Todos y cada uno de los capítulos que forman la relación de viajes del fraile dominico inglés a Nueva España nos ponen en el lugar y la época, su narratoria es precisa y los detalles que va dando hacen sentirnos que vamos junto a él. Esta vez nos dice del sometimiento que los indios tenían y de esa adoración que profesaban hacia los religiosos. De pronto me da la idea de una escena propia de las demostraciones que Moctezuma tenía de sus súbditos, es decir, esa especie de herencia que pasó de la corte mexica a las distintas ordenes religiosas envueltas en su halo de divinidad.
"El día 14 de septiembre salimos de la ciudad de San Juan de Ulúa, y entramos en la calzada de México, que, durante tres o cuatro leguas, nos pareció muy arenosa, pero tan ancha y despejada como el camino de Londres a San Albán. Los primeros indios que encontramos fueron los de Veracruz la vieja, que es un pueblo situado a las orillas de la mar, donde tuvieron intensión de establecerse los primeros españoles que emprendieron la conquista del país. Ya hemos dicho que el poco abrigo de que gozaban las naves para preservarse de los vientos del norte, fue causa de que abandonaran aquel sitio por el en que permanecen todavía.
Allí empezamos a notar el poderío que tienen los clérigos y los frailes entre los pobres indios, cómo los dominan, y el respeto y veneración que éstos les profesan. Habíales escrito el prior de San Juan de Ulúa la víspera de nuestra salida advirtiéndoles en su carta el día de nuestra llegada y mandándoles que salieran a recibirnos y nos obsequiaran durante nuestro tránsito por su territorio. Los pobres indios obedecieron con la mayor puntualidad las órdenes del prior, y como a una legua del pueblo nos encontramos sobre veinte de los principales a caballo, que nos habían salido al encuentro y nos presentaron un ramo de flores a cada uno de nosotros. En seguida se pusieron en movimiento, abriendo la marcha a la cabeza de nuestra caravana, como a un tiro de flecha de distancia, hasta que encontramos a otros indios a pie con trompetas y flautas que fueron tocando muy agradablemente delante de toda la comitiva.
Entre ellos habían salido los empleados de las iglesias, los mayordomos y hermanos mayores de cofradías, todos los cuales nos presentaron también un ramo. Seguíanlos con otras muchas personas los acólitos y niños de coro, y todos iban delante cantando el Te Deum Laudamos, hasta que llegamos a la plaza del mercado.
Está esa plaza en medio del pueblo y la hermosean dos grandes y bellísimos olmos. Habían construido entre ellos un cenador inmenso, debajo del cual estaba una mesa cubierta de cajas y tarros de conservas, y de otras clases de dulces y bizcochos para tomar el chocolate. Mientras se preparaba calentando el agua y disponiendo el azúcar los principales indios y autoridades del pueblo se hincaron de rodillas, nos besaron la mano y nos echaron su arenga. Decían que nuestra llegada era una felicidad para el país, que nos daban mil gracias porque habíamos abandonado nuestra patria, nuestros parientes y nuestros amigos para ir a regiones tan remotas a trabajar en la salud de sus almas, que nos honraban como a dioses en la tierra y como a apóstoles de Jesucristo y tantas cosas que solo el chocolate pudo poner término a su elocuencia.
Descansamos una hora, y manifestamos a los indios nuestro agradecimiento por las muestras de afecto y bondad con que nos habían favorecido, asegurándoles que no había en el mundo cosa alguna que nos fuese más cara que su salvación, y que para procúrasela, no habíamos temido exponernos a todos los peligros con que nos amenazaban la mar y la tierra, ni tampoco a la bárbara crueldad de los otros indios que aún no tenían conocimiento del verdadero Dios, en cuyo servicio estábamos resueltos a sacrificar hasta la vida.
