lunes, 20 de agosto de 2018

La que bien podría ser la leyenda del Dorado, adaptada a la plata mexicana

  De las muchas historias, que más bien eran leyendas, que los europeos trajeron al Nuevo Mundo, amén de las Amazonas que daría paso a la historia de la reina Calafia y que derivaría en el nombre de la península de Baja California, estaba la de la ciudad de los siete obispos: Cibola y Quiviria que fray Marcos de Niza aseguraba haber visto, la de la Fuente de la Eterna Juventud, que daría paso al descubrimiento de la península de la Florida y que Alvar Nuño, en su muy larga y penosa caminata, al llegar a lo que hoy es Sinaloa, pensó haber descubierto El Dorado, hubo más, de esas leyendas que fueron ya tejidas en la Nueva España, todas en torno a las riquezas que las minas de plata producían. Así se comenzó a decir que un rico minero mando pavimentar, con lingotes de plata, el camino de su casa a la parroquia para el día del bautismo de su hijo, hay quien asegura que fue para la boda de su hija, hay quien le atribuye el hecho al conde de Valenciana en Guanajuato, otros que fue el conde de Regla en Santa María del Monte, uno más dice que fue don José de Borda en Taxco. Leyendas al fin.

  Encuentro en esta ocasión un exquisito texto, de esos que son una delicia leer, escrito por uno de los descendientes del conde de Santa María Regla, sucesor del marquesado de San Francisco (en el entendido que en su tiempo ya estaban prohibidos los títulos nobiliarios en México), de su libro Bocetos de la vida social en la Nueva España, libro que fue publicado originalmente en 1919 bajo el nombre Ex Antiquis, y reeditado por Porrúa en 1944 y en él se concentran todas esas consejas en torno a la riqueza minera:

  Principal fuente de riqueza en los tiempos virreinales era la que emanaba de las entrañas de esta noble tierra mexicana, la cual, no contenta con los riquísimos frutos por su privilegiado suelo prodigados, guarda en su seno abundancia de aquellos metales que tanto codicia el hombre, que por ellos peca, mata y muere.

  Pero, afortunadamente los caudales que rindió la Nueva España tuvieron nobilísimo empleo, puesto que sirvieron para erigir suntuosos templos y benéficas instituciones que la posteridad agradece, y aplaude la historia, inscribiendo en sus páginas, con letras de oro, los nombres de sus preclaros fundadores. Fue crecido el número de éstos y tan grandes sus fortunas, que adquirieron fama legendaria, comparable sólo con la de aquel Creso, cuyas riquezas asombraban a la antigua Roma.

 En aquella sociedad eminentemente religiosa era natural que los cresos coloniales erogaran fortísimos gastos en construir o exornar la casa del Señor. Díganlo si no los soberbios templos erigidos por Borda en Taxco, por el Conde de Santiago de la Laguna en el Cerro de la Bufa en Zacatecas, y por el de Valencia en la mina de este nombre cerca de Guanajuato. Por rara fortuna, la iglesia de la Valenciana se conserva casi intacta hasta la fecha, y ella nos habla de la esplendidez de don Antonio de Obregón y Alcocer, que no vaciló en emplear en su construcción la suma de ochocientos cincuenta mil pesos. Por cierto que, según cuenta, el párroco de Guanajuato, al ver que se erigía tan suntuoso templo, objetó que el permiso que se diera había sido para una capilla y no para una catedral, y, después de alguna controversia, se convino en que para que guardase su categoría, se construyese solamente con una de las torres que se proyectaran. Innumerables fueron las donaciones que le hizo el Conde de Valenciana a conventos y hospitales, y, no obstante el boato que lo rodeaba, supo siempre conservar gran sencillez de costumbres.

 "Antes de tener la bonanza de Valenciana —dice Bustamante—, Obregón se presentó en Valladolid en solicitud de una dispensa matrimonial; concediósela el Sr. Obispo Rocha, y habiendo ido a darle las gracias, se le quedó mirando de hito en hito, le puso ambas manos sobre los hombros, y le dijo con voz firme y tono profético: Vaya Señor Obregón, V. será muy rico. Estas palabras llenaron de consuelo a Obregón, y cuando disfrutaba de una opulenta fortuna, decía: Para que fuera completa mi suerte sólo me falta que el Sr. Rocha viviese, para que viera cuán acertado estuvo en su vaticinio. El Conde de Valenciana no aguardaba que le pidieran; apenas sabía que un pobre se había muerto, cuando se informaba de la familia que dejaba y le mandaba socorros abundantes". Su yerno, el Conde de Casa Rul, construyó bajo la dirección del célebre Tres Guerras, una casa-palacio en Guanajuato, cuya clásica fachada es uno de los principales ornamentos de aquella pintoresca ciudad.

