Una de las cosas que me sorprendieron más, al meterme a profundidad en la historia bien documentada de Salamanca fue descubrir a una serie de personajes que vivieron algún tiempo allí; uno de ellos es Diego Rul, del que da cuenta David Brading en su célebre Mineros y comerciantes en el México borbónico (p.410) al referir el documento que se encuentra en el Archivo General de Indias, cuando inicia el trámite para obtener el título nobiliario, el cual pedía la certificación de sus bienes para de ahí establecer el potencial económico que sustentaría el título. Rul declara tener un negocio en Salamanca valuado en 40 000 pesos, suma que en su época era más que considerable. Declara también las fincas rurales que recién había adquirido: tres enormes haciendas en el actual estado de Aguascalientes y una más en Zacatecas.
La hacienda de Zacatecas, Santa Rita de las Tetillas, fue la que dio el nombre al primer título de Diego Rul, pues, como antecedente al Condado de Casa Rul, recibió el título de Vizconde de las Tetillas. Así que, lo que hoy comparto es una interesante parte del libro que abajo refiero, del doctor Gómez Serrano el cual habla sobre las propiedades que el conde Casa Rul había adquirido en Aguascalientes y estaban en poder de sus descendientes:
Junto con el mayorazgo de Ciénega de Mata, el otro latifundio que había en la región de Aguascalientes era el de la familia Rul, formado por haciendas que habían pertenecido al colegio jesuita de la ciudad de Zacatecas. El latifundio no formaba una unidad geográfica, aunque ocupaba muchas de las mejores tierras de la región: al sur de la villa de Aguascalientes estaba la hacienda de Cieneguilla, con 45 mil hectáreas; al norte, en las fértiles planicies de la garganta que da acceso al valle, las haciendas de San Jacinto y El Saucillo, junto con una gran cantidad de ranchos dependientes de ellas; y al noreste, en la región minera de Asientos, la hacienda de Ciénega Grande, la menos rica y extensa de todas. El conjunto formado por estas haciendas y ranchos alcanzaba una superficie de aproximadamente 150 mil hectáreas, equivalentes a poco más de la cuarta parte de todo el territorio de la antigua alcaldía mayor de Aguascalientes, aunque habría que aclarar que los ranchos situados en el extremo norte de la hacienda de San Jacinto formaba parte del estado de Zacatecas y que la porción sur de Cieneguilla pertenecía a la jurisdicción de Teocaltiche en Jalisco.
A mediados de 1861, en el contexto de las decisiones que tomó la familia Rul para mejorar la administración de sus haciendas, la hacienda de Ciénega Grande le fue vendida a Gil Rangel, uno de esos rancheros tesoneros que a base de trabajo había logrado labrarse un nombre y un patrimonio. Un par de meses atrás, Rangel había comprado el rancho de La Soledad, convirtiéndose así en uno de los primeros beneficiados de la desvinculación de las haciendas pertenecientes a Ciénega de Mata.
Durante más de 30 años, Gil Rangel había sido uno de los hombres de mayor confianza de los Rul en la región y se había hecho cargo del arrendamiento de ranchos, el cobro de las rentas, la venta de géneros y semillas, la realización de trámites legales en la ciudad de Aguascalientes y la dirección de las mejoras practicadas en las fincas. Ello explica las grandes felicidades que se le dieron para comprar la hacienda de Ciénega Grande, cuyas tierras conocía tan bien como la palma de su mano. Esta adquisición representaba para él la culminación de una vida dedicada al trabajo y el certificado de ingreso de su familia a la pequeña y altiva élite formada por los grandes terratenientes de haciendas en el Bajío durante la época colonial, este personaje había utilizado su cargo para ascender socialmente, obtener ventajas económicas y convertirse en propietario independiente.
Al mismo tiempo que vendieron la hacienda de Ciénega Grande, los hermanos Manuel y Victoria Rul Obregón decidieron vender la de San Jacinto, la más importante de las que tenía la familia en el rico distrito agrícola de Rincón de Romos, la hacienda abarcaba un total de 25 sitios de ganado mayor y 19 caballerías (casi 45 mil hectáreas), e incluía muchos de los ranchos más grandes y productivos de la región, como los de La Punta, Mesillas, San Antonio y Carboneras. Pronto se corrió el rumor de que la hacienda sería fraccionada. El cartógrafo alemán Isidoro Epstein, que por aquellos días recorría el estado, recogiendo información para su “Cuadro sinóptico”, aplaudió la decisión de los Rul y expresó su confianza de que con ella se vieran beneficiados muchos rancheros “lo que producirá sus efectos benéficos a la agricultura”. Sin embargo, según se consignó en un semanario local, a la poste “el dinero al contado mató las esperanzas de multitud de arrendatarios que estaban prontos a comprar, pagando luego la mitad del importe e hipotecando el terreno por el resto a un plazo aceptable”.
