viernes, 26 de diciembre de 2014

Para entender mejor la razón por la cual hay tantos Templos y capillas en México. (Parte 29 del conteo.)

   Me es difícil explicar la razón por la cuál tengo tal fascinación hacia los templos. Quizá sea el ambiente interior que allí se respira, el aroma de las flores, especialmente muy temprano, cuando hay poca asistencia y acaba de ser la fiesta del Santo... o el misticismo que emana de montones de velas y veladoras encendidas. Hay imágenes que me rebotan, como aquella que, al entrar al templo dominico de Oaxaca, en ese justo momento una mujer con voz de soprano comienza a entonar el Ave María, o aquella vez que en el templo del Ángel Custodio en Analco en Puebla, en cuanto abrí la puerta me sentí atacado por el olor a nardos con que se había hecho el adorno para el Santo, o cuando descubrí, andando por los caminos, un templo abandonado dedicado a San Gaspar, o más aun, recordar la visita a las Siete Casas que cada Semana Santa hacía y me maravillaba al ver los Monumentos que eran eso, cosas monumentales; o las galas que se vestían en bodas, o el luto en las misas "de cuerpo presente" o las solemnidades cuando era una "misa de tres padres". No lo sé, pero lo que sí sé, ahora, es que si hay algo que guarda una profunda historia en nuestro país, esa es la de los templos. Mi serie del conteo de templos, capillas y ermitas en la ciudad de México aun no termina, pero son tantos los textos que he ido consultando que algunos de ellos los he seleccionado para compartirlos, a fin de adentraros más aun en el tema.

   Los he buscado en libros antiguos, en algunos auténticos clásicos de la literatura histórica que se han dedicado a documentar todo acerca del florecimiento del culto católico en México y, como todo fue un mestizaje, la religión y, sobre todo, la idea de culto y sus recintos, no fueron la excepción. Esta es la parte 29 del conteo, la cual no incluye ni un solo templo pero sí unos textos que nos conducirán a un mejor entendimiento en el tema:

    "En la organización política de los pueblos mesoamericanos las diosa madre ancestral cobró la forma del altépetl, la unidad territorial sobre la que se asentaron los estados. Según James Lockhart, en la tradición nahua, que ahora sabemos que se remonta en Teotihuacán, el requisito para la formación de un altépetl era la existencia de un territorio y la presencia en él de barrios. Cada calpulli se dividía en 4, 6 , 8,o más barrios simétricos. orientados hacia los puntos cardinales. Y cada calpulli tenía su propio jefe, que al mismo tiempo era la cabeza de un linaje  tenía una porción del territorio del altépetl en propiedad privada. La suma de los distintos calpulli formaban un altépetl gobernado por un tlaotaoni electo, quien ejercía las funciones de cabeza de reino, jefe de los ejércitos y sacerdote supremo en cargado de los ritos religiosos.

    "Se advierte que la unidad territorial de altépetl descansaba en la organización social de los calpullis, cuyos deberes y derechos se repartían según su ubicación en el territorio del alépetl. Es decir, los cargos y las cargas de cada calpulli se distribuían de manera alternativa según la posición de éste en el altépetl. Así, los tributos, trabajos y cargas religiosas o militares que correspondían a cada jefe de familia, barrio y calpulli se repartían siguiendo una rotación que iba de izquierda a derecha (como el movimiento del sol) y, según su ubicación en el territorio, del primero al último lugar.

    "Esta relación inextricable entre territorio y organización social (familia barrio etnia) constituyó al altépetl, que fue la institución política dominante quizá desde la fundación de Teotihuacan hasta la invasión española. Está documentado por testimonios históricos desde el siglo XIII hasta principios del siglo XVI en Xochimilco, Colhuacán, Coyoacán, Tenochtítlan, Azcapotzalco, Texcoco, Coauhtichán, Tlalmanalco, Amaquemeca y otras ciudades del Valle de México. En este tiempo, el altépetl, simbolizado en los códices y mapas indígenas por el glifo de un cerro que tenía en su interior una cueva colmada de agua, era en Mesoamérica el símbolo universal que significaba el territorio, el núcleo de la organización política y la vida urbana civilizada. En este tiempo y durante los tres siglos del virreinato altépetl fue sinónimo de patria, simbolizaba el territorio consagrado por los ancestros y habitado por sus descendientes, el sitio donde se conservaban las reliquias de los fundadores del pueblo y el lugar más sagrado de la comunidad (altepetlyolotl), el corazón del pueblo.