Con esto nos despedimos de ellos, hicimos regalo a los principales de rosarios, medallas, crucecitas de metal y de agnus dei, de reliquias que llevábamos de España, y concedimos a cada uno cuarenta años de indulgencias, en virtud de la facultad que habíamos recibido del papa para distribuirlas cuando, donde y a quien se nos antojase. Al salir de la enramada o cenador, para montar en nuestras mulas, vimos el mercado lleno de indios, tanto hombres como mujeres, que estaban de rodillas casi adorándonos y pidiendo que nos echásemos nuestra bendición: nosotros levantamos las manos al pasar y se la dábamos haciendo la señal de la cruz. La sumisión de los pobres indios y la vanidad de un recibimiento con tantas ceremonias, con tantos homenajes públicos, trastornó la cabeza a varios de nuestros frailes jóvenes que se creyeron ya superiores a los Obispos de España y a la verdad, aunque su señorías ilustrísimas no carecen de orgullo, antes bien tienen la soberbia con demasía, nunca han podido ver su vanidad lisonjeada con tantas aclamaciones en sus visitas como nos prodigaron aquel día a nosotros, sin ser más que unos simples frailes.
Las flautas y trompetas volvieron a resonar delante de nuestra procesión; los principales del pueblo nos fueron acompañando hasta media legua y después se retiraron a sus casas. Los dos días que siguieron no nos hospedamos sino en pobres lugarejos o caseríos de indios, donde sin embargo encontramos siempre una acogida muy afable, y grande abundancia de víveres, particularmente de gallinas, capones, pavos y frutas de diversas especies.
Al tercer día por la tarde llegamos a una villa grande o ciudad en donde hay cerca de dos mil habitantes entre españoles e indios y a la cual han dado el nombre de Xalapa de la Veracruz. El año de 1634 fue erigida esta ciudad cabeza de obispado por la división del de la Puebla de los Ángeles, y aunque el nuevo obispo no tiene más que la tercera parte del distrito que componía toda la antigua diócesis, su renta sin embargo sube, conforme al cálculo general, a diez mil ducados anuales, por ser aquellos terrenos muy fértiles en maíz y en trigo de España.
Hay muchos caseríos o ranchos de indios en los alrededores; pero lo que constituye las riquezas de la ciudad es el número crecido de haciendas en que cultivan la caña dulce, el de las estancias, como llaman allí, donde crían mulas y ganados, y la parte de tierras en que se coge la cochinilla. En toda la ciudad no hay más que una iglesia y una capilla, que dependen del convento de los frailes de San Francisco donde nos hospedamos aquella noche y pasamos el día siguiente que era domingo.
Las rentas del convento son grandes, y no obstante la comunidad se compone solo de seis religiosos a pesar con que atender muy holgadamente más de una veintena de ellos. El guardián de Xalapa no era menos vanidoso que el prior de San Juan de Ulúa; pero nos acogió con mucho agasajo y nos trató magníficamente, aunque éramos de otra orden que la suya.
En aquel pueblo como todos los de nuestro tránsito, reparamos que la vida y costumbres del clero secular y regular están relajadísimas, y que su conducta desmentía completamente sus votos y su estado. La orden de San Francisco, además de los votos comunes que las otras, es decir la castidad y la obediencia, exige que la pobreza se observe con mayor escrúpulo que la observaban todos los religiosos mendicantes. Su hábito debe ser de paño burdo y del color a que han dado su nombre, sus cíngulos o cordones de cáñamo y sus camisas, si llevarlas pueden, de lana; han de ir sin medias ni calcetas; y por último no les es lícito usar zapatos sino sandalias.
No solamente les está prohibido el tener dinero sino que ni aun manejarlo deben, ni poseer cosa alguna como propia. En sus viajes les está vedado montar a caballo aunque se caigan a pedazos de cansancio; es menester que anden a pie con dolor y fatiga, estimándose la infracción de cualquiera de estos preceptos un pecado mortal que merece la excomunión y el infierno.
Más a pesar de todas las obligaciones que les impone la rigurosa observancia de su regla, a pesar de tanta severidad y de tamañas amenazas, los que han sido transportados aquel país viven de manera que no parece en cosa alguna que hayan hecho voto a dios de la más leve privación y su vida es tan libre y descompuesta que tal vez se sospecharía con razón que no han renunciado sino a lo que no pueden o no quieren hacer.
Nosotros nos quedamos sorprendidos y aun nos escandalizamos extraordinariamente al ver a un fraile de los franciscanos de Xalapa cabalgar en una hermosa mula con su mozo de espuela o más bien lacayo detrás, solo para ir al cabo del pueblo a confesar a un enfermo. Llevaba su reverencia los hábitos enfaldados, y dejaba lucir de esa manera una rica media de color de naranja, un zapato pulidísimo de tafilete y, unos calzones de lienzo de Holanda con sus lazos y trencillas de cuatro dedos de ancho.