  Los marqueses de San Clemente y Vivanco, por su parte, con el producto de sus minas de Cata, Mellado y Bolaños, construyeron obras de importancia e hicieron cuantiosos donativos al monarca; y el de San Juan de Rayas, además de construir la soberbia capilla de este nombre, erogó la mitad del costo de la iglesia de la Compañía, en Guanajuato, iglesia que por su tamaño y majestad, merece los honores de Catedral. En prueba de agradecimiento el rey don Carlos III le hizo varios obsequios, entre ellos una mantilla de riquísimo encaje para la marquesa.

  Pero, de todos los mineros, el que indudablemente llamó más la atención de sus contemporáneos, fue el primer Conde de Regla. D. Pedro Romero de Terreros, quien, desde que el cielo quiso favorecerlo con inmensa fortuna extraída del Mineral del Monte, ejerció la caridad en asombrosa escala, erogando todos los gastos para las misiones de Coahuila y Tejas, dotando a innumerables religiosas, y de mil maneras diversas.

  Nadie ignora que el actual Monte de Piedad fue fundación suya, para la cual donó trescientos mil pesos; favoreció y protegió a sendos colegios de la seráfica orden en México, Querétaro y Pachuca; hizo préstamos y donativo al Estado por valor de varios millones de pesos; pero un hecho sin precedente y no igualado hasta la fecha, fue el de haber regalado a Carlos III un buque de guerra de tres puentes y ciento quince cañones, provisto de víveres y todo lo necesario para seis meses. Este hermoso barco construido todo él de caoba en el astillero de La Habana, se llamó "El Conde de Regla", alias "El Terreros", y figuró en las batallas navales de aquel tiempo, según refiere don Benito Pérez Galdós en el primero de sus "Episodios Nacionales" Trafalgar. Para perpetuar la memoria de tan magnífica donación ordenó el católico monarca que siempre hubiera en la real armada un buque de guerra denominado "El Conde de Regla", orden que, ocioso es decirlo, no fue cumplida.

  Don Pedro Romero de Terreros, no obstante su piedad y celo caritativo, era fastuoso en alto grado, y su palacio en la capital de la Colonia estaba amueblado con tanto lujo y tal abundancia de precioso metal, que bien pudo llamarse la "Casa de Plata". Por supuesto que las riquezas del Conde de Regla dieron margen a numerosas consejas. Contábase que todas las herraduras de sus caballos eran de plata, y que cuando se bautizaban sus hijos, la procesión de su casa a la parroquia marchaba sobre barras de este metal. Asegúrase también que en cierta ocasión la Condesa al reconciliarse con la Virreina, después de un pleito que con ella tuvo, la obsequió con un par de zapatillas cubiertas con diamantes y otras piedras preciosas.

 "Para demostrar su gratitud por el título que le confiriera —escribe el viajero inglés Mr. Robert Wilson—, invitó al rey para que visitara sus minas, asegurando a S. M. que si se dignaba hacerle tan señalado favor, los reales pies no tocarían el suelo de la Nueva España puesto que en donde quiera que bajase de su carroza, pisaría sobre plata, y el lugar en donde se alojara sería forrado del mismo precioso metal".

¡A tal grado llegaron las consejas del vulgo acerca de las riquezas de este personaje!

  Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que extrajo un caudal inmenso de sus minas, el cual consagró en su mayor parte al servicio de su Patria y de su Dios.

  Interminable tarea sería la de citar todos los próceres benefactores de la Colonia. Bástenos citar al Marqués de la Villa del Villar del Águila, que construyó el grandioso acueducto que surte a la ciudad de Querétaro del precioso líquido; y que, en la capital, la iglesia de Nuestra Señora de Loreto la más hermosa y clásica en todo el país, monumento imperecedero de la gloria arquitectónica del insigne Tolsá, se debió a la piedad del primer Conde de Bassoco y de su esposa, la Marquesa de Castañiza, a cuyas expensas fue construida.

  Más no solamente los mineros fueron los cresos de Nueva España. Colosales fueron también las fortunas de algunos terratenientes. El Conde del Valle de Orizaba (dueño de la histórica casa de los azulejos) poseía cincuenta y cinco haciendas en el hoy Estado de Puebla; los Marqueses del Jaral de Berrio y Condes de San Mateo de Valparaíso, inmensas propiedades en Guanajuato, Zacatecas y Durango, además de las casas-palacios que hoy ocupan el Hotel Iturbide y el Banco Nacional; y el mayorazgo del Marqués de Guadalupe, llamado Ciénega de Mata, abarcaba una gran extensión en los hoy Estados de Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas, y su cabecera semejaba un feudo de la Edad Media: amplísima casa señorial, monumental iglesia, capaces trojes y graneros y calles enteras de casas de los dependientes, circunvalado todo por una muralla con fortines y garitas!

  Muy extensas eran también las propiedades del Marqués de San Miguel de Aguayo en Coahuila, al grado que se podía correr a todo galope una semana entera sin salir de ellas. Por cierto que su numeroso séquito de lacayos y mozos, debido al color de los chalecos de sus libreas, eran conocidos en toda la comarca con el apodo de los "barrigas coloradas".


Fuente:

Romero de Terreros, Manuel. Bocetos de la vida social en Nueva España. Editorial Porrúa, México, 1944. pp. 188-194


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