martes, 19 de enero de 2016

La novela costumbrista en México, el caso de Chucho el ninfo.

  La novela costumbrista en México prosperó mucho especialmente luego de la guerra de Independencia a lo largo del siglo XIX, era una forma de entretenimiento que, casi siempre se hacía en forma de "entregas", así semana a semana aparecía el siguiente episodio, de esa manera la gente que sabía leer tenía la oportunidad de hacer una amena lectura en familia o ante amigos que disfrutaban de aventuras, que se regocijaban ante la mordacidad de los escritores que describían las escenas de sucesos algunas veces inventados, otras tomados de la realidad, aunque un poco exagerados, pero siempre basados en algo que en el momento acontecía, de ese modo captaban la atención del público que compraba una suscripción a cada entrega y al finalizar encuadernaban los fascículos para formar un libro y conservarlo. Y es en 1871 que se publica una novela de nombre sumamente curioso llamada Chucho el Ninfo, dentro de la colección La linterna mágica. La novela se anuncia así: "Con datos auténticos, debido a indiscreciones femeniles (de las que el autor se huelga)." y es de allí que extraigo este episodio que para quienes gustamos de la historia y costumbres del México decimonónico, nos recreamos con la descripción de una procesión en el año de 1840, la de la Virgen de la Merced. Cabe mencionar que esta novela está considerada como la primera escrita en México que aborda el tema gay veladamente.

   En todo el trayecto que se percibía de la calle se veían criados regando y barriendo con desusado esmero: atravesando la calle pendían de acera á acera cordeles colgados de tápalos y mascadas; y de trecho en trecho, especialmente en los cruceros de las bocacalles, arcos de tule adornados con zempazochitl. No había puerta, balcón ó ventana en donde no estuviera colgada una cortina, y de las azoteas de algunas casas pendían gallardetes y bandillas de todos colores, que agitados por el viento de la tarde, presentaban una orla movible y deslumbrante que completaba aquel agradable conjunto abigarrado de cortinas y adornos. El entusiasmo religioso se hacía más palpable en las panaderías de la carrera de la procesión, porque veinte ó treinta hombres que vivían en una cautividad voluntaria, sentían, tal vez en virtud de su pobre condición, el espíritu de cuerpo, é interrumpían gozosísimos la monotonía de su vida árida y triste, con aquella fiesta anual, que si no los sacaba do su amasijo, los sacaba por lo menos de sus casillas.

   En esa época el panadero era un esclavo, un hombre vendido á la sórdida avaricia de un gachupín tirano y especulador que no recibía trabajadores, sino cuando estos, tal vez para pagar una deuda de honor, vendían á vil precio su trabajo y su libertad de muchos días, y aun de años enteros; por este medio el patrón se hacía de esclavos á quienes imponía su voluntad despótica. Estos esclavos para quienes todos los días del año eran lo mismo, no vacilaban, en acercándose las fiestas de la Merced, en imponerse una nueva y crecida cuota y en reempeñarse en mas, con tal de celebrar dignamente á la Inmaculada Patrona la Santísima Virgen de la Merced.

  Generalmente inventaban que un ángel de carne y hueso descendiera por unos cordeles, desde la azotea de la panadería hasta colocarse sobre la cabeza de la divina Imagen para bañarla de flores. El segundo punto del programa era quemar algunos miles de cohetes, arrojar algunas arrobas de flores deshojadas y de obleas, y por último, regalar al pueblo también algunos miles de piezas de pan arrojadizas

   Después del segundo repique, ya los balcones, azoteas, puertas y ventanas, estaban coronadas de gente; y las bocacalles todas que convergían á las calles de la carrera de la procesión, estaban obstruidas por multitud de carruajes; además, todas las banquetas estaban llenas de concurrentes y en algunas partes había largos estrados formados de sillas y bancas que se alquilaban á los que venían de lejos á ver pasar la procesión. Todo lo cual se comprenderá fácilmente si tenemos en cuenta que en ese día se cerraban las oficinas y el comercio, y qué la procesión de la Merced conmovía, sin excepción, á los doscientos mil habitantes de la capital y aun á algunos otros más de los pueblos vecinos.