Semejante espectáculo nos hizo observar con más atención la conducta de aquel fraile, y la de los otros que por debajo de sus mangas anchas iban enseñando sus chaquetas bordadas de seda, sus camisas de olán, y sus puños de encaje; pero no descubrimos ni en el vestido ni en la mesa cosa alguna que indicara mortificación, al contrario, todo señalaba la misma vanidad que se hubiera podido notar en las gentes del siglo.
Después de cenar, empezaron algunos de ellos a hablar de naipes y dados, y nos convidaron a jugar, como para obsequiar a los huéspedes, una mano a la prima. Casi todos los nuestros se excusaron unos por falta de dinero y otros por no conocer el juego; sin embargo a pocas instancias lograron decidir a dos de nuestros religiosos que se pusieran mano a mano con otros dos franciscanos. Arreglada la partida comenzaron a barajar con admirable destreza, se puso sencillo; se dobló. La pérdida picó a unos; la ganancia acaloró a otros. Al cabo de un cuarto de hora se convirtió el convento de la orden seráfica de Nuestro Padre San Francisco en un garito, y la pobreza religiosa en profanaciones mundanas. Nosotros, que estábamos de simples espectadores, tuvimos ocasión para observar lo que pasara en el juego, y adquirir materia de reflexión sobre semejante vida. Al paso que el juego se engrescaba, iba creciendo el escándalo: los tragos se repetían con más frecuencia, la lengua se soltaba, los juramentos se cruzaban con las chanzas y las carcajadas hacían temblar el edificio.
No se libertó tampoco de sus burlas sacrílegas el voto de pobreza. Unos de los franciscanos, aunque ya hubiese manoseado y puesto el dinero con sus dedos en la mesa, quiso divertir la reunión, y cuando ganaba alguna suma considerable (atravesándose a menudo más de veinte doblones) abría una de sus mangas, y con la punta de cujón de la otra barría el tapete, arrastrando el oro y la plata. Así se echaba sus canonjías en la manga, diciendo al mismo tiempo: “guárdamelo tu que puedes; yo he hecho voto de no tocarlo”.
Érame ya imposible escuchar tantos ajos y por vida, y más de una vez estuve para decirles mi sentir, reconviniéndolos de su falta de miramiento; pero consideré que yo era un extraño, un huésped que pasaba, y además de cuanto les dijera sería predicar en desierto. Levánteme pues sin hacer ruido y me fui a dormir, dejando los jugadores que siguieron con su diversión hasta la madrugada.
Al otro día, aquel fraile que la echaba tanto de gracioso, con más traza de bandolero que religioso, y más propio para la escuela de un Sardanápalo o de un Epicuro que para la vida del claustro, dijo que había perdido más de ochenta doblones, parece que su manga se resistía a guardar lo que él había hecho voto de no poseer jamás. Esa fue la primera lección que nos dieron los franciscanos del Nuevo Mundo. Por ella se veía bien que la causa de pasar tantos frailes y jesuitas de España a regiones tan distantes, más era el libertinaje que el amor del evangelio y el celo por la conversión de las almas. Si ese amor, si ese celo, fueran el móvil de su conducta, tendrían razón para ofrecer su desprendimiento como uno de los principales argumentos de la verdad de la religión.
El desenfreno, la licencia, la avaricia, y demás vicios que manchan su conducta descubren su secreta intención. El ansia de enriquecerse, la vanidad, la ambición, el gusto de la autoridad que ejercen entre los pobres indios no el amor de Dios, no la propagación de la fe, son el objeto y el fin que se proponen. De Xalapa fuimos a otro paraje que los criollos designan con el nombre de la Rinconada, el cual no es ni villa ni lugar, y no merecería mencionarse, si no fuera por dos cosas particularmente notables. (1)
Fuente:
1.- Gage, Thomas. Nueva relación que contiene los viajes de Tomas Gage en la Nueva España. Sociedad de Geografía de Guatemala. Guatemala, 1946, pp. 32-36
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