   "En la antigüedad mesoamericana el estado territorial estaba representado por el glifo del cerro en cuyo interior había una cueva donde reposaban las aguas fertilizadoras y las semillas del maíz: era una representación de la montaña que emergió de las aguas primordiales el día de la creación del cosmos, un símbolo de la tierra fértil y la expresión más honda del vínculo de los seres humanos con la tierra. Todos los estados mesoamericanos reprodujeron esa montaña primordial en el corazón de sus ciudades y en su interior depositaron las reliquias del fundador del reino y la dinastía. El bulto donde guardaron esas reliquias se convirtió en el símbolo sagrado del orígen del reino, signo de poder del gobernante y emblema del estado. Este simbolismo antiguo se transfirió al templo cristiano, al cabildo y a los títulos de tiera del pueblo colonial, que simbolizaron "el corazón del pueblo", lo más sagrado, amado y protegido por los miembros de la comunidad. Los títulos primordiales, es decir, los códices, lienzos, mapas y papeles que validaron la posesión territorial de los pueblos ante las autoridades españolas, vinieron a ser "el corazón del pueblo" de las Repúblicas de indios, el arca donde reposaban las reliquias del santo patrono, el almacén de la memoria colectiva y el escudo del pueblo ante quienes amenazaban sus propiedades territoriales.

   "Puede decirse que en mesoamérica altépetl, el territorio donde se asentaba el reino, era sinónimo de tierra de los ancestros, el lugar santo donde reposaban los antepasados. Designaba la tierra donde se nace, la patria, el lugar fundado por el ancestro común. Era, como en la Grecia o en la Roma antiguas, un concepto territorial cargado de fuerte etnocentrismo, pues aludía a la comunidad unida por lazos étnicos ancestrales y asentada en el mismo territorio desde el tiempo inmemorial. La patria mesoamericana aludía a los vínculos del individuo con su tierra natal, el grupo étnico, la lengua y las tradiciones comunitarias, así como al mito de origen que contaba como la humanidad indígena había nacido en la cueva primordial o en chicomoztoc, el lugar origen de las siete o muchas tribus". (1)

   "Las iglesias de los pueblos de indios, por lo común pobres y de mal gusto, fueron construidas por ellos sin más objeto que el servir al culto. Los religiosos y los párrocos clérigos hicieron fabricar en los pueblos grandes, y a donde los vecinos de un distrito o provincia se reunían cierto día de la semana en los mercados que llaman tianguis, unas ermitas que recibieron el nombre de chapiteles, y eran capillas muy pequeñas, en donde apenas cabían el sacerdote que decía la misa y el acólito que le ayudaba; pero abierta y dispuesta de tal manera, que todos los que estaban en el mercado podían ver la misa sin abandonar el lugar en que tenían sus mercancías. Tanta prisa se dieron en la construcción de templos, que habiendo terminado Mendieta de escribir su historia en 1596, poco más o menos, refiere que en Nueva España había ya en esta época cerca de cuatrocientos monasterios y otros tantos partidos de clérigos, fuera de las iglesias de los pueblos, que solo eran visita y de las cuales no más la Provincia del Santo Evangelio tenía cerca de mil, pudiendo considerarse por este "las muchas que habría en las otras cuatro provincias de la misma orden y en las de las otras órdenes y en los partidos de los obispados". 

   "Para facilitar las construcciones de los templos, así como para simbolizar que la religión de Cristo se levantaba sobre las ruinas de la idolatría, tanto los frailes como los clérigos se sirvieron de las piedras que formaban parte de los adoratorios de los indios para colocarlas como cimientos e incrustarlas en los muros de las iglesias que se levantaron en los primeros años de la dominación española en México". (2)

   "Aunque después, yendo la cosa adelante, para hacer las iglesias comenzaron a echar mano de sus teocallis para sacar de ellos piedra y madera, y de esta manera, quedaron desolados y derribados; y los ídolos de piedra, de los cuales habrá infinitos, no solo escaparon quebrados y hechos pedazos, pero vinieron a servir de cimientos para las iglesias; y como había algunos muy granes, venían lo mejor del mundo para cimiento de tan grande y santa obra" (3). La imagen corresponde a la fachada principal del templo de Santo Domingo en Uayma, Yucatán, en donde vemos claramente la incrustración de varias piedras labradas de un templo maya dentro del templo católico.

