sábado, 29 de diciembre de 2018

Un día de muertos en 1900, descripción de Antonio García Cubas

   Sabemos bien que el arte de mantener una buena conversación es cada vez más difícil de encontrar, ni que decir del arte de trasladar esa amenidad en la conversa –en blanco y negro- es decir, escribirlo; pedir a alguien, en nuestros días que haga una descripción escrita de algo que apenas vio o experimentó en algún momento se antoja complicado pues cada vez carecemos más de ese don. Esa es una de las muchas cosas que la vida actual nos está anulando (amén de la capacidad de asombro), la de escribir o hablar con amenidad (ni qué decir del arte de la ortografía). 

   La primera vez que noté esto fue hace cuatro décadas, cuando platicaba con un amigo, 10 o 15 años menor que yo, y que acompañaba su conversación con continuos ruidos, sonsonetes y exclamaciones que representaban algunas palabras; era evidente que la influencia que los programas cómicos y caricaturas de televisión las adquirió a lo largo de su infancia y algo de su adolescencia… hoy día, sale de sobra decirlo, si no nos muestran una imagen no acabamos de entender a lo que se están refiriendo… de Youtube y sus consecuentes Youtubers hablaremos en otra ocasión.

   Esta vez aclaro una duda que tenía y la comparto contigo. La duda surgió hace pocos años cuando una persona me dijo que la costumbre del altar de muertos había sido impuesta durante la presidencia de Lázaro Cárdenas pues esa era tradición de Michoacán y no de México. Poco tiempo después cayó en mis manos el libro de Pierre Charpenne, Mi viaje a México o el colono del Coatzacoalcos, en el cual, muy al modo de la narrativa costumbrista de la segunda mitad del XIX, en un capítulo describe el Día de los Fieles Difuntos en Veracruz, haciendo mención de calaveras, alfeñiques, dulces de fruta cubierta y la algarabía propia de la fecha (sí, algarabía celebrando a la muerte).

   Ahora, esto que vas a leer, nos remite a la mencionada festividad desde el punto de vista un poco agudo, un poco crítico, un poco irónico de Antonio García Cubas en el cual veo una afirmación y a la vez negación de lo que oí en torno a la influencia michoacana en la festividad de difuntos, es decir, en lo que hoy llamamos Día de Muertos.

  “Los serenos ó guardianes nocturnos, los padres del agua fría ó guardas diurnos, hoy gendarmes, los repartidores de periódicos, los aguadores y otros individuos por el estilo, desde muy temprano repartían versos impresos, más ó menos chabacanos, por medio de los cuales pedían su tumba, su calavera ó su ofrenda, de la misma manera que pedían sus gajes correspondientes á otras fiestas: su matraca y aguas frescas en la Semana Santa: su tarasca y huacalito en el Corpus, y su aguinaldo en Navidad. Todos hacían mérito de los servicios prestados á los vecinos, por lo que se consideraban acreedores á la recompensa solicitada.
   Frente al Portal de Mercaderes y á la orilla del andén exterior colocábanse los puestos, en los que se vendían todos los objetos que se relacionaban á las ideas fúnebres del día.
   En unos aparecían las tumbitas de tejamanil, pintadas de negro con orlas blancas, con sus candeleros de carrizo en los ángulos, así como las piras, remedo de los grandes catafalcos que para las exequias de los presidentes y arzobispos se levantaban en la Catedral, no faltando, por consiguiente, en aquéllas, el muñeco de barro que representaba al prelado mexicano ó á un general muerto, como tampoco faltaba la estatuita de la Fe que coronaba el monumento.
   En otros veíanse esqueletos de barro, que por tener sus cráneos, piernas y brazos sujetos con alambres, adquirían movimientos epilépticos al tomarlos en la mano: muertecillos tendidos que representaban un fraile ó una monja con mortaja, y que por medio de una pita se sentaban, y los entierritos, colección de figuras que con sus cabezas de garbanzo y sus vestidos de papel, representaban monigotes, trinitarios y el indispensable muertecillo por cuatro de éstos cargando figuras simétricamente colocadas sobre listones de tejamanil las que unidas unas con otras por charnelas, constituían un aparato que se movía á voluntad, acercando aquéllas unas veces, y alejándolas otras, con lo que pretendíase figurar el andar pausado y regular de los del entierro.

