miércoles, 10 de julio de 2019

Hablemos de los conventos femeninos que hubo en la Ciudad de México virreinal.

   “Los conventos de monjas fueron urbanos: nunca se construyeron en campos o puertos donde podían ser víctimas de asaltantes y piratas. El monasterio en sí mismo era una pequeña fortaleza amurallada. Sus iglesias, de una sola bóveda, corrían paralelas a lo largo de las calles y los fieles entraban dos puertas laterales gemelas -una dedicada a san José y otra a la virgen María- pues el coro alto y el bajo lo ocupaban las religiosas. Una reja con pinchos y una celosía las protegían de las miradas y el acercamiento de los fieles; el sacerdote les daba la comunión a través de la cratícula, una ventana donde solo aparecía la boca abierta de las esposas del Señor. Se trataba en realidad de dos iglesias: una pública con su altar mayor y otra privada a la que nadie tenía acceso. En el coro bajo se enterraba a las monjas con los pies vueltos hacia el altar mayor. La sala de confesores contigua a la iglesia, tenía dos o tres pequeños nichos donde las monjas se confesaban, resguardadas por la clausura.

   Los locutorios daban también a la calle, divididos por rejas. Los visitantes o familiares solo podían hablar con las monjas separados por esa barrera, un hábito social al que se llamaba adecuadamente “tener rejas”. Cercana se hallaba la portería, dotada de un trono a cargo de la madre tornera, en que salían los duces o los tejidos y bordados de las monjas y entraban las comidas y los regalos. Las porterías siempre estaban llenas de criados, de mendigos o de entrometidos y tenían cierto aire de mercado. Fuera de estos espacios reinaba la clausura.

   De tarde en tarde las monjas –muchas de ellas analfabetas- causaban problemas con motivo a la elección de prioras y luchaban entre sí armadas de cacerolas y cuchillos de la cocina. A veces las elecciones de prioras originaban combates a garrotazos y puñaladas que reclamaban la intervención de las autoridades. 

   Los conventos grandes eran como un “pueblo de muchas naciones” pues las monjas tenían dos o tres criadas o esclavas indias, mulatas, chinescas que con frecuencia trataban de escapar a la tiranía de sus amas. Escribe Sigüenza y Góngora: “dijo una religiosa que el rey del infierno llamó a consulta a todos los sátrapas y ministros para pedirles su parecer a cerca de como relajaría los conventos de religiosas, y después de muchos votos y gritos salió decretado que se les diesen mozas, y así se ha visto que ha sucedido, pues tienen más inquietudes de pleitos por ellas que tuvieran en sus casas por la familia.

  La misma sor Juana era dueña de una esclava que vendió a su hermana. Las criadas hasta la fecha causan problemas pues los mexicanos nunca han prescindido de su servidumbre: al finalizar el siglo XX hay mil veces más criadas de las que pudo haber en los tres siglos de la colonia. El convento de san Jerónimo constituyó en realidad una extraña ciudad privada de hombres, con sus callejones retorcidos donde se disponían caprichosamente las celdas. Contra lo que se cree no eran cuartos dispuestos en los claustros al modo de los conventos de frailes, los conventos de monjas donde no se guardaba una vida comunal religiosa eran muy diferentes.

  Se llamaba también “celda” a una casa de dos pisos que tenía en la planta baja las habitaciones de las esclavas o las criadas, la cocina, su tina de baño, llamada placer –de azulejos de barro-, con sus braceros para calentar el agua, los lavaderos, tal vez un gallinero pequeño, un jardincillo y una bodega.

  En la planta alta figuraban una o dos recámaras, una espaciosa antecámara y un mirador. Por supuesto no faltaban las macetas ni las jaulas de los pájaros, estas eran las celdas de las monjas ricas que compraban y revestían de cuadros, bargueños o escribanías, sillones, alfombras, relojes, camas y objetos preciosos. El monasterio proveía el pan, el carnero o el pescado y la monja se mandaba hacer su comida, sin obligación de acudir al refectorio.

   No faltaban los claustros propiamente dichos. En el bajo funcionaba la gran cocina comunal en la que se elaboraban sus famosas frutas cubiertas, la capilla y la portería con uno o dos tornos a cargo de las madres torneras. En un manual de confesores de monjas se prevé el pecado mortal de que una hermana se sentara en el torno para asomarse a la calle o que un hombre lo hiciera con la perversa intensión de echarle una mirada a las monjas. Figuraban también los almacenes, la ropería y la enfermería, terminada por la misma sor Juana cuando años después ocupó el cargo de contadora.

Foto 1, 2 y 3: Convento de Santa Teresa la Nueva; 4: Convento de Jesús María; 5: Las Bonitas; 6: San José de Gracia. 7 y 8: Las Vizcaínas.

Fuente:

Benítez, Fernando. Los demonios en el convento. Ediciones Era. México, 1989. pp. 45-46

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