   Al poco de llegar los franciscanos a México, los llamados "doce", fundaron su provincia, con el nombre del Santo Evangelio, abarcaba todo México, luego, a medida que se iban conociendo y estructurando los nuevos territorios, esa Provincia se vio en la necesidad de hacer ajustes. "La dilatada extensión de su territorio jurisdiccional dentro y fuera de la capital, y el crecido número de sus feligreses, daba ocasión a mil molestias recíprocas para éstos y para el Cura Ministro que los asistía. Vino de aquí que los franciscanos, poco a poco, fueran estableciendo ermitas en los barrios, en donde sólo se celebraba misa los domingos y fiestas de obligación, o en tal cal día que la peían extraordinariamente los vecinos. Otras tuvieron mayores, llamadas visitas, en las cuales después de la misa, o en otras horas, los religiosos doctrineros iban a instruir a los neófitos en los principios de la religión, y a celebrar algunas fiestas. Por último, había otras de más importancia, nombradas asistencias, con dos o tres religiosos, que allí moraban". (4)

   "Los conventos de monjas, de las "esposas del Señor", con su cuádruple voto de pobreza, obediencia, castidad y clausura, eran enormes, con varios claustros, locutorios o salas enrejadas para recibir visitas y celdas separadas, como casitas, para las monjas ricas. Los templos eran de una nave, sin crucero, al eje de la calle sobre la cual iban las portadas, ya que el ábside lo ocupaba el altar mayor y enfrente de éste, a los pies, iban los coros, alto y bajo, formando una intersantísima fachadas interiores con su doble reja en el coro bajo y la cratícula o comulgatorio; arriba una reja sencilla de muro a muro y un gran abanico de madera talada que cerraba el arco. Las capuchinas fueron las únicas que abrieron el coro bajo junto al altar mayor".

   "Jesús María fue convento "real" porque albergó a una hija de Felipe II, hija natural, por supuesto, y loca. La primera iglesia debió de ser excelente con su artesonado y su retablo con pinturas de Luis Juárez, fue modernizada por el neoclásico, con bastante dignidad. Queda el claustro, que fue cine y hoy es basurero, con su elegante portería que lleva la inscripción epigráfica más antigua de México, de 1620.

   "San José de Gracia tuvo deshonestos principios resulta que había por donde ahora es la iglesia, un "recogimiento" voluntario de viudas y abandonadas que, juntando sus pocos haberes, mantenían el edificio y la capilla. El arzobispo García Guerra, en lugar de proteger a las pobres damas solas, echó el ojo a la casa para un convento. Hubo protestas y el Arzobispo prometió no molestarlas y solo "juntar" el convento. El patrono fue el rector de la Universidad, Fernando Villegas, que tenía necesidad de desembarazarse de sus ocho hijas y, sobre todo, de su suegra. Creció el convento y, una noche, "Horadando un muro del recogimiento, hicieron pasar las monjas a sus criadas, las cuales arrojaron violentamente a la calle a las viudas y abandonadas". Ya "libres" las monjas, procedieron a construir mejor iglesia, la actual, de 1653 a 1659." (5)


Fuentes:

1.- Florescano, Enrique. Imágenes de la patria a través de los siglos. Santillana Ediciones Generales. México, 2005. pp. 43-45

2.- Riva Palacio, Vicente. México a través de los siglos. Tomo V. Editorial Cumbre. México, 1986. p.92

3.- Benavente, Toribio, Motolinía. Tratado 1, Cap. 11. citado en Riva Palacio, Vicente. México a través de los siglos. Tomo V. Editorial Cumbre. México, 1986. p.92

4.- Marroquí, José María. La ciudad de México. Tomo I. Lit. y Tip. La Europea. México, 1900. p.158

5.- De la Maza, Francisco. La ciudad de México en el siglo XVII. FCE-SEP. Lecturas Mexicanas 95. México, 1985. pp.

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