   Por aquí veíanse sobre una mesa bizcochos de diversas figuras coloreados por la grajea, y pendientes de unos barrotes horizontales de madera, sostenidos por dos pies derechos fijos en la misma mesa, cirios de variadas dimensiones, y por allí aparecían sobre otra mesa, dulces cubiertos y confitados, sin faltar los bocadillos, palanquetas y la calabaza en tacha, de tierra caliente y, sobre todo, los de pura azúcar, entre los que sobresalían los afamados alfeñiques de las monjas de San Lorenzo.
   El pueblo, que en tal día dase á comer esos dulces de azúcar, que generalmente representan cráneos, esqueletos, tibias y otros huesos del ser humano, conviértese, aunque en apariencia, en ostófagos.
   ¿Cuándo desaparecerá de nuestro pueblo tan repugnante costumbre?
Unos para ver y ser vistos, y otros para proveerse de los objetos expresados, acudían al Portal de Mercaderes por la mañana, sin que por eso faltasen al paseo de los panteones que terminaba casi al oscurecer.
   Para aplicar los sufragios por las almas del Purgatorio, instalábase, por la tarde, en la puerta principal de cada templo, un sacerdote con estola, negra, y allí, de pie, al lado de una mesa cubierta de paño negro y sobre la cual había un Santo Cristo, una calavera, dos cirios encendidos y un acetre, recibía las limosnas que le daban y decía sus preces aplicándolas á las almas de los difuntos que le indicaban.

   Otros concurrían en masa á los teatros para solazarse con las terríficas escenas del Don Juan Tenorio, drama que, según se dice, es malo, pero que, á pesar de sus defectos, atrae siempre inmenso concurso de gente, que no sabe de crítica literaria y sólo atiende á la harmonía de los versos y á las calaveradas del pillo aquél que echa bravatas por las uñas, se roba á una novicia para conducirla á una apartada orilla, seduce á las mujeres y mata á los papás y prometidos por partida doble, platica con los mármoles, cae muerto sin sentirlo, á manos de su antiguo camarada, ve su entierro y escucha, los salmos penitenciales que van cantando por él y, por último, llama al cielo que no le oye, y sin duda por eso sube verticalmente á él en compañía de la monjita, uno y otra transformados en espíritus de aguardiente, mientras el desdichado Comendador, por haber defendido su honra y morir asesinado por el robador de su hija, permanece en los apretados infiernos.
   ¡Sanísima moral de nueva emisión, que mucho perjudicaría á nuestro pueblo si tomase por lo serio é incondicionalmente el teatro, como escuela de las buenas costumbres!
   Por la noche los del pueblo bajo, que sólo concurrían al paseo de la Plaza hasta las diez de la noche, hora en que irremisiblemente se cerraban las casas de vecindad, ya en sus hogares encendían las velas en el altar de sus ofrendas, consistiendo éstas en bizcochos, fruta y dulces, tamales y calabaza cocida; todo preparado con el expreso fin de que á la media noche tuviesen que cenar sus deudos difuntos. Además de ser supersticiosa tal costumbre, es estúpida, por cuanto á que no realizándose el esperado hecho, tan contrario al orden natural, la gente se mantiene en su trance, y cada desengaño sólo sirve para engullir, al día siguiente, las golosinas ó distribuirlas á veces, entre sus amistades.

   Hermana carnal de esta costumbre es la de los velorios. Considerada la muerte de un niño como el tránsito de un ángel, creen de su deber, los que tal costumbre siguen, el despedirse de aquél por medio de una fiesta, en que hace el principal papel la misma madre, la que por rendir culto al uso inveterado enerva en su corazón los más grandes y puros sentimientos. Tiéndese el cadáver del niño, cúbresele de flores y se le encienden dos ó cuatro velas de sebo; una orquestilla compuesta de tocadores de arpa, vihuela y aun jaranitas, ejecuta sonecillos del país, menudeando el tradicional jarabe que, por parejas, todos bailan, no dándose más treguas que las necesarias para saborear los bizcochos y gorditas de cuajada y apurar algunos vasos de aguardiente. Esta costumbre repugnante importada á México de las provincias meridionales de España, va decayendo, en verdad, entre la gente de nuestro pueblo; pero debe lamentarse que no haya desaparecido aún del todo, lo que igualmente se advierte respecto del acto de las Tres caídas, en la Semana Santa, acto que, como el anterior, por ser contrario á la sana razón, tiende eficazmente á embrutecer á los que lo ejecutan.
   Velábanse también, de la manera descrita, á los adultos, con la diferencia de que á éstos se les rezaba, sin perjuicio de otros actos, tales como los juegos de prendas y los albures, de los que se aprovechaban los tunos de profesión; lanzábanse chascarrillos y acertijos que provocaban la risa y referíanse cuentos é historietas tremebundas llamadas ejemplos. El velorio terminaba á las doce en punto de la noche, hora en que penan las almas.
 

Fuente:

García Cubas, Antonio. El libro de mis recuerdos. Imprenta de Arturo García Cubas, Hermanos y Sucesores. México, 1904, pp. 390-391

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