De seguro has notado, al caminar por las calles del México viejo, el centro histórico, que, entre tantas cosas, una de las constantes en la arquitectura civil, que es la de las casas habitación, son las ventanas cuyos recuadros (la cosa técnica y su lenguaje es lo que sigue) forman una H. Ese fue el sello característico de la ciudad virreinal de México, así como por Lima fueron los balcones de madera, muy al modo canario. Solo que aquí, este sello, tiene origen propio y no europeo. Otra de las constantes son las hornacinas, los copetes al centro del edificio con su respectivo nicho y el uso del tezontle que le da el colorido característico de lo que podríamos decir "el color novhispano". Para la descripción técnica y el manejo adecuado del lenguaje preciso de la arquitectura nos apoyamos en un gran maestro: don Francisco de la Maza.
“Salvo el transformado Palacio Nacional, nada queda de arquitectura civil del siglo XVII. Toda la ciudad cambió sus casas en el XVIII. El gran acueducto de Santa Fe, iniciado en 1603 y terminado en 1620, fue destruido con saña en el siglo pasado (XIX) ni siquiera se tuvo la precaución, como se hizo con el de Cahpultepec, de conservar una docena de arcos como recuerdo. Y eso que tenía mil arcos, lo cual es impresionante. Venía del pueblo de Santa Fe, pasaba bajo la roca de Chapultepec, continuaba por San Cosme y la Alameda, donde concluía frente a la casa del Mariscal de Castilla, hoy enano rascacielos detrás de Bellas Artes.
Las fuentes para el servicio de agua eran más de cuarenta; pero la única de interés era la de la Plaza Mayor. Las demás eran simples arcos rehundidos en las esquinas de los conventos o de los palacios. De ellas partían las “mercedes de agua cuyas medidas eran la: “paja” como más pequeña; la “naranja” como mediana y el “buey” como la más grande. A pesar de este último e increíble nombre, el grosor del chorro era de unos cuantos centímetros.
Se ha señalado una característica cromática de la ciudad de México: el rojo de sus paños de tezontle y el gris blanco de sus jambas y dinteles. Añadamos otra: la de subir estas jambas hasta la cornisa, prolongándola más allá de los dinteles de modo que resultaba un paño rectangular que servía para poner monogramas religiosos, relieves, fechas y hasta escudos. A principio s del siglo en 1608, decía el cronista fray Hernando Ojeda:
“Casi todos los edificios de esta ciudad son de cal y canto; las casas lindísimas, grandes y espaciosas, de patio, corredores y corrales; ventanas rasgadas con rejas de hierro; curiosas, ricas y bien labradas portadas y cubiertas de azotea o terrado enladrillado o encalado, y así la ciudad es muy grande y ocupa tanto o más sitio que Sevilla o Madrid…
Y a fines del mismo siglo decía el citado historiador Betancourt; “los edificios tienen altos y bajos, con vistosos balcones y ventanas rasgadas de rejas de hierro labradas con primor…” para 1621 tenía la ciudad 7700 casas y en 1650 habían aumentado a 30000, según sospechosos cálculos de un cronista del siglo XVIII.
A pesar de la limpia traza rectilínea de García Bravo, algunos frailes y vecinos se encargaban de “enmendarla” o destruirla. Dice un vecino, en 1615, el ayuntamiento que tenía unas “casas grandes” por Jesús maría pero que enfrente estaban “dos pedazos de casas viejas que quitan la vista” por lo que pide “se pongan en traza y se les dé nivel y derechura”, otro pedía se acabe de arreglar una calle por el convento de San Juan de la Penitencia para que no haya callejones que sirvan de ladroneras contra la policía y buen adorno de una ciudad tan principal y tanto lustre como esta.
En 1619 se hizo el segundo edificio del ayuntamiento, “con balcones y portales”, reedificado en el siglo XVIII y muy redecorado en este siglo.
