Comenzamos marzo, diremos la habitual tontería de que "como pasa rápido el tiempo"... solo que de niños, el tiempo nunca se nos iba rápido, más bien es ahora que en la total madurez queremos hacer más cosas y el tiempo no nos vasta. En fin... es bueno filosofar de vez en cuando.
Aquí, en San José del Cabo, como te lo he venido contando desde hace dos meses, la naturaleza es una total explosión de colores y formas bellas. Este domingo tuve la oportunidad de conocer un lugar excepcional, una granja que se convirtió en restaurante y que produce sus propios insumos, todos ellos del tipo orgánico.
Lo que más me sorprendió del lugar, salpicado con música jazz en vivo, fueron los girasoles, los cientos y cientos de flores de tamaño mediano y un poco más que mediano con unos colores preciosos, unas combinaciones que solo la naturaleza en su vasta sabiduría puede lograr... los esfumados, las combinaciones, los matices... mejor te dejo las fotos para que las admires, todo esto, definitivamente es lo bueno encontré esta vez...
Hermoso en verdad, pero, lamentablemente, nunca falta ese "negrito en el arroz", por decir lo menos, y esa es la parte mala, la parte mala que he visto en estos días. Al ver eso que ahora te presentaré, me recordó un cuento que oí narrado a través de la radio, hace muchos años, creo recordar muy bien la anécdota, lo que no recuerdo es la autoría. Pensaba fuera de Oscar Wilde pero no es así, el tiene un cuento de Navidad, pero se llama El Ogro Egoísta y ese que oí era otro, decía más o menos así:
Había una vez un árbol muy bello que fue creciendo, era un pino, era del género femenino y tenía ya a sus hijitos que crecían a un lado de ella... un buen día, cuando la nieve ya había caído, de pronto llegó una persona que sorprendió al árbol pues, con hacha en mano le cortó el tronco y se lo llevó a su casa, que era justo enfrente de donde había crecido y donde había dejado a sus hijitos.
El árbol lloró y lloró, no tanto por el dolor de haber sido cortado, sino por dejar a sus hijos, por alejarse de ellos. De pronto sintió ese agradable calorcito que había dentro de la casa y vio como los niños llegaron a aproximarse a ella, llenos de alegría cantando y girando en su rededor, luego lo comenzaron a vestir con galanura, le colgaron muchos aretes por todos lados y lucecitas, de pronto el árbol quedó todo decorado, lucía espléndido y los niños aun más felices seguían cantando y jugando junto a él.
Decidieron colocarlo junto a la ventana, así toda la gente que pasaba lo podía admirar, cuando abrieron la cortina el árbol se maravilló pues desde allí podía ver a sus pequeños hijos y ellos se maravillaron también al ver a su madre tan bella y reluciente... así pasaron una Navidad llena de alegría, ella adentro dándoles su belleza a los habitantes de la casa y sus hijos muy alegres pues podían ver a su mamá desde afuera.
Terminaron entonces las fiestas de fin de año, los niños volvieron a la escuela y ya no jugaban más junto al árbol, de pronto, el mismo hombre, aquel que semanas antes había contado con su hacha el tronco, le desnudó de todos sus ornamentos, lo quitó de la ventana y llorando por no poder ver más a sus hijos, el árbol simplemente fue arrojado a la calle.
Los pequeños arbolitos vieron como su madre era arrojada, desnuda, no muy lejos de ellos y vieron como, poco a poco ese árbol que tanta alegría había proporcionado a todos los moradores de esa casa, moría día con día...
Este no es un cuento feliz, si bien es un cuento de Navidad que más que oír durante la Navidad lo deberíamos reflexionar antes de que sea la celebración para de ese modo valorar si realmente es adecuado mantener esa costumbre que, a mi ver, ya no cabe en estos tiempos de cambio climático y renacimiento de la conciencia de la vida en armonía con la naturaleza.
Tal vez deformé el cuento original, tal vez entendí la anécdota de otro modo, pero creo que, ahora, el 1 de marzo de 2011, cuando salgo a caminar y veo que aun siguen en plena agonía esos objetos que dieron tanta alegría en su momento, deberían tener un mejor fin... pues objetos no son.
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