El tema de la nobleza mexicana (novohispana) es interesante pues nos abre un panorama a todo lo que era la vida cotidiana en la época estudiada, en este caso los últimos años del siglo XVIII. La casa habitación de estos pudientes que elegían a la capital del virreinato para asentarse o, en todo caso, para tener lugar propio en donde pasar temporadas y, quizá atender algunos asuntos legales de importancia o solo para alternar con sus similares nos hace entender la razón por la cual en algún tiempo la Ciudad de México se le conoció como la ciudad de los palacios. Así pues, veamos algo al respecto.
Hacia fines del siglo XVIII, los nobles arrasaron viejos edificios y emplearon sus piedras aztecas y ladrillos españoles para construir elegantes mansiones de estilo barroco y neoclásico. En la ciudad de México, la calle de San Francisco era la más elegante. Cerca de la Alameda estaba el palacio de los Marqueses de Guardiola; al lado, los condes del Valle de Orizaba cubrían la fachada entera de su casa con los azulejos de Talavera de Puebla. Cerca de éstas se encontraba la residencia de José de la Borda, que había costado 300 000 pesos, y la casa de los Marqueses de Prado Alegre, en la cual habían gastado 37 000 pesos, únicamente en amueblarla.
En la calle San Francisco, la casa más famosa era la de los Marqueses de Jaral de Berrio. Con un costo de 100 000 pesos, el primer marqués convirtió un convento en una réplica de un soberbio palacio de Palermo para su hija y su yerno siciliano. Sus pleitos matrimoniales entretuvieron a la alta sociedad durante años. Posiblemente fuera el recuerdo de una infancia triste lo que hizo que su hijo, el tercer marqués, desechara la casa y la ofreciera a dignatarios visitantes. Félix Calleja la habitó mientas se recuperaba del sito de Cuautla y en sus salones se recibió la noticia de que había sido nombrado jefe político de Nueva España. Allí habitó Agustín de Iturbide después de su entrada triunfal en la ciudad de México, y desde uno de sus balcones aceptó de la multitud la corona imperial. Durante su reinado (1821-1823), la casa de Jaral de Berrio sirvió como palacio real.
Entre las más hermosas residencias de los nobles, se encontraban dos casas que fueron enteramente construidas en 1770 como palaciegas fortalezas con torres y almenas. Las fachadas estaban recubiertas de tezontle rosa, las ventanas enmarcadas en arcos de cantera gris. Las gárgolas simulaban cañones. Una de estas casas, situada frente al Hospital de Jesús, pertenecía a los Condes de Santiago y Calimaya. Con la gran serpiente azteca tallada en piedra empotrada en una de las esquinas y con una fuente adornada con una sirena en el interior, se le consideraba el máximo de la elegancia del siglo XVIII. La otra casa, en la calle de Capuchinas, pertenecía a esos incansables reconstructores, los Marqueses de Jaral. En el interior una escalera de doble rampa ascendía a una cúpula recubierta con azulejos amarillos y azules. En las ondulantes arquerías del piso bajo, Jaral ostentosamente, había mandado labrar su nombre y todos sus títulos y puestos. En la fachada, unos querubines enmarcaban el gran medallón ovalado con el escudo de armas de la familia. Ambas casas tardaron años en construirse: representaban grandes sumas de dinero e involucraban largos y complicados pleitos con los constructores.
Como la calle de San Francisco, la calle de Capuchinas y su prolongación, la de Cadena, eran consideradas espléndidas en los albores de la Independencia. El conde de Jala mandó derrumbar la casa de su mujer, heredada de Rivas Cacho, y después la reconstruyó y redecoró: la terminación de la obra tomó catorce años y significó un gasto de 107 000 pesos. No satisfecho con solo una casa, Jala gastó 38 000 más en remodelar otra en la calle de Cadena. Otras casas famosas por su lujo eran la de Uluapa, con su precioso jardín, situada entre Damas y Ortega; la de Apartado, el único palacio que tenía tres pisos, construida en cantera gris, y la casa del conde de Regla, en San Felipe Neri, cuyo valor ascendía a 30 000 pesos.
Muchas de las residencias de los nobles eran tan onerosas como ostentosas. Los mercaderes nobles como Basoco, Cortina y Torre Cosío, que vivían uno al lado del otro, en la calle de Juan Manuel, cerca de su tienda en el mercado del Parián, tenían magníficas casas y empleaban la planta baja como tiendas o viviendas de las llamadas de “taza y plato”. Jaral ganaba 3 000 pesos al año con su casa de San Francisco, rentándola para comercios y viviendas. El conde del Álamo rentaba parte de su residencia a una costurera y a un sombrerero, mientras que el marqués del Apartado recibía rentas de una zapatería y de una tienda. Agrega, Basoco, Cortina, Heras e Inguanzo, todos vendían las mercancías que importaban en las tiendas que se encontraban en sus propias casas, generalmente los asistían dos o tres empleados –muy a menudo parientes pobres- quienes vivían con la familia, pero los criollos los consideraban ignorantes, fanáticos y obsesionados por los sacerdotes.
Además de sus entradas como comerciantes, los nobles hacían dinero como caseros. Jaral, Uluapa y Buenavista, rentaban sus mansiones a otros nobles u oficiales españoles por mil o dos mil pesos al año. Los Mariscales de Castilla eran propietarios, en la ciudad de México, de 51 casas, y los Marqueses de Salvatierra tenían 14. Las propiedades urbanas de Basoco valían cerca de 67 000 pesos, incluyendo el rastro, un corral y una pulquería, lo mismo que casas. El conde de Rábago tenía 108 000 pesos invertidos en modestas propiedades urbanas.
Fuente:
Ladd, Doris. La nobleza mexicana en la época de la Independencia, 1780-1826. FCE. México, 1984, pp. 94-97
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