Un problema económico muy serio se cernía sobre la ciudad, y los sagaces regidores del ayuntamiento lo denuncian en 1635 pidiéndole al rey “se sirva prohibir que las ordenes mendicantes se apoderen de las casas y haciendas de esta ciudad, porque los vecinos no tienen ya que comprar un solar que dejar a sus hijos patrimonio para la conservación de las familias, y cada día van los dichos religiosos comprando y asentándose más con que a pocos años era suya la mitad del reino…”
Como sucedió, en efecto…
Recordemos una casa de la cual, por fortuna, existe aún litografía que la muestra antes de que fuera vergonzosamente destruida: la casa del judío, por el barrio de San Pablo. Se cree que fue la mansión de Tremiño de Sobremonte. Era de dos pisos, sin entresuelo. En el bajo se ven las puertas almohadilladas, con las altas jambas típicas. En el piso alto, una serie de balcones de arcos lobulados, con ricas jambas esculpidas y conchas a guisa de capialzados exteriores. En los paños, labor mudéjar de petatillo. La portada principal era solemnísima, con un tapiz de piedra o de argamasa que adornaba el segundo piso, en el cual iban unos ángeles de tamaño natural en relieve, tres nichos y escudos. Es posible que algunas casas decoradas en argamasa como esta, sean del siglo XVII, como la de la esquina de Uruguay y 5 de Febrero y la que forma el ángulo de las calles de Guatemala y Argentina.
Según el plano de los condes de Moctezuma, muchas de las casas estaban aún almenadas. Y lo comprueba una noticia de Robles, de 1679: “cayó un rayo en la casa de los Guerreros, junto a santa Inés y derribó dos almenas”. Frente a la Concepción se ve una casa de dos pisos con jardín esquinero, protegido por tres ventanas de fortísimas rejas. El palacio por Mariscal de Castilla está también almenado y por dentro, con su patio de arcos. El palacio que sería después del marquesado de Guardiola lleva almenas, con su portada renacentista, varios balcones enrejados y uno esquinero. Duró hasta mediados del siglo XIX. Otra casa imponente era el Rastro, con sus medievales torreones en cada esquina, que mal trecho, llegó hasta el siglo XIX. Era de 1619, con portadas “de orden toscano”, es decir, dórico, con almenas de tezontle “sacadas en punta de diamante”.
Las casas más humildes eran de un piso, con sus azoteas de terrados. Ignoramos si ya había “accesorias” y “casas de taza y plato”. Que las había con entresuelos consta por documentos, ya que los poetas Ramírez de Varga y Ayerra Santa maría los alquilaban en la calle Donceles. El real palacio aún era en 1692 el del siglo XVI. Su frente no llegaba hasta la esquina de la Moneda, como ahora. Tenía dos portadas renacentistas de 1564, y tres patios. La habitación de los virreyes era el ala izquierda, y tenía, según el cronista Sariñana:
“...todas las piezas, camarines y retretes (recibidores y recámaras) que pide la suntuosidad de un palacio; junto a la escalera tiene tres salas grandes principales de estrado (de reuniones), con balcones a la plaza mayor, y entre ellos uno de doce varas de largo y casi dos de vuelo, ensamblado y dorado , con sus zaquizamí y plomada…
Este hermoso balcón lo había mandado construir el elegante virrey duque de Escalona, en 1640. Era a la manera andaluza –parecido a los balcones peruanos- es decir, con su amplia repisa que avanzaba , apoyada por su muro por niños atlantes, con celosías de madera y su “zaquizamí o techo inclinado, como alero, con sus delgadas tejas de plomo. Le llamaban “el balcón de la virreina”.
La capilla estaba al fondo del patio, era de bóvedas y su retablo de orden corintio, cuyas clásicas columnas detenían dos muchachos de medio relieve honestamente desnudos”, es decir, completamente desnudos pero oculto el sexo con una oportuna cinta que no se sabía de donde venía: en el centro del retablo una gran pintura de Santa Margarita, obra del excelente pintor español Alonso Vázquez. En 1693 hubo el conocido y mil veces contado motín del pueblo hambriento contra el virrey conde de Galve. El palacio fue incendiado.
En 1693 se comenzó a construir el actual, por el arquitecto Felipe de Roa; el virrey y conde de Moctezuma pudo habitarlo en 1697. Si la fachada fue más armoniosa y corrida hasta la calle de la moneda (sin la puerta de ese lado, que hizo el presidente Arista) fue demasiado austera y de aspecto militar, más que doméstico; el interior, en cambio, tiene uno de los patios más solemnes, elegantes y proporcionados, al que corresponden una escalera y corredores con las mismas calidades.
Una excelente pintura de Cristóbal de Villalpando, nos muestra la plaza mayor en 1695, con el palacio a medias, el parián y las bullente multitud que llena la plaza: es uno de los “retratos” de la ciudad del siglo XVII más auténticos y emotivos.
De la Maza, Francisco. La ciudad de México en el siglo XVII. Lecturas mexicanas 95. FCE. México, 1985. México. pp.58-63
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