   Por el centro de las calles discurrían á paso lento los jóvenes amantes, los pollos vecinos de otros barrios, los oficiales de la guarnición vestidos de gala, y en fin, el sexo feo haciendo un aleteo en masa, husmeando pollas y gallinas y deleitando la vista con la triple hilera de palmitos frescos y rozagantes. Entonces las gentes se veían unas á otras, y como en virtud de la unidad de pensamiento religioso no había un solo pollo á quien le diera vergüenza andar en la procesión, ni á quien le ocurriera llamar idolatría á la adoración de la Imagen, ni mucho menos quien se atreviera á burlarse de aquel acto piadoso y de aquella costumbre inveterada, había una animación en aquel conjunto y tal homogeneidad, que el acto tenía mucho de solemne y de grandioso.

   El tercer repique difundía por los aires un rumor colosal producido por más de cincuenta mil voces: había llegado el momento; la procesión iba á salir. Abría la marcha una escuadra de batidores armados con los relucientes instrumentos de zapa, instrumentos que por entonces sabían más de procesiones que de trabajos de paralelas, de asalto y otros no únicos rudos.

   Algunos de estos gastadores que en la mente del ministro de la guerra fueron desde su creación hombres robustos y de aspecto imponente, llevaban barbas postizas, porque desde entonces no hemos concebido ni el aire marcial ni la elegancia del soldado, sino al través de los figurines franceses, pero nunca en las líneas puras de la raza azteca. Después de estos aparentemente feroces guerreros, venían las archicofradías con sus estandartes, los hermanos y el acompañamiento de faroles adornados con penachos de cristal en hilos y con almendras y prismas colgantes, que producían un ruido particular al chocar con los vidrios planos de los faroles.

   Venían después en número considerable niñas vestidas de indias, y niños de polleros, carboneros y vendedores de bateas, jaulas, &c. Esta costumbre era una manifestación pública de que los padres consideraban ya á los indios también como hijos de Dios y herederos de su gloria después de la bula de Su Santidad que se dignó declararlos racionales desde Roma.

   Venían atrás niñas vestidas con trajes blancos y coronadas de flores, y á quienes todo el mundo convenía en llamar almas gloriosas. Multitud de niños seguían también la procesión vestidos de ángeles. Estos ángeles de procesión, en lo general, bien poco tenían de apocalípticos, ni mucho menos de aéreos, ni de poéticos; pero eran admitidos como tales ángeles, si ceñían su frente con una cinta, en la que se colgaban relumbrones y dijes, cinta que sostenía una gran pluma que nacía en el cerebro del inocente.

   Ajustaban el cuerpo del ángel con un corpiño chillante y le ponían una tunicela con el indispensable respingo de un lado, para que le dejase ver su escuálida pierna ligada con cintas rojas. Las alas, que ni eso les faltaba á los angelitos, eran de papel ó de hoja delata, pues en las hojalaterías de entonces, se alquilaban á la par que tinas, calentadoras y faroles, alas para ángel; artículo que, según la opinión de los hojalateros modernos, está por los suelos, si a que por eso de los tales hojalateros se pueda decir que se les han caído las alas.

   Entre el numeroso séquito de ángeles, indios, indias y cautivos, que era la especialidad de esta procesión, pues como se sabe, la redención de cautivos fue el gran asunto de la orden; entre esta variedad de gremios, decíamos, descollaban los tres Reyes Magos, reproducción paródica y carnavalesca de aquellos que guiados por la estrella llegaron á la cuna del Salvador. Estos tres Reyes Magos hacían su segunda exhibición, pues fueron los precursores de las fiestas en el víctor. Este víctor era el convite del anuncio del novenario y tenía por objeto repartir las invitaciones impresas en el vecindario, pero que por mayor pompa se hacía esto sacando un gran carro fantástico en el que eran conducidos la imagen de la Virgen, San Miguel y el diablo, muchos cautivos, un homónimo en muchacho de San Pedro Nolasco, otro de San Ramón Nonato y otros de varios santos mercedarios.

