martes, 21 de agosto de 2012

Un par de experiencias que tuve con afectados de la Postguerra

Apenas ayer veíamos algo sobre la participación de México, o mejor dicho, la afectación de México durante la II Guerra Mundial. El tema me interesó durante mucho tiempo, luego, suele suceder, se vuelve complicado al ir leyendo más y más y se vuelve confuso al ser un tema recurrente en el cine. No sé cuántas películas habrás visto tú sobre campos de concentración, yo he visto muchas y regularmente acabo afectado. Sigo sin entender los motivos de esos acontecimientos y la pasividad del resto del mundo ante ellos. Pero ese es otro tema, lo que ahora te contaré es algo que se me vino a la cabeza ayer, luego de que terminé de escribir el artículo que espero hayas ya leído.

Yo vivía en Guadalajara, allá me fui para seguir estudiando en la Universidad, en la Autónoma, para ser más precisos. Luego de tres años de Arquitectura me di cuenta que no era lo mío y me cambié a la más incipiente carrera que había entonces: Turismo. Entré con varios años de diferencia a la edad promedio de mis compañeros, (corrijo: compañeras. Esa era una carrera con el 95% de asistencia femenina, yo era de la minoría), por lo tanto mis intereses eran otros. Me había ya saturado de Cafetería I, Cafetería II, Cafetería III, Pasarela I, Pasarela II, etc., etc., más bien me interesaba la experiencia laboral, así que por las tardes entré a trabajar a una Agencia de Viajes, una que ya no existe y que era parte de una afamada cadena a nivel nacional: Avisa. La oficina se ubicaba en la Ave. México, casi esquina con Américas. Esto que te cuento sucedió en 1975, hace montones de años. Guadalajara no era tan comercial como lo es actualmente, todavía había muchas casas en zonas que ahora son solo de oficinas y negocios, al lado de la agencia donde trabajaba vivía una familia judía, eso lo supe por mera casualidad y el dato no me causó sorpresa alguna ni interés tampoco. Un buen día me encontraba solo, justo en el escritorio de la entrada cuando aparece casi corriendo y volteando hacia un lado y hacia el otro una mujer ya entrada en años, encorvada, vestida de colores oscuros y con una especie de rebozo en la cabeza. Me miró con desesperación, no hablaba, solo me veía, sacó de su ropa dos sobres, me los puso en el escritorio y con el dedo me indicaba el remitente de la carta para que se lo escribiera en el sobre que ella enviaría, cuando me acercó el sobre la manga del suéter que le cubría el brazo se le levantó y alancé a ver el número tatuado más arriba de la muñeca. Entonces noté que el resto de la escritura que había en la carta era en caracteres hebreos. La mujer no cruzó palabra conmigo y así como entró, casi corriendo, salió igual. Siempre girando la cabeza, hacia la izquierda, hacia la derecha, como temerosa de que alguien la viera, o, peor aun... de que alguien la detuviera.


Pasaron los años, más bien décadas y para 1996 me fui a Atlanta, en los Estados Unidos, según yo a quedarme; iba, ingenuamente, por aquello del "American Dream", las Olimpiadas apenas acababan de terminar, lo pude constatar desde que llegué al aeropuerto pues aun colgaban algunos pendones y anuncios relativos a los Juegos Olímpicos, incluso todavía pude conseguir algunos souvenirs (ahora llamados memorabilia) a precios de oferta. Llegué a hospedarme con un amigo de origen chileno que llevaba ya varios años en ese país y que había obtenido la nacionalidad. En "el gabacho" como le dicen coloquialmente a los Estados Unidos había estado varias veces, en viajes de promoción para el hotel en el que trabajaba en Cancún, lo cual implicaba que lo llevaba todo arreglado para movilizarme y para hospedarme, además de los consabidos viáticos. Esta vez no, ahora me tocaba vivir la experiencia americana, la cual no es tan grata considerando que el país está lleno de gente que va en pos de lo mismo, el American Dream.

En la casa donde me hospedé me tocaba arreglar toda la planta baja, incluido el jardín, el otoño estaba por iniciar y por consecuencia el clima se tornaba cada día más frío. Yo dormía en una habitación que durante el día era la sala de la televisión en la planta baja. Arriba dormía un japonés y un africano venido de Ghana (no me sé ese gentilicio). A los pocos días de que llegué apareció una italiana entrada en años, muchos más que los míos, todo era aparentemente normal en ella; llegaba siempre a la hora de la comida y, al modo gringo, tienes que hacer algo, contribuir en algo para comer o dormir en la casa, ella limpiaba la cocina. Nosotros los inquilinos terminábamos de comer y ella se esperaba, nunca se quiso sentar a la mesa con nosotros. En cuanto nos levantábamos ella se sentaba, un día noté lo que hacía: comía lo que había quedado en los platos. 

Oye, le dije, allí hay más para ti en la cocina. No, así está bien, me respondió. Pero allí hay más, le insistí y le mostré lo que había en las cazuelas. Entonces me miró fijamente a los ojos y me dijo: ¿Nunca has vivido en la guerra? No hay que desperdiciar nada de la comida... y siguió comiendo las sobras.

2 comentarios:

  1. Cualquier guerra, en cualquier país y tiempo debe ser una situación terrible.

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  2. Muy interesantes (como siempre) tus apuntes sobre la postguerra, y en cierto modo me conmueven ya que afortunadamente las situaciones por las que atraviesan los paises en guerra solamente las he visto por medio de imagenes y videos. Como todo suceso violento deben dejar una honda huella o incluso heridas abiertas permanentemente en todos aquellos que lo viven.

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