Sale de sobra explicar luego de mas de doscientos artículos que he publicado en este espacio, que siento una especial atracción por los templos. Confieso ser Católico, confieso que he pecado mucho de pensamiento (bueno de eso muchísimo) de obra (no tanto), confieso que me siento muy a gusto dentro de los templos, especialmente los que son antiguos, que mantienen un estilo, que tienen en sus paredes plasmadas historias y sobre todo arte, pero hay también templos en los que la decoración no existe, las propias paredes, las columnas y los espacios forman el decorado y en esos templos la luz juega un papel sumamente importante.
Si no fui el primero fui el segundo en entrar, comenzaron abrir las puertas, primero la principal luego la lateral, entré y el impacto fue grande, el sol entraba por las ventanas del poniente, todas con vidrios de un tono amarillo ámbar que inundaba con una luz muy especial el recinto, le daba un aire de misticismo, un ambiente de reconciliación, la nula decoración hacía aun más fuerte el recio carácter del edificio, uno empequeñece, el alma se engrandece, vuela a lo alto, a donde el ingenio ilimitado del diseñador desconocido de ese magnífico templo ideó un juego de luces maravilloso al poner tragaluces transparentes que dan una coloración muy distinta al altar mayor.
Esa tarde que entré a la Parroquia del Apóstol Señor Santiago de Silao, el alma se me escapó del cuerpo, vagó por el interior del edificio, se integró al ambiente que en pocos lugares he podido ver, las fotos son muestra latente de esa magia que encerró el momento preciso con el sol en el ángulo perfecto que iluminó con precisión el interior del templo y, por que no decirlo, iluminó en ameno rato mi alma.
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