   Este carro era precedido por los tres reyes, por algunos moros á caballo y seguido de una música militar y de cien muchachos armados de cañaverales y de banderas, que gritaban hasta alborotar todo el vecindario: ¡Viva Nuestra Señora de la Merced!

   Los mismos tres reyes se exhibían en la procesión algunas veces el mismo carro como en el víctor. Concurrían y formaban parte de la procesión, todos los religiosos de la orden y de las órdenes hermanas; asistían los padres de los Colegios de Portacoéli, San Ángel, Merced de las Huertas, San Juanico, San Pablo, San Ramón y los padres dominicos.

   En lugar preferente, y ya cerca de la Ilustre Archicofradía  y de la comunidad iba San Juan Bautista. Este era un niño muy hermoso, muy blanco y muy gordo, desnudo y muy güero, muy rizado y medio cubierto solamente con una piel de borrego, blanca como el armiño. Llevaba una cruz dorada con el lema ecce agnus dei iba conduciendo con un cordón de seda al Cordero Pascual. Pero como en la raza lanar de aquí (y con total exclusión del sagrado símbolo) no estén arraigadas ciertas costumbres piadosas, al borrego de San Juan había que obligarlo mal de su grado, á andar en la procesión conservando, hasta donde es posible en un borrego, la circunspección debida.

   De esta circunspección estaba encargado un criado, que en toda la carrera, y era larga, tenía la misión de empujar á la irrespetuosa oveja por el cuarto trasero. Junto á San Juan Bautista, iba su mamá, pero vestida y gozándose en la desnudez de su santo. Traía el estandarte de la orden un padre caracterizado, y las borlas que pendían del estandarte, eran sostenidas por el secretario y otra persona de distinción. Venían luego los hermanos de la Archicofradía, con casaquín blanco y azul: En seguida venia el gran palio, conducido por ocho hermanos y bajo el cual marchaba el sacerdote revestido, conduciendo al Divinísimo, y después en unas enormes andas, cargadas por treinta y dos cargadores, la milagrosa imagen de la Virgen de la Merced, ostentando un riquísimo manto azul bordado de oro y perlas. La imagen llevaba el cabello suelto, aunque á juzgar por el traje y la corona, estaba vestida de gran lujo. La cabellera tardó bien poco en desaparecer, bajo una capa de flores deshojadas y obleas, que le habían echado adrede desde las azoteas, que estaban coronadas de gente preparadas millares de personas con pañuelos llenos de flores, y pendientes de un cordel por un ángulo los arrojaban con fuerza, tirando en seguida del cordel, de manera que figurase un petardo que poblara el aire con una lluvia de flores.

   Esta operación repetida cincuenta veces en un corto trecho, llegaba á nublar el aire, á interceptar la luz, á oscurecer la calle en pleno día. Detrás de la Virgen, venia una música militar y en seguida un batallón vestido de gala y marchando al paso regular con arma al hombro: después de la tropa y á los lados de la columna caminaban más de dos mil curiosos. Pasaba la procesión y no por esto se acababa la diversión en las calles de la Merced, pues que para prolongar los regocijos, los panaderos se entretenían en arrojar, desde las azoteas, tortas de pan al pueblo, que se amotinaba ostentando una hambre que no tenía; pero que á pan tirado nunca le hizo gesto, y menos en días de atragantarse á la divino.


Fuente:

Facundo. Historia de Chucho el Ninfo. Ignacio Cumplido editor e impresor. México, 1871.

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