Los hermanos Pedro y Domingo de la Vega, Isidro Galván, Matilde Luévano y muchos otros antiguos arrendatarios y medieros de los Rul estaban verdaderamente interesados en el proyecto pero sus ofrecimientos fueron fácilmente mejorados por el español Joaquín Llaguno, a quien se le vendió toda la hacienda. Lo que Llaguno no sabía, porque no era de Aguascalientes ni estaba familiarizado con los asuntos de la región, era que el gobernador Esteban Ávila preparaba una ley agraria cuya ampliación hubiera significado la confiscación de todas las haciendas del estado. En agosto de 1861, cuando la ley fue promulgada, Llaguno se apresuró a publicar una “Representación”, en la que se decía sorprendido y pedía la derogación de una disposición que atentaba en forma escandalosa contra el sagrado derecho de propiedad.
Su ejemplo fue imitado por muchos de los más importantes propietarios del país y el congreso de Aguascalientes tuvo que derogar, a principios de diciembre de 1861, la terrible ley agraria de Ávila. Repuesto del susto, Llaguno arribó rápidamente a la conclusión de que la posesión de una hacienda tan grande como la suya no dejaba de tener sus riesgos por lo que tomó la muy sensata decisión de repartirla entre sus hijas Rosa, María de Jesús y Micaela. Cada uno de los lotes alcanzó una extensión de 15 mil hectáreas. Desde el punto de vista de la historia de la tenencia de la tierra lo más interesante es que esos lotes pronto fueron subdivididos entre los antiguos arrendatarios de la familia Rul, de tal manera que las 45 mil hectáreas que pertenecían a esta hacienda a mediados del siglo XIX acabaron convertidas en un gran número de haciendas y ranchos de tamaño medio. Solo el lote centro, bajo la administración de Micaela Llaguno y su esposo el español Antonio Fernoll, logró mantener durante varias décadas sus límites originales.
De esta manera, en el curso de una década, la familia Rul desmembró el latifundio que poseía en la región de Aguascalientes. En la época de la República Restaurada solo conservaba la hacienda de Cieneguilla, la cual, junto con el título de conde de Casa Rul, heredó Miguel Rul Azcárate de su padre, don Manuel Rul Obregón. Los jesuitas habían puesto en su administración un cuidado especial, prueba de lo cual eran su espléndida capilla y su hermosa casa principal, obras que se cuentan entre los mejores ejemplos que hay en la región y en todo México de arquitectura colonial. De las 45 mil hectáreas que tenía a principios de la época independiente, se separaron 4 sitios de ganado mayor y 12 caballerías (poco más de 7,500 hectáreas), que vinieron a formar la hacienda de La Labor de los Padres ubicada en su mayor parte en la municipalidad jalisciense de Paso de los Sotos. La finca fue comprada por Librado Avelar, uno de esos rancheros dispuestos a invertir sus ahorros en la compra de una buena propiedad rústica.
De cualquier forma, con 35 mil hectáreas y un
valor fiscal de poco más de 200 mil pesos, la hacienda de Cieneguilla era en la
época de la República Restaurada una de las más extensas y productivas de la
región. La inteligente administración que durante casi tres décadas el segundo
conde de Valenciana haría recordar la ya lejana época de los jesuitas, cuando
sus tierras proporcionaban buena parte de los recursos con lo que se sostenía
el colegio de Zacatecas, pero esta vez –signo de los tiempos- no se trataba de
patrocinar los empeños de una orden religiosa sino de renovar el lustre de un
apellido que pese a todo logró acumularse y prosperar bajo las reglas del juego
económico y político impuestas durante el porfiriato.
Fuente:
Gómez Serrano, Jesús. Haciendas y ranchos de Aguascalientes. Estudio regional sobre la tenencia de la tierra y el desarrollo agrícola en el siglo XIX: UAA. Aguascalientes, 2012, pp. 185-188.
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