de pronto, todo mundo se puso de pie, los coros comenzaron a cantar, era aquello una verdadera apoteosis, estaban interpretando El Mesías, de Heandel.
Nota: Tercero de los artículos que estoy publicando como consecuencia de las muchas ideas que se me han agolpado últimamente dado que estoy en la víspera de cumplir 60 años. Si este tipo de escritos te interesa, los tengo en la capeta de nombre: "Yo".
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